El Magazín Cultural
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El arte de saber echar el cuento

No repetir a los antiguos, no temerle al cruce de voces; escapar de las florituras y de la linealidad...

Nelson Fredy Padilla
23 de marzo de 2013 - 09:00 p. m.

... entender la literatura como el desplazamiento del acto de escribir por zonas nada propicias para el acto de escribir; tener valentía para subvertir la realidad cotidiana; mezclar realidad e irrealidad convulsivamente; darle poder a la inconsciencia y a la visión alucinante; buscar los límites de la estética y las escalas del asombro; asumir la creación como un grafiti resuelto y abierto por un niño loco. Sentencias literarias del escritor chileno Roberto Bolaño que cobran vigencia con la próxima celebración de los 60 años de su natalicio (28 de abril) y los diez de su prematura muerte (15 de julio). Hora de volver sobre sus inquietantes relatos recopilados por Anagrama bajo el título Cuentos. 

En Entre paréntesis, de ese mismo sello editorial, están sus “Consejos sobre el arte de escribir cuentos”, por qué se debe leer a Chéjov y a Raymond Carver: “Uno de los dos es el mejor cuentista… Aunque con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”. Todo esto lo tenemos a la mano en las librerías colombianas: las antologías del ruso en un volumen del sello Debolsillo; los cuentos originales del norteamericano recopilados por Anagrama en Principiantes; Poe en decenas de ediciones.

Siguiendo los consejos de Bolaño, luego hay que acercarse a los latinoamericanos: los argentinos Borges, Cortázar y Bioy Casares; los uruguayos Horacio Quiroga y Felisberto Hernández; los mexicanos Rulfo y Monterroso (nacionalizado). Una vez se tengan esos puntos de referencia se puede valorar mejor el cuento colombiano, partiendo de la tradición de García Márquez, Germán Espinosa, Álvaro Mutis y muchos etcéteras hasta llegar al innovador sentido metafórico y simbólico de Julio Paredes (ver recomendaciones). La sugerencia más reciente es El secreto de Alicia (Seix Barral), el sexto libro de cuentos del escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, lanzado el jueves en la biblioteca del Gimnasio Moderno. Lo presentó la escritora Piedad Bonnett y creo que cumple a cabalidad con lo que ella reclama de sus alumnos: “Poner el ojo donde los demás no lo hacen”. La mirada, el distanciamiento, el acto de descubrimiento, heredados de clásicos como la recordada Flannery O’Connor. 

Son 13 cuentos repartidos en Del infierno, Del cielo y De la tierra, caracterizados por un dominio de la técnica narrativa y una retadora construcción de atmósferas a partir de enumeraciones y reiteraciones que acumulan significación.

No se trata de un libro clásico de relatos como Lo Amador, reeditado ahora por Planeta con destino a las escuelas en la colección Remasterizados, donde las historias de barrio de Cartagena mostraron a un Burgos experimentando con la puntuación y con una coral de voces de personajes populares, marginados, enfrentados a la vida a pesar de la falta de oportunidades. Tampoco es la visión urbana y opresiva de las grandes ciudades como Bogotá, capturada en Una siempre en la misma (Seix Barral). Esta vez se trata de “una colección de reminiscencias, de reflexiones profundas”, como bien lo definió desde París el escritor Julio Olaciregui, quien acaba de ganar el Concurso Nacional de Cuento  La Cueva con La piel de Mabina. “Un testimonio de época”, dice Seix Barral. “Trato de dialogar con mi tiempo”, dice el autor. De acuerdo. Basta leer El otro que nos habita y El hombre que perdió el norte.

El secreto de Alicia —título de uno de los cuentos en el que se confronta la existencia humana en un viaje al mundo del cine y a la vida de una familia que se prepara para la muerte del abuelo— es consecuente con los postulados de Burgos como escritor: “Explorar los enigmas de la sociedad”, “indagar los vacíos de la vida interior y preguntarse con quién lo dialogo”, “salir a perseguir a la incertidumbre en busca de verosimilitud”, “la aventura de ir más allá de lo que se sabe y lo que no se ha dicho”, “huir del artificio, del lugar común” y “trasladarle la aventura al lector”.

Sin embargo, esta vez no obedece al juego contra el tiempo, al vértigo, a ganar la pelea por nocaut como le reclama Cortázar al cuentista. Aquí no manda la acción, sino el sosiego descriptivo mientras la procesión va por dentro, “la transformación” de la historia y de los personajes, tan vital para Piedad Bonnett. Bien dijo Olaciregui: no es la economía del lenguaje, el minimalismo de Carver. Sí acude a su espíritu en ese permanente conflicto entre lo espiritual y lo material. A la teoría del iceberg de Hemingway (patentada en Los asesinos) para callar lo que se debe. También a la pretensión de crear un universo en un solo cuento como El nuncio, goce literario en siete tiempos en los que Marina Gamba y el señor Lan hacen recordar el Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Borges, se apoyan en Dante, Chateaubriand y Nabokov, incluso en Galileo Galilei para intrigar con “el hilo secreto entre la ciencia y la literatura”.

La prosa de Burgos Cantor ratifica la eterna vecindad del cuento con la poesía, aquí con Hölderlin, por ejemplo, por la sensibilidad, la precisión del lenguaje, las palabras dispuestas como piezas de relojería para cumplir con su fórmula de singularidad e intensidad hasta los finales abiertos a la interpretación del lector. En Fosas comunes muestra su talento para elaborar monólogos y construir voces femeninas, esta vez una mujer a quien la guerra le arrebató a su pareja. Hay otra que se mira al espejo y no cesa de acomodarse el pelo en un aeropuerto, aquellas que recorren Roma confrontando la historia con la actualidad, en busca del dedo de un santo. Lo masculino visto desde la historia de un palenquero que en la vida real grabó una película con Marlon Brando, con una mirada irreverente a los próceres de la Independencia, a un adicto a las drogas y al juego, a la ascensión sobrenatural de un novicio. Casi todos personajes perseguidos por el dolor, con sus cicatrices a la vista, los sin voz, los ninguneados diría Eduardo Galeano. 

Es la forma de ver el mundo la que hace que la poética de un autor sea auténtica y Burgos ya tiene otro cuento en mente: dice que nunca había visto una sonrisa más bella y enigmática que la de una mujer que, en medio del tráfico bogotano, acababa de bajarse de una motocicleta y quitarse el casco. 

Por Nelson Fredy Padilla

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