El Magazín Cultural

Diego Marín Contreras: semblanza de un maestro

Durante mi etapa escolar, y en los primeros semestres de la universidad, tenía la falsa creencia de que los profesores de literatura eran unos tipos aburridos, y que los libros solamente servían para darnos información a cerca de algo que queríamos saber.

Víctor Ahumada
05 de marzo de 2019 - 04:39 p. m.
Diego Marín Contreras, columnista de El Heraldo de Barranquilla.  / Cortesía
Diego Marín Contreras, columnista de El Heraldo de Barranquilla. / Cortesía

Sin embargo, esa percepción, a cerca de los libros y los profesores de literatura, cambiaría. Dos personas influyeron en ello: Joaquín Mattos Omar y Diego Marín Contreras, un maestro que nunca tuve.

Hoy, mientras escribo estas palabras, trato de recordar cuando fue que empecé a leer su columna, pero, debido a la traición de mi memoria, no logro recordarlo. Creo que ese dato tampoco importa mucho, lo que sí importa, y lo que sí supe, al terminar de leer aquella columna que él escribía para el diario El Heraldo, es que estaba ante un ser honesto, un ser que amaba lo que hacía, y, sobre todo, ante un encantador de lectores. Sí, eso era Diego Marín: un encantador de lectores a través de la palabra.

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Por aquella vez, en que leí su columna, cursaba sexto semestre en la Universidad del Atlántico y, como había llegado de un pueblecito del Magdalena, no conocía mucho a Barranquilla. Si bien, durante mi infancia, viví un  tiempo aquí, no me gustó. Lo mismo ocurría por esos días de universidad: no lograba sentirme a gusto. Me sentía extraño en la ciudad.

De Barranquilla sabía, estando en el pueblo, que la apodaban la Puerta de Oro de Colombia, que tenía un Carnaval importante, un equipo de fútbol que representaba el Caribe a nivel nacional, que aquí habían nacido Esthercita Forero y Nelson Pinedo, que fue el lugar donde nació El grupo de Barranquilla, y, sobre todo, que el barranquillero era un bacán. Aquello lo sabía yo por los pocos libros que solía leer en la pequeña biblioteca que había en mi pueblo y por las horas de radio que escuchaba, en compañía de mi abuela, antes de dormir. Sin embargo, cuando ya me vine a vivir aquí, y al leer su columna, descubrí que aquello, sobre lo que yo había leído y escuchado, no era Barranquilla. Paralela a esa cuidad existía otra, que me era desconocida, invisible, como las de Italo Calvino.

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En sus columnas me fue mostrando esa otra ciudad, más auténtica y real que la de la radio y los libros. Pronto supe que esta también era la ciudad del maestro Alberto Assa, Alfredo Gómez Zurek, Meira Delmar y tantos otros que habían dejado un legado que muy pocos recordaban. También supe, como escribiera él, que El carnaval estaba en otra parte, que todos los barranquilleros no eran bacanes, pues la gran mayoría eran falsos, irrespetuosos, que no querían la ciudad, aunque se ufanaban de hacerlo, que a Meira se le consideraba una poeta del montón, y que El grupo de Barranquilla no era lo que habían contado: Cepeda no era un guache, García Márquez no era tan querido por esa gente bacana y Obregón no era un loco.

Leer las columnas de Diego Marín Contreras fue siempre un aprendizaje, un aprendizaje en distintos niveles: humano, histórico, cultural, literario, y, de ciudad. Algunas de sus columnas tienen los siguientes títulos: Barranquilla, ¿cuál cultura?, La ciudad no tiene quien la piense, Espacios de cielo, La Sodoma tropical, Qué callada manera de pensar la ciudad, etc.

De aquella Barranquilla, tan presente en su infancia y adolescencia, ya casi no había nada: quedaban pocos palos de matarratón, se había perdido la bacanería, la radio y la cultura estaban merced de ególatras e inescrupulosos a los que solo les importaba el dinero, Barranquilla se había convertido en una mole de cemento: ya no había ciudad ni ciudadanos, sólo ruido y furia. Sin embargo, eso no impidió que Diego, a la gente y a la cuidad de su infancia, las pensara, las escribiera, las sintiera, y, por encima de todo, las recordara.

Orhan Pamuk, en El libro negro, escribió: "Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse […] uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y los acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar!". Marín Contreras, al igual que Pamuk, también se negaba a olvidar, no quería que se secara su jardín de la memoria, siempre recordaba lo que había sido su ciudad. Regaba sus recuerdos, pero lo hacía a través de las palabras. Como el excelente maestro que fue, retrató, a través palabras siempre precisas y bien dichas, a su ciudad y a su gente.

Además de Barranquilla, en sus columnas escribió sobre Ernesto Sabato, García Márquez, José Eustacio Rivera, Marcel Proust, su autor preferido, Fernando Pessoa, Pablo Neruda, César Vallejo, Julio Cortázar, Constantino Kavafis, Miguel de Cervantes, Italo Calvino, etc. Al momento de escribir sobre ellos siempre lo hizo desde el afecto y la sencillez, nunca desde el academicismo ni la intelectualidad. Quizás por ello fue que encantó a tantos lectores y tuvo tantos alumnos que lo apreciaron. Entre ellos yo, que nunca lo conocí personalmente.

Siempre fue un maestro para mí, aunque nunca lo supo. Lo más cerca que estuve de él fue en un homenaje que le hicieron algunos de sus amigos y alumnos. Ese día, delante de personas que lo conocían muchísimo mejor que yo, me correspondió leer un poema suyo titulado Los ausentes. Irónico, los ausentes principales eran él y sus palabras. Diego había muerto hace unos días, sus lectores ya no apreciarían nunca más sus columnas, y Barranquilla empezaba a notar una ausencia que, aun hoy, todavía se siente.

Por Víctor Ahumada

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