El Magazín Cultural

El abandono (En primera persona)

No es que tenga algo en contra del día, despierta me conozco a medias, siempre mi mente expuesta al ruido, el paso acelerado, las tiendas abiertas de las cinco y cuarenta de la mañana, están trapeando el piso, huele a desinfectante:

María Paunks @paunks
16 de julio de 2019 - 01:54 a. m.
María Acosta
María Acosta

-“Hola vecina ¿cómo amanece?, ¿ya va para el trabajo?” una y otra vez.

La sociedad y sus ruinas.

No es que tenga algo en contra del día, es que la noche me conoce muy bien, pues también la conozco a ella: abrimos paso a la posibilidad del silencio, pero también al sonido, como el chorro que cae sobre la copa, el lapicero que no pierdo para escribir con esta letra, el escucharme respirar si me doy esa oportunidad. Estoy acá en mi cama y el insomnio llega y se acomoda plácidamente ante los pensamientos que no he podido hablar con los demás, que están ahí para que poco a poco vayan buscando la forma de ser un algo, un alguien, un por qué. Hay que tener paciencia, la noche no llega gratis.

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Me he quedado dormida después de escribir un par de palabras, de que la lluvia me había venido a visitar pero no me mojó, de que por supuesto sigo con esos pensamientos recónditos que me devoraron aquel día y que necesitaba escribirlo. En la mañana mi madre me llamó para preguntarme sobre por qué tenía que escribir cosas tristes, que si me faltaba un brazo, un ojo, o algo para que me lamentara de semejante manera, me dijo por supuesto, que cambiara mi forma de escribir, y que los cucos sucios se lavaban en casa, yo le dije que estaba tranquila y que no se preocupara, que incluso un profesor me había llamado a decirme lo maravilloso que le habían parecido mis palabras, pero mi mamá lo sabe todo, sabe que estuve triste, nos despedimos, colgué y pasé saliva.

Yo, sin embargo sigo escribiendo lo que siento, lo que pasa es que nos hemos imaginado a través de la pantalla, nos imaginamos la posibilidad y no las posibilidades, los anhelos no hechos, los actos de amor no vividos, el beso que damos con tapabocas, la caricia que damos con guantes, las palabras que escribimos pero no escuchamos.

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Todo sucedió con la esperanza de comprender y ser comprendida, sobre esa mesa amarilla y la lámpara que nos apuntaba de manera cenital y nos pronunciaba las ojeras.  Estábamos allí, de un alguien a usted, aunque nunca se sepa quién es usted. Estábamos uno en frente del otro, ante la vigilancia de la voz, de los gestos, de sus manos. Lo que pasó fue que de cada frase pronunciada me desnudaba de una manera incómoda, pero no desgarradora, como una punzada en seco, directo al pecho sin dolor tendida sobre el suelo. Y aunque advertida estuve de lo que me estaba enfrentando, hice caso omiso a esas advertencias que me dictó la intuición y lo que hice fue acelerar para observar otra historia, otra vida, su vida, la mía.

Esa noche no estaba lloviendo y cómo me hubiera encantado que lloviera, para tener un motivo de salir caminando y mojarme toda, disimulando así las lágrimas que habían tomado refugio en mi garganta, pasaba saliva, me estaba tragando mis lágrimas.

Estaba haciendo frío, mis manos comenzarían a entiesarse, como si se camuflaran ante la voz y el no querer estar expuestas, mi hipoacusia se agudizó aún más, noté que mi emoción se elevó, mis mejillas estaban calientes, sabía que estaba sonrojada.

-“No lo sé”, fueron mis palabras, “no lo sé…”

Lo que si sabía era que mi conciencia la había dejado colgada en el armario, allí donde también cuelgo mis insomnios acumulados, pues del afán olvidé colocármela. Y tras las horas pasadas, la boca seca, los gestos, el olor a cena fría, yo seguía escuchándolo o simulando que lo escuchaba: estábamos ante esa grandeza de la imposibilidad del futuro, ninguno de los dos había querido frenar, aceleré al entrar en un terreno desconocido, aceleró al verse expuesto, aceleré con la intuición de escuchar, aceleró con la seguridad de su desahogo, frase por frase, una tras otra quizás para darnos cuenta de que estábamos postergando el acto del abandono.

En la madrugada nos despedimos, se dio por terminada la conversación, la indagatoria, la desnudez insólita para después abrazarme fuertemente, no sé con qué intención, hay vida cuando hay curiosidad en saber qué hay del otro lado ya después de haber estado herida. Lo inevitable fue haber depositado en el abrazo esa ilusiones joviales por las que atravesó mamá y abuela también.

Uno no termina, uno abandona.

Así fue como nos abandonamos.

Mamá, no estoy triste, simplemente había dejado colgada mi conciencia en el armario, allí mismo donde guardo mis penas. Soy tan despistada. Lo siento.

Por María Paunks @paunks

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