El Magazín Cultural
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El cuento es noticia en la feria del libro

Publicamos un relato del escritor Carlos Franco, ganador del Premio Nacional de Literatura 2012 convocado por el Ministerio de Cultura. Hace parte de su libro ‘Cazando luciérnagas’, de Ediciones B.

Carlos Franco*
30 de abril de 2013 - 09:07 p. m.
El cuento es noticia en la feria del libro

CAZANDO LUCIÉRNAGAS

Era una carretera en construcción en medio de la nada. Alrededor sólo había arena, monte y las máquinas que yo estaba encargado de cuidar por las noches. ¿Cómo había llegado hasta ahí si no hay nada en varios kilómetros a la redonda? Viéndose perdida, ¿habría seguido la estela de luz del reflector que alumbraba el campamento?

Durante varios minutos permaneció sentada a unos metros de distancia, examinándome, hasta que me arrodillé y extendí mi mano en gesto de amistad y ella, venciendo su timidez, se fue acercando lentamente. Cuando por fin acaricié su lomo, empezó a batir su cola manchada en señal de aprobación.
Le di un poco de agua y lo que había sobrado de mi comida y esperé a ver si tal vez sus dueños venían a buscarla, pero pasaron tres días y nadie apareció. Entonces la llamé Raquel.

Durante el día, cuando los obreros estaban trabajando en la vía y yo tenía permiso para irme a descansar, dejaba a Raquel donde nadie la fuera a descubrir, amarrada al tronco de un palo de mango monte adentro, con un balde de agua a su lado.

Cuando volvía en la tarde ella me recibía dando brincos de la emoción y batiendo la cola cariñosamente.

Al final de la jornada, cuando todos los obreros se habían ido, yo la soltaba y ella se dedicaba a merodear por los alrededores. Luego se acostaba jadeante a mis pies mientras yo dormitaba en el butaco de madera, recargado contra el rodillo de la aplanadora. Era época de brisas y Raquel alzaba su nariz al cielo para olfatear el viento.

A media noche yo sacaba el portacomidas y compartíamos lo que mi mujer me hubiera preparado para ese día. A ella no le conté nada. En la situación de escasez en la que vivíamos consideraría imperdonable que estuviera alimentando a un animal que ni siquiera era nuestro. Además, nunca le habían gustado los perros porque una vez siendo niña uno la había atacado.

Una noche me despertaron los ladridos lejanos de Raquel. Me levanté de la silla y no la pude ver. Agarré la escopeta y me adentré en el monte siguiendo el sonido. Cuando finalmente la encontré, bajé mi escopeta y no pude más que sonreírme: en medio de la inmensidad del monte, Raquel corría de aquí para allá tratando de atrapar luciérnagas. Enfurecida por no poder hacerlo, les ladraba. Recordé que cuando era niño me pasaba horas corriendo detrás de ellas, mientras mi padre me gritaba que no me diera por vencido hasta que atrapara una para él. Mi madre, a quien el juego le parecía una cruel tontería, me obligaba a entrar a la casa porque era hora de comer y yo, frustrado y cansado, juraba que al día siguiente capturaría una de esas lucecitas y se la regalaría a mi viejo.
—Corre Raquel, corre y tráeme una —le grité, y la perra empezó a brincar con todas sus fuerzas. Cada vez que fallaba, me miraba. En ese momento, decidí que Raquel debía quedarse conmigo para siempre.

Sin embargo, ese no fue el único descubrimiento que hice de mi nueva amiga. Unos días más tarde, al ver sus tetas crecidas, me di cuenta de que estaba embarazada. No conocía nada de razas ni de perros, pero estaba seguro de que Raquel no era una chandosa de la calle y sabía que sus cachorros podían costar mucho dinero.

Al día siguiente fui a la veterinaria del barrio para ofrecerle al médico la mitad de las ganancias de los cachorros, a cambio de su ayuda con el parto y las vacunas, pero desistí al ver el aviso de “se busca” pegado al vidrio de la puerta con la foto de Raquel. En realidad se llamaba Reina. No era difícil reconocerla por sus orejas caídas, la cola enroscada y su mirada melancólica. Sus amos estaban ofreciendo doscientos mil pesos de recompensa, cifra que me pareció ridícula tratándose de un animal tan fino y dócil. Cerciorándome de que nadie me viera, arranqué el aviso del vidrio, lo arrugué, y lo guardé en mi mochila. Me monté en mi bicicleta y me alejé pedaleando. 

Empecé a comer menos para darle más a Raquel y mientras yo perdía kilos ella engordaba y parecía estar sana y vital.

Sin embargo, como los días pasaban y aún no tenía ni idea de cómo iba a atender el parto, volví a la veterinaria y dije ser un cuidandero de una finca apartada de la ciudad que tenía una perra próxima a parir. El veterinario, un hombre amable y servicial, hizo su mejor esfuerzo para explicarme cómo atender el parto. Apunté en mi libretica todas y cada una de las indicaciones.
Como estaba sin un peso, pasé por la empresa de seguridad y le pedí veinte mil pesos prestados a un compañero mío para comprar unas tijeras y la botella de alcohol.

Esa noche, con sobrantes de cartón de la obra, hice una caja que serviría de cama y casa para los futuros cachorros durante su primer mes de vida antes de ser entregados a sus nuevos dueños.
A partir de ese día sólo iba a casa para bañarme, cambiarme y recoger la comida que me preparaba mi mujer. A ella le dije que como un compañero se había enfermado, yo me había ofrecido a trabajar horas extra durante unos días y que con ese dinero nos pondríamos al día en la tienda y compraríamos los uniformes de los niños.

Una noche la perra comenzó a gemir. Aún aturdido por el sueño, prendí la linterna y corrí a buscarla entre los matorrales. La encontré acostada con la cabeza del primer cachorro asomándose por su vulva dilatada. Tratando de conservar la calma, corrí de vuelta por las tijeras y el alcohol. Cuando volví, el primer cachorro estaba prácticamente afuera, así que lavé las tijeras, corté el cordón umbilical, tomé el pequeño animal con la mayor suavidad posible y lo acomodé en la caja de cartón. Al primero le siguieron los demás, y el quinto y último nació a las cinco de la mañana cuando ya empezaban a despuntar los primeros rayos de sol. No supe cómo, pero lo había logrado. 

Apenas tuvo fuerzas suficientes, Raquel se levantó del piso, se acercó a los cachorros y, después de comerse la placenta que los envolvía, tal como me lo había descrito el veterinario, se dedicó con mucho esmero a bañarlos y limpiarlos con su lengua. Mientras tanto, yo contemplaba la escena tratando de recordar la última vez que había sentido una emoción semejante.
Aunque sabía que era prematuro, ese mismo día, antes de ir a casa, me detuve en la veterinaria para pegar un aviso en el vidrio, poniendo en venta los cachorros. Al día siguiente recibí más de diez llamadas de interesados. Pedí trescientos mil pesos por cada cachorro y terminé negociándolos en doscientos cincuenta. Apunté en mi libretica los nombres, teléfonos y direcciones de cada uno de los compradores, comprometiéndome a entregarles en su casa a los perritos una vez se hubiera terminado el período de lactancia.

Esa noche vi cómo Raquel amamantaba pacientemente a los cachorros, quienes aún con los ojos cerrados luchaban por alcanzar sus pezones. De los cinco había uno que no tenía la suficiente fuerza para llegar hasta el pecho de su madre y tuve que ayudarlo para que pudiera alimentarse a la par con sus hermanos. Luego me senté a ver las estrellas y pensé en las cosas que iba a poder hacer con todo ese dinero.

Al día siguiente, al volver a casa, mi alegría se esfumó cuando me enteré de que el tendero nos había cancelado el crédito. Le dije a mi mujer que se calmara y fui a la tienda a hablar con él, pero el viejo, testarudo como una mula, me dijo que hasta que no le pagáramos por lo menos la mitad de la deuda, no nos fiaría ni un centavo más. En mi esfuerzo por convencerlo le conté todo acerca de la perra y los cachorros, pero el viejo pensó que eran inventos míos para engañarlo.

—Viejo marica ese… —dije para mí mismo, mientras esperaba a que mi mujer terminara de cocinarme unos espaguetis.

—¿Le dijiste lo de las horas extras? —me preguntó ella.

No le respondí. Ella sirvió la pasta en el portacomidas y me lo entregó.

—Todo va a salir bien —le dije y me fui.

El apetito de Raquel era voraz y a pesar de que le daba todo lo que mi mujer me cocinaba, la perra seguía con hambre.
Unos días después, al volver de casa, encontré a los cachorros gimiendo. Raquel estaba acostada y los perritos chupaban sus pezones, pero de éstos ya no salía leche. Después de un rato, Raquel se levantó adolorida. La acosté a la fuerza pero cada vez que los cachorros se acercaban a ella, la perra saltaba arisca. Por último, la amarré a un palo para forzarla a permanecer junto a sus hijos, a la espera de que los alimentara pero las horas pasaron y, a pesar de que los cachorros no paraban de chillar, Raquel no quiso hacer nada.
A la mañana siguiente encontré que uno de los cachorros había muerto. Así, de la misma forma en que habían nacido, uno a uno fueron muriendo los demás.
Dos noches después cayó una tormenta y, en medio de la lluvia y los truenos, cavé un hoyo en la tierra y enterré a los cinco cachorros. Mientras tanto, enfrascada en una lucha a muerte contra los relámpagos, Raquel les ladraba y gruñía al cielo.

Al día siguiente me despertó un rayo de sol. Me levanté alarmado por la hora, pero luego recordé que era domingo y que nadie vendría a trabajar. Vi a Raquel acostada a mi lado, así que la halé de la cuerda y la amarré nuevamente al palo. Miré al cielo y lo vi completamente azul. Sabía lo que tenía que hacer pero no era capaz, así que decidí dejarlo a la suerte: si a lo largo de la mañana aparecía una sola nube, así fuera chiquita o casi imperceptible, me quedaría con la perra. De lo contrario, la entregaría a sus dueños y cobraría la recompensa. La mañana pasó y no pude ver una sola nube, así que decidí extender la apuesta hasta el atardecer. La tarde transcurrió y el cielo permaneció inmaculado. Raquel, que no entendía mi comportamiento, comenzó a ladrar para llamar mi atención.

—¡Cállate, carajo! —le ordené, pero ella siguió ladrando.

Escarbé en mi mochila hasta encontrar el arrugado papel de la recompensa. Saqué mi celular y marqué el número que aparecía en él. Por la forma de hablar de la señora que me contestó, confirmé mi sospecha de que se trataba de gente con dinero. Tan pronto le expliqué el motivo de mi llamada, ella llamó a su marido, quien pasó al teléfono para hacerse cargo de la situación.

—¿Usted tiene a la perra? —me preguntó con voz autoritaria.

—Sí, pero doscientos es muy poco por ella. Quiero cuatrocientos mil —dije sin rodeos.

—Está bien —dijo el hombre, después de pensarlo unos segundos. Luego me dijo que trajera la perra hasta su casa, pero le respondí que no podía dejar mi puesto tirado y que si querían a la perra de vuelta, tendrían que venir por ella. El hombre se tornó aún más incómodo cuando le dije que el lugar era una carretera en construcción en medio de la nada.

—¿Cómo sé que usted me está diciendo la verdad? —me preguntó.
—Tiene la cola manchada —dije.

—Está bien —dijo el hombre resignado—. En una hora estaremos allá.

Me senté a esperar. Eran la seis de la tarde y la luz del día se estaba desvaneciendo. Raquel no paraba de ladrarme para que la soltara. Haciendo lo posible por ignorarla, saqué mi libretica y el lápiz y me puse a sacar cuentas de cómo iba a distribuir los cuatrocientos mil pesos, pero la punta del lápiz se me partió. Pronto se oscureció y las primeras luciérnagas fueron haciendo su aparición. Raquel halaba tan duro la cuerda que se estaba asfixiando. No pude contenerme más y comencé a llorar como un niño. La perra, que por un momento pareció entender la gravedad de la situación, se me acercó y empezó a lamerme la cara.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le dije. Luego, movido por un impulso irracional, la solté y halándola por la cuerda, corrí con ella monte adentro como si alguien nos persiguiera para matarnos.

Ya había anochecido cuando vi las luces de una camioneta acercándose. Prendí mi linterna y salí al camino de tierra para hacerles señas. La camioneta se detuvo y se bajó un hombre que por su vestimenta y arrogancia parecía ser el dueño, seguido de su chofer, un escolta de la policía.

—¿Usted fue el que llamó?
—Sí señor.
—¿Y la perra? —preguntó el hombre impaciente.
—La perra ya no está, señor.
—¿Cómo así? —preguntó enfureciendo.
—Traté de retenerla pero me mordió y se fue —le dije.
—¿Y por qué no la siguió, pendejo?
—No podía dejar esto abandonado —dije, señalándole la maquinaria alrededor—. Este es mi trabajo.
El hombre miró a su alrededor con ira contenida.
—¿Y por dónde se fue la perra? —preguntó el policía tratando de ser útil.
—No sé. La vi yéndose derechito por la carretera.
—Este era su trabajo. Yo me voy a encargar personalmente de que lo pierda —dijo el hombre iracundo y se montó en la camioneta. El policía lo siguió, dieron la media vuelta y arrancaron dejándome envuelto en una nube de polvo.

 

Esperé a no ver más las luces y me adentré en el monte. Anduve perdido por más de una hora, hasta que escuché a lo lejos los ladridos de Raquel. Me extrañó sentir tanta alegría y paz; tenía deudas, una familia que alimentar y acaba de perder mi trabajo. Sin embargo, nada de esto parecía importar. Con la ayuda de mi linterna, la encontré en el lugar donde la había dejado amarrada. Tan pronto como pude, la solté y emprendí el camino de vuelta al campamento. Ella me siguió cazando luciérnagas en medio de la oscuridad.
 

Por Carlos Franco*

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