El Magazín Cultural

El cervatillo (Cuentos de sábado en la tarde)

Elsa se descubrió pensando en lo que estaba haciendo en aquella casa grande de bahareque.

Tatiana Peláez Vanegas
29 de junio de 2019 - 10:53 p. m.
Cortesía
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Le parecía que ya había estado en ese lugar: el piso rojo escarlata con ramitas de cemento que se colaban en la superficie, las claraboyas en la parte superior de cada habitación que permitían que la luz entrara en la casa, el cuadro de la última cena recostado sobre el bifé de madera, y el árbol gordo y grande en la mitad del patio, que tenía el tronco más fuerte y las hojas más gruesas que el árbol que daba la bienvenida al lugar, le generaban la sensación de seguridad. 

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Contempló el árbol del patio y se maravilló porque sus hojas parían la brisa y también unas pepitas verdes, ácidas y deliciosas. La mujer que la invitó a seguir a la casa, que ella suponía era la dueña, le ofreció unas cuantas y le advirtió que tuviera cuidado al comerlas porque esa fruta podía manchar la ropa. “¿Cómo podía manchar la ropa, si por dentro la fruta no tiene un color fuerte?” quiso preguntarle, pero sintió pudor. Si la mujer le advirtió, era obvio que esa fruta manchaba la ropa ¿Por qué no era obvio para ella? 

Cuando terminó de comer las bolitas pegajosas se limpió las manos en el pantalón y comprobó que no se había manchado. Yolanda solo la estaba asustando. Se puso de mal genio. ¿Qué estaba haciendo en aquella casa? Se aburría. Sobre uno de los parlantes del equipo de sonido, vio una artesanía de porcelanicrón con dos viejos cogidos de la mano y un arco de flores que los abrazaba. La figura tenía una leyenda que decía: “Felices bodas de oro”. ¿Cómo haría la gente para durar tanto tiempo casada? 

Elsa dio una vuelta alrededor del parlante para observar mejor la figura, pero sintió sueño y decidió sentarse en la única silla que tenía la sala: una mecedora desgastada, tejida con una especie de cables rojos y azules. El vaivén de la silla, el canto de las cigarras y los pájaros y la brisa que venía del mamoncillo la arrullaron; sus párpados cedieron. Vio a un venado, su animal favorito, en un prado. Al principio estaba sano y saltaba de un lado a otro; luego, apareció tendido sobre la hierba, malherido, ensangrentado y con la carne expuesta. Aparecieron varios buitres. Los pudo ver de cerca y le parecieron unas aves majestuosas y miserables. Miserables porque se acercaron al venado agonizante y empezaron a desgarrar su piel, sus músculos, todos sus tejidos. Esperaron a que estuviera indefenso, y no pelearon contra él; no, se estaban aprovechando. Una de las aves le picó los ojos varias veces. Elsa quiso gritar, llorar y matar a los buitres para que dejaran en paz al venado. 

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Eduardo la sacó de esa agonía y le dijo que se recostara en la litera que estaba en el cuarto principal, porque allí descansaría mucho mejor que en aquella mecedora vieja. Elsa se alegró tanto al verlo. Le hizo caso, pero antes de entrar al cuarto le preguntó si le había traído dulces de coco, de mango o de guandul de ese lugar cálido y con playa del que él venía. Eduardo negó con la cabeza y le hizo una promesa: que, en vez de traerle los dulces, la llevaría hacia ellos.

Se acostó sobre la cama y antes de quedarse dormida vio una bolsa de plástico grueso colgando de una puntilla en una de las paredes. Dentro de la bolsa había una muñeca, la muñeca más linda que Elsa había visto: fina, con una melena que parecía natural, vestida de fiesta y con unos zapatos de charol miniatura. Pensó en pedirla para navidad. De pronto  Yolanda entró en la habitación. 

—Esa muñeca la compraron en Venezuela, cuando estuvieron viviendo un tiempo allá— dijo, mientras movía el ventilador para dirigir el viento hacia Elsa. 

—¿Estás cómoda? — le preguntó y ya no obtuvo respuesta, a Elsa ya la había atrapado el sueño. 

Otra vez el venado, el prado y… notó algo nuevo: la ausencia de los buitres. Se acercó a la masa de carne, piel y sangre; ahuyentó un par de moscas y con su mano tocó la nariz del venado. Ahogó el grito. El pobre animal seguía respirando. En las manos de Elsa aparecieron hojas y tierra que por instinto empezó a poner en las heridas del venado, segura de que aliviaría su sufrimiento. El venado como pudo movió la cabeza y ella lo acarició con suavidad.  

—Eres un animal precioso— le susurró, mientras secaba las lágrimas de las mejillas. Atisbó a los buitres. 

—¡No, no, no!— gritó asustada. 

La despertó el ruido que hacían los trastes en el cuarto de san alejo. Se levantó y caminó descalza hacia la cocina, porque para entrar al cuarto de chécheres tenía que atravesar primero ese cuarto de la casa. Antes de averiguar qué pasaba, en la puerta de san alejo escuchó las voces de la mujer que la invitó a seguir a la casa y la de un hombre.

 —Se alegró mucho al verme, Yolanda.

 —Sí, de eso me di cuenta.

¡Yolanda, claro! así se llama la mujer que la invitó a entrar y el hombre que la acompaña es Eduardo. Elsa se reclamó por no recordar los nombres. Alcanzó a levantar el pie izquierdo para irrumpir en el lugar, cuando Eduardo volvió a hablar:

 —Le prometí que la llevaría a Cartagena.

 —Oí que le preguntó por los dulces. ¡Qué vaina! Esta mañana se comió tres: el mío, el de Laura y el de Lenar.

¡Qué mentirosa era Yolanda! Esa mañana… Esa mañana Elsa ya no recordaba lo que había comido en el día, pero si hubiera probado los dulces, con seguridad no lo habría olvidado. Sintió rabia y decidió entrar de una vez por todas al cuarto para decirle a Yolanda y a Eduardo que quería irse para su casa. También quería decirle a la mujer lo atrevida que era por acusarla del robo de unos dulces.

Al entrar le dijo entre remilgos a Yolanda que por favor la llevara a su casa porque ya extrañaba a su mamá y se estaba sintiendo incómoda. Eduardo la tomó de la mano y le preguntó si recordaba lo que estaba haciendo en la casa. Ya Elsa lo había olvidado por completo. Sintió que la confusión la invadía. 

 —Vea, Eduardo, ¡Por fin!, lo encontré — gritó Yolanda.

En ese momento, Elsa vio el álbum que había recogido la mujer de las cajas apiladas de cartón y se sentó a su lado para mirar las fotos: vio a una mujer, muy parecida a su madre y a ella, junto a un hombre, cuya imagen la hizo sentirse nerviosa. Pensó que era muy guapo, aunque muy viejo para ella. De repente se sobresaltó con una foto: Estaba el hombre guapo junto a ¿su madre? Estaba segura de que era su madre. Tanto la mujer como el hombre estaban vestidos con trajes color lila y había un arco de flores encima de ellos. ¡La artesanía! Era la pareja sobre el parlante ¿Cómo no reconoció a su propia madre en la figura? Sacó la foto del plástico que la protegía y le dio la vuelta. La foto tenía la siguiente descripción: “Celebración bodas de oro de Luis y Elsa/ sept 19 del 2000”.

 Miró la foto de nuevo y se dio cuenta de que la mujer de la foto y de la figura no era su madre, sino ella. Recordó que Yolanda y Eduardo eran dos los cuatro hijos que había tenido con Luis, el hombre guapo que la ponía nerviosa; la mujer era la segunda hija y el hombre, el único hombre que parió, era el menor. ¡Claro!, estaban en la casa porque Luis se había muerto y la había dejado sola, convirtiéndola en un estorbo para los demás. Se sintió bruta y confundida por recordar hasta ese momento. Como consecuencia de ese par de nefastas sensaciones vino el llanto. Yolanda y Eduardo la abrazaron y, por un momento, le pareció que lloraban junto a ella. Salió del cuarto en silencio, arrastrando los pies.

—Yolanda, hace unas noches soñé que mamá era un cervatillo.

—¿De verdad? —Hubo unos segundos de silencio entre los dos .

— Eduardo, para allá vamos nosotros también. ¡La vejez es muy berraca!

—Pero más la de mamá. Yoli, las garras de esa enfermedad son letales. Leí por ahí que su cerebro se va haciendo más pequeño. La enfermedad se lo va tragando, al tiempo que la consume a ella. Es cruel y miserable porque espera a que la persona ya esté vieja, indefensa y no pueda pelear. No hay nada qué hacer, no hay una cura. Mientras tanto, mamá está ahí, moribunda, esperando a que esa ave de rapiña no deje nada de su ser, no deje nada de la mujer que fue María Elsa ¿Que todavía es? 

Elsa se descubrió preguntándose hacia dónde caminaba descalza en esa casa grande de bahareque ¿Ya había estado en ese lugar?, ¿por qué le parecía tan familiar? Se detuvo frente a uno de los parlantes del equipo de sonido sobre el que reposaba la figura de una pareja “Felices bodas de oro” leyó. Vio salir de la cocina a una mujer y a un hombre desconocidos, ¿Serían los dueños de la casa?

Por Tatiana Peláez Vanegas

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