El Magazín Cultural
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Diez años no es nada

Primera entrega de dos textos que analizan el panorama actual de la industria cinematográfica nacional.

Anita De Hoyos / Especial para El Espectador
26 de julio de 2013 - 10:00 p. m.
Imagen de la película ‘Chocó’, uno de los proyectos realizados en el marco de la Ley de Cine.  / Cortesía
Imagen de la película ‘Chocó’, uno de los proyectos realizados en el marco de la Ley de Cine. / Cortesía

Veinte tampoco, como lo canta Gardel. Las cosas se mueven despacio y antes de lograr el mundo ideal que queremos, las nieves del tiempo blanquearán nuestra sien. Y sin embargo, en esta tierra plagada de dificultades hay muchos que quieren soluciones fáciles y rápidas. En el caso de la Ley de Cine, que acaba de cumplir diez años, los impacientes abundan. ¿Cómo es posible que después de tanto tiempo no tengamos un premio Óscar? ¿Por qué cada vez que uno va a ver una cinta colombiana sale del teatro entre cariacontecido y resignado, pero nunca con entusiasmo? ¿Hasta cuándo las únicas películas que llevan gente a los teatros serán las de Dago García?

Son muchas preguntas. Algunas razonables, otras ingenuas y otras de mala leche. Pero podríamos reunirlas en un tremendo y único interrogante: ¿ha servido para algo la Ley de Cine?

Empecemos por admitir que no fue fácil llegar a donde estamos. Lo de ahora puede parecer mediocre, pero está muy lejos del desastre que habitamos el siglo pasado, donde hacer cine era empresa de locos y los que se atrevían terminaban vendiendo la casa y el carro para pagar la quiebra. Ochenta años para lograr una docena de películas que en general eran ejercicios rústicos a los que sólo nuestro patriotismo justificaba. Pero igual. El sueño de tener un cine nacional nos seguía acosando con el mismo apremio de otras ambiciones imposibles, como ir a un Mundial de Fútbol o participar en un Tour de Francia. Y nada que se nos daba. ¿Por qué? ¿Acaso estábamos destinados a ser invisibles en un mundo de seres superiores que sí tenían derecho a verse y a que los vieran?

Así íbamos. Gobernados por el complejo del subdesarrollo, al que respondíamos con una producción cinematográfica lánguida, apoyada por una legislación sin dientes y limitada por un mercado estrecho. Cero laboratorios nacionales donde corregir color, sacar copias o imprimir bandas de sonido óptico. En la producción, casos aislados como el de Víctor Gaviria, que apoyado en la plata de un fabricante de yogures logró llevarnos a Cannes. Divertimentos llenos de veneno como los de Mayolo y Ospina, que parecían promisorios en un mediometraje, pero que nunca tuvieron la solidez para aguantar 90 minutos. O películas simplonas y mal hechas, como las dirigidas por Gustavo Nieto Roa, que a pesar de tener taquilla no bastaron para que la industria del cine nacional despegara.

Todo esto mientras en otros frentes lográbamos dar el salto. Llegaron los mágicos 70 y los gloriosos 80. Cochise fue campeón mundial, el Kid Pambelé hizo lo suyo y el Happy Lora también. Marroquín tuvo sus once y un médico filósofo nos dirigió en tres mundiales de fútbol. Es cierto que no hicimos mucho en esos mundiales, ¿pero alguien duda que le ganamos a Argentina cinco a cero? ¡Existíamos! ¡Lucho Herrera pintó con su sangre las carreteras de Francia! ¡Hasta un Nobel nos ganamos, carajo! ¿Cuándo le iba a llegar su turno al cine? ¿Era cierto ese lugar común que nos sentenciaba a tener triunfos individuales y esporádicos porque éramos un pueblo condenado a la soledad donde sólo los esfuerzos aislados de un boxeador, o un ciclista, o un narrador genial lograban expresar nuestro talento? ¿De verdad éramos tan malos para pensar en conjunto, como se requiere para hacer una buena película?

Era lo que había cuando se aprobó la Ley de Cine. Y es lo que ha cambiado en los últimos diez años en los que se han realizado más de 90 largometrajes. Siete veces más cine nacional que en todo el siglo pasado. Organización, recursos, trabajo y los resultados se ven. Laboratorios colombianos que trabajan con unos parámetros de calidad competitivos internacionalmente. Un equipo humano de directores de fotografía, editores y productores que crecieron en un ambiente de tecnología digital. Llegada al país de productores internacionales que trabajan usando nuestros escenarios y nuestra gente. Un acuerdo entre Gobierno, gremios del cine e industria privada que ha puesto las bases de un escenario en el que todos ganan. Apoyo a las películas colombianas en todas sus etapas: creación de guiones, producción y posproducción, exhibición, promoción y archivo de esta memoria de imágenes que una nueva generación está creando para dejar un testimonio de lo que somos.

Los cimientos del negocio están en el recaudo de un impuesto por boleta vendida, en unos estímulos fiscales para su producción y exhibición y en la administración seria de estos recursos. La plata del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica y sus entes conexos llega a todos los sectores de la industria, estimulando la creación de decenas de empresas dedicadas al cine. Estas empresas no se limitan a vivir del apoyo estatal; en este momento están gestionando nueve coproducciones que se filmarán en Colombia con dineros gringos y europeos. Todo esto sin un solo escándalo por corrupción, sin la menor sombra de saqueo o peculado. Este manejo transparente de los cincuenta millones de dólares que se han invertido en cine es milagroso. Igualmente milagrosa es la continuidad de una política cultural que no se ha dejado someter a los vaivenes del gobierno de turno y que mira hacia delante, luchando por consolidar unas metas de largo plazo.

Esto es una democracia, insiste Claudia Triana, la directora del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica. Esta afirmación simple, que puede sonar demagógica, es una realidad que funciona en el microcosmos del cine colombiano, en el que los proyectos se aprueban sin consultar su pureza ideológica o su vinculación con “palancas”. Jueces internacionales y nacionales que son profesionales del cine o de la academia, y que rotan cada año, garantizan un amplio espectro ideológico y estético, donde no hay censura. Al no contaminarse con la selección de lo que apoya, el Fondo preserva su imagen de ente administrador y tiene cero tolerancia con la politiquería. Pero, sobre todo, se ha marginado del problema de la “calidad” de las películas que se hacen. Si las cintas colombianas no son “buenas”, no es su cuento porque en Colombia no se hace un cine “oficial”. Aquí, los realizadores tienen libertad para equivocarse. ¿Cuántos países pueden decir lo mismo?

Podríamos seguir enumerando milagros, pero despertaríamos sospechas. El que elogia arriesga en un país que tiene razones para desconfiar de todo. Si queríamos lectores, debimos irrumpir en el tema como un elefante en una cristalería, arrasando con la Ley de Cine y aprovechando que en Colombia tiene más auditorio el que habla mal de algo que el que habla bien. Pero tal vez no sea demasiado tarde para darle gusto a la galería. Dejemos a un lado las cualidades de la Ley de Cine y entremos en ese territorio de sombra donde se sienten cómodos los “críticos”. En la segunda parte de este artículo responderemos a las preguntas del millón: ¿por qué —si la Ley de Cine es tan chévere— no hacemos mejores películas? O para ser más precisos: ¿por qué las “buenas películas” no tienen público y las “malas películas” sí? ¿En qué momento atroz Harold Trompetero se volvió un gurú de la cultura?

Por Anita De Hoyos / Especial para El Espectador

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