El Magazín Cultural

Eduardo Lora: "Me dejo sorprender, a pesar de haber estudiado en sitios que trataban de impedirlo"  

Presentamos a Eduardo Lora, autor del libro "Economía Esencial de Colombia", en el presente capítulo de "Historias de Vida", una serie de entrevistas creada y ejecutada por Isabel López Giraldo.

Isabel López Giraldo
09 de junio de 2019 - 09:08 p. m.
Eduardo Lora, cuya cita preferida es: “El verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”, de Marcel Proust, / Cortesía
Eduardo Lora, cuya cita preferida es: “El verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”, de Marcel Proust, / Cortesía

Estamos en el jardín de la finca de Eduardo Lora. Tenemos suerte porque hace un lindo día, aunque es época de lluvias. La vista es hermosa. Prendo la grabadora y empiezo la entrevista.

Hábleme primero de sus ancestros.

Sé poco sobre mis ancestros remotos. Mi ascendencia más inmediata es vallecaucana del lado paterno y bogotana del lado materno. Mi abuelo paterno fue un comerciante exitoso en Cali hasta la Gran Depresión de los años treinta. Mi bisabuelo materno debió de ser muy rico pues era dueño de gran cantidad de tierras en la Sabana de Bogotá, incluyendo esas zonas planas de allá abajo cerca del río. Pero a mis padres no les llegó ninguna de esas riquezas, aparte de una sólida educación. Mi papá, Luis Alfonso Lora Martínez, fue uno de los primeros colombianos que estudió en MIT (entre 1926 y 1929). Como ingeniero eléctrico trabajó más de una década en Boston y Nueva York y regresó a Colombia en 1945. Su primer trabajo en el país fue en Scadta (que luego se convirtió en Avianca). Después pasó a la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá donde se jubiló a fines de los sesenta. Mi mamá, Isabel Torres Escallón, hizo bachillerato comercial y, al quedar huérfana de padre siendo todavía muy joven, como era la mayor de la familia empezó a trabajar en los laboratorios Bayer. Fue por esa época cuando ellos se conocieron en una fiesta de matrimonio. Amor inmediato, que resultó eterno. Se casaron unas semanas antes del Bogotazo [9 de abril de 1948].

Si está interesado en leer otro capítulo de Historias de Vida, ingrese acá: Matador: "El humor nos evita caer en la paranoia"

¿Qué recuerdos tiene de su primera infancia?

Nací en La Candelaria, en una casita no muy lejos de la Universidad de los Andes. Recuerdo que subíamos desde la casa hasta una montaña soleada y a la vez lluviosa. Creo que ahí es donde ahora queda el Teatro de la Mediatorta. Cuando yo era muy chiquito, nos fuimos a vivir a Chapinero, por lo que me considero un chapineruno puro.

Soy el cuarto de siete hijos (dos hermanas mayores, dos menores, un hermano mayor y uno menor), lo que es una posición muy privilegiada porque uno puede pasar desapercibido. Desde muy pequeño debí ser bastante independiente. Mis papás trabajaban muy duro y vivían muy ocupados. Siempre sentí que mi mamá, que debía atender una casa muy grande, confiaba mucho en mis capacidades y en mí. Ya mayorcito, en la época en que las niñas no podían andar solas, me pedía que acompañara a mis hermanas e hiciera de chaperón.

Mi primer colegio fue el Liceo La Salle de la calle 60. De ese lugar solo me queda una sensación oscura, de suciedad y de olores nauseabundos. Recuerdo que muchas veces llegaba a mi casa con todas mis cositas y le decía a mi mamá que yo no quería volver más a ese colegio. Los dos años que estudié allí fueron una tortura. Luego pasé al San Bartolo [San Bartolomé de la Merced], lo que me significó una pequeña mejoría, aunque era esencialmente lo mismo.

Realmente no fui feliz en el colegio y creo que lo que más me deprimía era la oscuridad y el encierro; eso vine a descubrirlo después. Tuve algunos amigos, no muchos, y en general me relacionaba bien con todos aunque nunca me sentí integrado.

Por pura casualidad, a los once años entré a formar parte de un grupo llamado los Gonzagas (una especie de club de boy scouts y congregación mariana), que dirigía el padre jesuita Hernán Umaña y en el que participaban unos treinta o cuarenta chicos de varias edades y colegios. Ya un poco más grandes, el cura Umaña, que tenía mucho sentido común, comenzó a facilitarnos el acercamiento a grupos de niñas, y fue ahí donde me enamoré por primera vez. En ese grupo me sentí aceptado y estimulado.

Si está interesado en seguir leyendo la serie de Historias de vida, le recomendamos la siguiente nota: ​Rosa Moreno: "Jamás he leído para entretenerme"

Pero no me ha hablado todavía del estudio, usted debió ser muy estudioso.

 Eso mismo creía Ana [González], mi esposa, hasta hace muy poco, porque yo fui compañero de su hermano Raúl en quinto elemental y ese año me gané la Excelencia. Pero ese curso fue más bien excepcional: creo que estudié más de lo normal porque otro compañero a quien no le iba muy bien me pidió que estudiáramos juntos, y eso me impuso alguna disciplina. El caso es que hace poco mi esposa se encontró mis libretas de notas de otros años del colegio y se dio cuenta de que mis notas eran una montaña rusa. A veces me iba muy bien, a veces había muchas quejas de mis notas y de mi disciplina. Los profesores decían que estaba desperdiciando mis talentos; ahora me pregunto si a todos nos decían lo mismo.

En tercero de bachillerato [octavo] nos pusieron en grupos a hacer unas láminas de zoología. El año anterior había tenido una experiencia poco afortunada con el grupo de las láminas de botánica, pues resulté haciendo gran parte del trabajo. Por eso pedí que me pusieran en otra sección, para cambiar de compañeros. En la nueva sección me hice amigo de Paco López (amistad que aún conservo), quien era ya un gran dibujante (y sigue siéndolo). Juntos formamos nuestro grupo de trabajo para hacer las tales láminas de zoología. Era mucho trabajo para solo dos personas, así que empezamos a faltar por las tardes al colegio para poder hacerlas bien. La mamá de Paco nos alcahueteaba. Gran parte del tiempo lo dedicábamos a las láminas, lo que disfrutábamos muchísimo, pero también apostábamos entre nosotros para ver quién respondía más rápido las preguntas del álgebra de Baldor. Como era una familia de ingenieros, los hermanos de Paco sabían mucho de física, lo que también era un incentivo para estudiar. La familia López Arango fue muy importante en mi juventud. Sigo siendo muy amigo de Paco y de su hermana Tica, mi primera novia oficial (durante una semana).

Volvamos al colegio, usted parece evadir el tema.

 Puede que sí, es que yo “capaba” clase todo lo que podía. Como era tan necio, los mismos curas se inventaban actividades para mantenerme fuera de clase. El padre Marino Troncoso me ponía a hacer esténciles de sus notas de clase de literatura (los esténciles eran una plantillas para multicopiar, antes de que apareciera la fotocopiadora). También me ponían a pasar notas a las libretas. Incluso estuve a cargo de organizar el material didáctico del colegio que estaba hecho un caos en un depósito. Yo hacía todo eso con gusto, con tal de no estar quieto y encerrado en un salón de clase. Y es que lo interesante de esa época de mi vida no ocurrió en el colegio sino fuera de él. Tuve muchos amigos de otros lados y de otros colegios.

¿Cómo decidió estudiar economía?

Le tengo que contar otra historia antes de responderle eso. En sexto [once] tuvimos que presentar el Icfes (que debió ser el segundo o tercero que hubo en el país después de implementado). Por alguna razón las respuestas se filtraron en el colegio. Era un examen de dos días y solo me enteré de eso al final del primer día. Llegué a mi casa y, como hicieron todos, armé mi “comprimido”. Lo que hice yo fue anotar las letras de las respuestas en el lápiz. Aunque todo lo que tenía que hacer era seguir el orden de los símbolos para ir llenando el cuestionario, mi nerviosismo era enorme; estaba casi seguro de que me iban a pescar. Hubiera preferido responder normalmente el examen. El caso es que luego dedujeron por los resultados que los del San Bartolo teníamos las respuestas. Anularon el examen y no sé si hubo sancionados. Cuando programaron repetirlo, decidí que no quería hacerlo, punto. Al fin de cuentas yo pensaba presentarme a la Nacional, donde el Icfes no era necesario. Corrí el riesgo, me presenté allá solamente y pasé.

Entonces cuénteme ahora sí por qué decidió estudiar economía.

Primero consideré arquitectura, pero como en el grupo de los Gonzagas yo había tenido contacto con algunos que estudiaban arquitectura, me había dado cuenta de que era una vida muy desordenada y había que trasnochar mucho. No era para mí. En el colegio nos habían hecho un supuesto psico-test, pero eso era una farsa que no orientaba nada. Nadie me ayudó a escoger la carrera. Sólo recuerdo que también descarté ingeniería para diferenciarme de los ingenieros de mi familia. Decidí estudiar economía sin tener realmente claro por qué. Sólo tenía la vaga noción de que en esa carrera uno podía ayudarle a la gente.

Estudiar en la Nacional fue de rigor porque éramos muchos en la casa y mis papás tenían la idea de que las niñas debían estudiar en universidad privada, mientras que los hombres debíamos ir a la Nacional, que tenía la mejor reputación académica. Y así lo hicimos mis hermanos y yo (ellos en ingeniería). Como eran grupos tan grandes, la Nacional me dio la posibilidad de relacionarme con gente muy diversa. Hice un grupo de amigos relativamente pequeño, con los que pasaba muy bien, pero hace tiempo que no veo a ninguno de ellos.

Cuando empecé a estudiar economía, en 1970, la Facultad estaba en un momento de efervescencia intelectual. Allí me deslumbré con la precisión gráfica y matemática de la microeconomía. Participé en un club académico liderado por algunos profesores que tenían muy buena formación teórica, y en el que eran muy activos algunos estudiantes de los últimos semestres que habían sido influenciados por Lauchlin Currie. Pero eso duró poco. Vino paro tras paro y cierre tras cierre; el nivel académico cayó en picada y lo único que sobrevivió fue la teoría económica marxista. En un principio me interesó muchísimo pero más tarde me sentí frustrado por la falta de seriedad de los profesores y la debilidad del programa de estudios.

Traté de pasarme a la Universidad de los Andes, donde fui admitido, pero mis padres no podían ayudarme con la matrícula. Yo ya trabajaba, pero mi modesto salario no era suficiente para pagar los estudios en los Andes. Varios amigos del grupo de la Nacional sí se cambiaron, unos para el Rosario otros para la Tadeo. Me quedé a regañadientes y traté de hacer lo mínimo para poder terminar cuanto antes la carrera. Incluso logré algunas matrículas de honor, pero no puedo decir que estuviera entregado a la vida académica, ni mucho menos. Para terminar la carrera escribí una tesis sobre “La Implantación del Sistema de Dominación Colonial” (1976), con la dirección de Salomón Kalmanovitz. Sin duda ese fue el período más demandante y enriquecedor de mis años en la Nacional.

Hábleme de sus primeros trabajos.

Yo empecé a trabajar muy joven. Con motivo de los cierres de la Nacional, en 1970, creo, empecé a trabajar en Fidel S. Cuéllar, una pequeña empresa familiar de finca raíz. Ese empleo lo conseguí gracias a una de mis amigas, hija del gerente. Comencé como “mensajero-cobrador”, es decir una especie de chepito. Cuando reabrieron la universidad, me ofrecieron trabajar medio tiempo en un horario que me permitiera asistir a las clases, lo que se facilitaba por el hecho de que la oficina quedaba a medio camino entre mi casa y la Nacional.

Hacia mitad de carrera me pasé a trabajar con un familiar lejano de mi mamá en una pequeña oficina de representación de una multinacional de comercio internacional de productos agrícolas, Continental Grain. Allí aprendí sobre procedimientos de comercio exterior y sobre trámites ante el Incomex  [Instituto Colombiano de Comercio Exterior] y Aduanas, lo que me serviría poco después en la Asociación Bancaria para escribir con Mauricio Cabrera un Manual de Exportaciones e Importaciones (1977) que tuvo un fugaz éxito.

¡Qué bien! ¿Cómo fueron esos primeros trabajos como economista?

Mis primeros trabajos como economista fueron de profesor de cátedra y de asistente de investigación. Déjeme que le cuente cómo los conseguí.

Los que se estaban graduando como economistas cuando yo empecé en la Nacional habían tenido una formación muy buena, eran intelectualmente muy activos y tuvieron profesores excelentes, como Currie y otros que habían hecho doctorado. Yo me había hecho amigo de algunos de ellos, lo que me resultaba muy estimulante. Pues bien, cuando yo estaba terminando, ellos ya eran profesores o investigadores, y fue así como aparecieron mis primeras oportunidades de empleo como profesor de cátedra y como asistente de investigación.

Uno de los primeros cursos que dicté fue en clases nocturnas de la Universidad Cooperativa Indesco. Enseñé Teoría del Comercio Internacional, una materia que ni yo mismo entendía bien. Es absurdo, pues podría haberles compartido mi experiencia en la práctica del comercio internacional, de lo cual sí sabía, y que les habría sido más útil. Yo ya era víctima de la esquizofrenia de nuestra profesión. Luego, en el Externado y en la Nacional dicté la cátedra de Introducción a la Economía. No creo que les haya aportado mucho a los estudiantes. Mis cursos debieron ser una regurgitación de lecturas a la carrera y mal digeridas.

Mi primer trabajo como asistente de investigación fue en el Instituto de Estudios Colombianos, un pequeño centro dirigido por Roberto Arenas Bonilla en el que tuvo mucha influencia Currie. Allí me familiaricé con todo tipo de estadísticas económicas colombianas y corrí mis primeras regresiones en el computador de la Universidad de los Andes al que teníamos acceso, entregando los paquetes de tarjetas perforadas con los datos y los programas de cálculo, pues lo máximo con lo que el más adelantado contaba era con una calculadora manual que servía apenas para correr regresiones con una sola variable explicativa. Así fue como empecé a identificarme con mi profesión.

Después de una breve estadía en el Banco Cafetero, que fue una pérdida de tiempo, entré a formar parte del Departamento Económico de la Asociación Bancaria, donde tratábamos de seguirle el curso a las decisiones de la Junta Monetaria, que era muy activa e intervencionista al detalle. Casi todas las semanas había alguna resolución que analizar. En la Asobancaria escribí mi primer artículo de investigación, sobre financiamiento al sector agropecuario. Pero yo era muy consciente de mi frágil formación y sabía que necesitaba un trabajo en el que pudiera estudiar más seriamente. La bibliotecóloga de la Asobancaria me dijo que la Universidad del Valle estaba buscando profesores de economía, así que me presenté a ese cargo. Mi esposa y yo no veíamos el momento de arrancar vuelo.

¿Su esposa? Pero no me ha dicho siquiera cómo se conocieron ni cuándo se casaron. Volvamos atrás.

 Ana y yo nos conocimos en 1970 a través de su hermano Raúl. Primero fuimos solo amigos. Cuando la conocí, ella sabía ya mucho de literatura y de arte; siempre encontrábamos de qué hablar. Entre conversaciones y paseos surgió el amor y la idea de que teníamos muchas cosas que explorar en compañía. Sin embargo y por fortuna, la economía no ha sido una de esas cosas. Teníamos una idea un poco romántica de irnos a vivir a otro lado pues ambos habíamos sido muy provincianos y no habíamos viajado a casi ningún lado. Estando yo en la Asobancaria empezamos a ver que esos sueños podían hacerse realidad, o al menos un poquito. Por esos días acababan de establecer el matrimonio civil, así que decidimos casarnos por lo civil. Generamos un gran malestar en nuestras familias, pero nada nos importaba.

Retomemos entonces lo del puesto en la Universidad del Valle.

 Claro, el caso es que Ana, quien trabajaba entonces en el Ministerio de Educación, había entrado en contacto con una fundación de educación técnica rural que tenía sede en Cali. Cuando ellos supieron de nuestros planes de viaje, le ofrecieron un puesto allá. Así nos fuimos para Cali, donde vivimos dos años la primera vez.

Mi primer jefe en la Universidad del Valle fue Alberto Corchuelo, quien dirigía el programa de economía. Él era uno de esos egresados de la Nacional cuando la carrera estaba en su mejor momento. Él me impulsó a armar cursos innovadores en contenido y estilo pedagógico. Inicié dictando Comercio Internacional y un taller de Análisis de Coyuntura Económica, que resultó muy exigente para el nivel de mis estudiantes. Eso me llevó a inventar el curso de Economía Descriptiva, que fue el origen del libro “Técnicas de Medición Económica”, que después de muchas interrupciones habría de terminar de escribir y publicar finalmente en 1987 (desde entonces lo he revisado y actualizado varias veces, y actualmente está disponible gratis en Internet en una edición preparada con Sergio Prada, del Icesi de Cali).

Recuerdo que con el interés de mejorar mi formación académica me presenté a una de las becas Fulbright para profesores. Me la dieron y ellos me consiguieron entrada en la Universidad de Minnesota. Sin embargo, por sugerencia de Jorge Orlando Melo e impulsado por Álvaro Camacho, Germán Colmenares y otros amigos de la Universidad del Valle, también me presenté a la primera beca Lauchlin Currie del Banco de la República para estudiar dos años en la London School of Economics (LSE). Qué alegría cuando me dijeron que yo era el ganador. En vez de irme a un sitio en la mitad de la nada, esta beca nos permitiría vivir en Londres y explorar el mundo, lo que mi esposa y yo más queríamos.

¿Y cómo resultó la experiencia de Londres?

Fueron dos años que marcaron nuestras vidas. En la LSE yo hice el Master of Science en Economía y mi esposa hizo el Master of Arts en Literatura en el King’s College. Entre mis profesores tuve verdaderas luminarias como Tony Atkinson (premio Nobel), Meghnad Desai (hoy lord) y Richard Layard, fundador de la ciencia de la felicidad. También asistí a cursos breves dictados por Lionel Robbins y por Amartya Sen (premio Nobel). Por primera vez sentí que mi formación como economista estaba adquiriendo forma y que tenía bases para avanzar mejor por mi cuenta.

La maestría fue muy exigente, sobre todo porque el ritmo de lecturas era muy intenso y mi inglés era muy precario. Antes de Londres, yo sólo había tomado los cursos del Colombo-Americano; además no tengo habilidad para los idiomas. Por eso nos fuimos a Londres con unos meses de anticipación, para poder estudiar inglés, lo que resultó maravilloso pues hicimos nuestros primeros amigos de otras culturas y conocimos mucho la ciudad y sus alrededores, guiados por los profesores del programa de inglés. Luego seguimos explorando por nuestra cuenta. Todos los fines de semana buscábamos un nuevo lugar para conocer y en todas las vacaciones viajamos a otros países, mochila al hombro.

Al acercarse el fin de los dos años, teníamos la ilusión de regresar a Cali, donde habíamos pasado tan bien anteriormente. No veíamos la hora de volver a nuestros trabajos y renovarlo todo. Yo me había comprometido a regresar a la del Valle, por puro amor al arte, pues ellos no eran quienes me pagaban la beca.

Cuénteme entonces un poco de su regreso a Colombia.

Al regresar de Londres a la Universidad del Valle, sentí que me daba contra las paredes: el ambiente en el Departamento se había deteriorado y no había ninguna receptividad a profesores que trajeran ideas nuevas y que quisieran mejorar el nivel de la carrera. Resulté convirtiéndome, de alguna manera, en una amenaza.

Después de dos años tan maravillosos en Londres, vino un año y medio terrible. De la angustia, casi ni dormía; incluso estaba descuidando a Ana. Cuando vi la oportunidad, le pedí al rector, Rodrigo Guerrero (quien luego fue alcalde de Cali) que “me devolviera mi pase”. Su respuesta fue negativa, pero decidí pagar la penalidad con el valor de mis cesantías. Lo importante era quedar liberado. Así que al poco tiempo (comienzos de 1984, recién había cumplido 31 años), acepté un cargo de asesor macroeconómico en el Departamento Nacional de Planeación, que me puso por primera vez en contacto directo con el debate de políticas públicas. Desde allí escribí algunas notas para los discursos del Presidente Belisario Betancur, tratando de replicar su estilo entre poético y campechano. Me quedaron grabadas las reuniones del Conpes a las que tuve el privilegio de asistir. El país estaba en plena crisis y Roberto Junguito, como ministro de Hacienda, tenía que imponerse ante otros ministros para que el Presidente aceptara sus audaces políticas, que a la postre dieron buen resultado.

Pero esa experiencia duró poco, pues unos meses después José Antonio Ocampo, quien había sido nombrado director de Fedesarrollo, me invitó a ser el editor de la revista Coyuntura Económica. Con inmenso temor porque consideraba que no tenía la experiencia ni la formación, pero lleno de entusiasmo, comencé mi carrera como investigador. Me concentré inicialmente en editar la revista, que era producto de un trabajo en equipo de todos los investigadores. Más que una revista era un libro de 250 páginas que cada tres meses abordaba todas las problemáticas económicas del país, pasando por temas fiscales, monetarios, laborales, tipo de cambio, balanza de pagos y demás.

¿Qué lo marcó a usted en Fedesarrollo?

Cómo no mencionar primero que todo el impacto de ver en José Antonio a un verdadero talento de la economía, absolutamente precoz. Cuando yo apenas me fui al exterior a estudiar un master, él ya había regresado como doctor en economía, y cuando me nombró en ese cargo de editor, él ya era director, siendo los dos de la misma edad.

Fedesarrollo ya tenía en 1984 un prestigio inmenso, en parte porque gozaba de un cierto monopolio en la opinión seriamente documentada sobre asuntos macroeconómicos y de coyuntura. Era una entidad súper interesante, efervescente, visionaria, cuya influencia se facilitaba por el hecho de que no había casi políticos ni grupos de interés que interfirieran en la discusión pública. El debate de políticas macro se daba directamente con quienes tomaban las decisiones: el gerente del Banco de la República, los asesores de la Junta Monetaria, el ministro de Hacienda y el jefe de Planeación. Estamos hablando de un mundo completamente distinto al actual, pues el Presidente podía declarar estados de excepción constitucional que le conferían un gran poder a él y a sus ministros en relación con el Congreso y la rama Judicial.

Por otro lado, en esa época tampoco había grandes seminarios donde ventilar las discusiones de política; a lo sumo había que enfrentarse con los periodistas, cuyo entendimiento de la economía era muy precario. Prácticamente las discusiones se daban solamente entre nosotros, los economistas. Quizás por eso desarrollamos ese lenguaje hermético, incomprensible para los demás. Actualmente, en condiciones muy distintas, esa es una gran limitación para comunicarnos con los políticos y con el público. Esa fue una de mis motivaciones para escribir “Economía Esencial de Colombia”. Podemos hablar de eso más adelante.

El caso es que en Fedesarrollo, al lado de José Antonio, y con coautores verdaderamente brillantes como Mauricio Cárdenas, Rosario Córdoba, Catalina Crane, Cristina Fernández, Ana María Herrera, Juan Luis Londoño, Juan Mauricio Ramírez, Roberto Steiner, Leonardo Villar y muchos más, nos dedicamos a tratar de entender, con el mayor rigor y detalle posible, el funcionamiento de la economía colombiana. De esas exploraciones salieron varios libros de texto de macroeconomía y políticas económicas que fueron publicados por Siglo XXI y Tercer Mundo gracias a la fe que tuvo Santiago Pombo en nuestro trabajo.

Para su tesis de maestría en los Andes, Juan Luis Londoño había desarrollado un primer “modelo de equilibrio general” que captaba muy bien como la recurrente escasez de alimentos y la inestabilidad de los precios de exportación del café afectaban muchos aspectos de la economía, desde la inflación hasta la distribución del ingreso. La idea me fascinó, así que me sumé al esfuerzo de construir modelos realistas que reflejaran bien el funcionamiento de la economía colombiana.

En el año 89, gracias a un proyecto financiado por el CIID [Centro de Desarrollo Internacional – Canadá] conseguí hacer una pasantía de investigación en la Universidad de Oxford. El objetivo era desarrollar un modelo aún más completo y detallado. Estuvimos allá nueve meses. Ese tiempo significó un gran paréntesis para mi esposa y para mí, que pudimos estar más cerca entre nosotros y más dedicados a nuestros hijos Juan Manuel y Federico que estaban muy bebés. Recuerdo que paraba de trabajar hacia las 5 PM y dejaba corriendo el computador toda la noche con las últimas ecuaciones que le había agregado al modelo. Esa vida duró nueve meses.

Otra vez de regreso a Colombia: ¿cómo fue esta vez?

Al regresar a Bogotá, empezamos a usar el modelo para diversos proyectos en Fedesarrollo. El uso más importante que le dimos desde un principio fueron las proyecciones macro que cada seis meses presentábamos en los seminarios Anif-Fedesarrollo, que establecimos en 1991 con Javier Fernández cuando era el Presidente de Anif, y que siguen siendo muy exitosos. También usábamos ese modelo para analizar el impacto del petróleo, para discutir políticas agrícolas, para ver cuál podía ser el efecto de subir el salario mínimo un cierto porcentaje y no otro. En fin, para miles de cosas interesantes.

Fascinante de verdad, pero ¿cuándo fue usted director de Fedesarrollo?

 Cuando yo regresé de Oxford, el director era Miguel Urrutia, con quien desde un principio me entendí muy bien. Pues bien. Resulta que la Constitución del 91 cambió la organización del Banco de la República y creó el grupo de codirectores. Invitaron entonces a Miguel a ser parte de ese grupo. Así que él me propuso como director de Fedesarrollo, cargo que ocupé entre 1991 y 1995.

¿Y cómo fue esa experiencia?

Tenía una carga de trabajo enorme, aliviada por fortuna por la agudeza y sagacidad de Pilar Medina y María Mercedes Carrasquilla, las dos secretarias generales de Fedesarrollo durante esos años.

Tenía una visibilidad pública excesiva que a menudo me hacía sentir desbordado e incluso irresponsable, pues no me daba tiempo para actualizarme ni para poner a prueba en forma medianamente rigurosa las hipótesis y propuestas de política que lanzábamos a debate público.

Mi esposa también se sentía abrumada pues nuestros hijos (que habían nacido en 1987 y 1988) estudiaban en casa y tenían todo tipo de actividades como música (piano y violín), gimnasia y natación, clases a las que ella los llevaba para ampliar sus experiencias. Así que, después de mucho cavilar, decidimos que yo aceptara un cargo de investigador en la recién creada Oficina del Economista Jefe del BID en Washington, que dirigía Ricardo Hausmann (yo había trabajado con él desde Fedesarrollo en “Coyuntura Andina”, para la que él escribía los capítulos de Venezuela).

Nos fuimos por dos años, que se extendieron una y otra vez. Tan pronto llegamos matriculamos a nuestros hijos en colegio privado (lo que fue absolutamente innecesario); luego pasaron a colegio público. Incluso después de retirarme del BID en 2012, seguimos viviendo en Washington, pues ya nuestros hijos se habían hecho ciudadanos de Estados Unidos y habían escogido carreras científicas sin mayores posibilidades en Colombia. Y es que nuestros hijos funcionan más como americanos, cultura a la que Ana y yo no pertenecemos del todo. Si bien vivimos en una ciudad muy internacional, conservamos amigos latinos y colombianos, y somos conscientes de nuestra calidad de extranjeros y de nuestras raíces.

El BID me dio la oportunidad de descubrir el mundo en muchos sentidos. Tuve que aprender a interactuar con gente de diversas culturas. Pude trabajar de cerca con varios de los mejores economistas latinoamericanos (además de Ricardo, tuve de jefes a Guillermo Calvo y a Santiago Levy), y con colegas entrañables con quienes escribimos artículos y libros, como Alberto Chong, Arturo Galindo, Alejandro Gaviria, Hugo Ñopo, Carmen Pagés, Ugo Panizza, Carlos Scartascini, Ernesto Stein y muchos más. Tuve también los mejores asistentes de investigación que uno puede imaginar, incluyendo a colombianos actualmente muy conocidos como Felipe Barrera y Mauricio Olivera, y otros que llegarán a serlo, como Juan Camilo Chaparro y Johanna Fajardo.

El BID también me dio la oportunidad de conocer América Latina y otros lugares del mundo en viajes que siempre eran demasiado breves pero muy enriquecedores. Pero el sentido más importante en el que el BID amplió mis horizontes fue el académico: como tuve el privilegio (y el yugo) de coordinar más de media docena de informes sobre el desarrollo latinoamericano, me vi forzado a aprender sobre las más diversas áreas de la economía: crecimiento económico, economía laboral, distribución del ingreso, política fiscal, instituciones políticas, geografía económica e incluso economía de la felicidad.

Según entiendo hace ya varios años que usted se retiró del BID.

 Sí, en efecto. Al cabo de 16 años en el BID, decidí que era el momento de conquistar mi autonomía y dedicarme más a temas que me acercaran de nuevo a Colombia (el BID no veía con buenos ojos que yo opinara sobre las políticas del gobierno de turno). Desde 2012 he sido invitado por diversas entidades colombianas como asesor o consultor en temas de política cafetera, sistema pensional, desempleo femenino y generación de empleo.

En varios de estos temas me he beneficiado mucho de lo que aprendí durante una estadía de dos años (2014-2016) en el Centro de Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard, donde coordiné la preparación del Atlas de Complejidad Económica de Colombia (Datlas) por invitación de Ricardo Hausmann. Esa experiencia me permitió descubrir el enorme potencial de las teorías de la complejidad y las ventajas de trabajar con investigadores jóvenes de otras disciplinas, como Andrés Gómez-Liévano (físico) y Neave O’Clery (matemática).

Mi ponencia para recibirme como miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas (2017) versó precisamente sobre la aplicación del enfoque de la complejidad al análisis de asuntos laborales en las ciudades colombianas. Eso se basa en una teoría muy articulada en términos formales y muy potente para analizar cómo el empleo depende de las capacidades productivas diversas de los trabajadores de cada ciudad. También me enfoqué en ese tema en mi discurso como Presidente saliente de la Asociación Económica de América Latina y el Caribe (Lacea, 2017).

¿Cómo es su vida profesional en la actualidad?

Actualmente escribo cada mes sobre estos y otros temas en la revista Dinero. En 2018 me vinculé como investigador no residente de la Universidad Eafit, donde estoy a cargo de un proyecto sobre aspectos urbanos de la localización de la producción y el empleo. En paralelo, sigo trabajando en asuntos pensionales en Colombia y haciendo investigación sobre diversos temas laborales.

El proyecto que más satisfacción me ha dado recientemente ha sido la escritura del libro “Economía Esencial de Colombia” que le mencioné y que acaba de publicar Penguin Random House (abril, 2019). Como se trataba de llegarle al ciudadano común, el reto era encontrar un tono ameno y un nivel introductorio pero no elemental, sin caer en trivialidades ni en las simplificaciones huecas tan usuales en economía. Este proyecto me dio la oportunidad de poner en orden y profundizar mis conocimientos sobre el país. Muchos colegas y amigos me ayudaron con el enfoque y el contenido, y mi esposa fue la principal asesora editorial.

Mi carrera ha sido poco convencional y demasiado ecléctica, por lo que no creo que pueda servir de guía para las generaciones jóvenes de economistas, cuya formación es mucho mejor que la que yo tuve y cuya vida profesional requiere mayor especialización y continuidad temática de la que yo he tenido. Pero quizás hay algo que sí puedo sugerir y es no encerrarse en los estrechos moldes mentales de la profesión y de la especialidad de cada uno. Los economistas tenemos mucho que aprender unos de otros y, sobre todo, de otras disciplinas, desde la historia y la psicología hasta la física y la biología.

[Terminamos de almorzar trucha con verduras que Ana preparó. Ella está ahora con nosotros]

A estas alturas de su vida, ¿qué mirada le da a su existencia?

Creo que la forma como uno ve su vida depende mucho del sitio donde vive. Nosotros vivimos en un sitio donde están ocurriendo muchas cosas permanentemente [Bethesda, un suburbio cercano a Washington, DC]. Por ejemplo, Ana valora mucho la galería de arte, [la National Gallery de Washington], que tiene una de las colecciones de pintura más completas del mundo. A ambos nos gusta también ir a conciertos de música clásica. Cerca de donde vivimos abunda la vida cultural. Siempre se abren nuevas ventanas para apreciar un aspecto del mundo que uno ignoraba.

 ¿El mundo es más maravilloso de lo que inicialmente se percibía y se pensaba, o más cruel?

El mundo es mucho más rico si uno lo ve de forma desprevenida. Uno siempre va a encontrar cosas más interesantes si se fija en los detalles y se deja sorprender.

Ana: Eduardo es una persona muy curiosa. Cuando caminamos observa todo a su alrededor con avidez; eso le ha ayudado a percibir la realidad de una forma espontánea.

¿Siempre está en la búsqueda de algo?

 Me dejo sorprender, a pesar de haber estudiado en sitios que trataban de impedirlo.

 Ana: Creo que más que búsquedas, Eduardo tiene muchas preguntas.

¿Es un hombre pragmático?

Ana: Yo no diría eso, es un gran idealista y romántico. Le voy a leer cuál es su cita favorita, con la que empieza el libro de la Economía Esencial: “El verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Es una cita de Marcel Proust, uno de los escritores que más admiro y que Eduardo no ha terminado de leer por andar absorto en esos temas tan aburridos.

Por Isabel López Giraldo

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