El Magazín Cultural
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El entrañable personaje del videojuego

Shigeru Miyamoto acaba de ganar el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Santiago La Rotta
23 de mayo de 2012 - 10:01 p. m.

En sus comienzos, los videojuegos eran productos entregados al entretenimiento, pero con un problema: eran aburridos. Hacia los años ochenta, la incipiente industria descansaba en una serie de experimentos que, aunque exitosos en cierto nivel, no eran del todo revolucionarios. La “industria” como tal era la suma de un puñado de pioneros que habían diseñado un vehículo para la diversión que rápidamente se quedaba sin combustible.


Hacia finales de los años setenta Nintendo, antes un fabricante de juguetes, entre otras cosas, daba sus primeros pasos en el mundo del videojuego. Pasos frágiles, eso sí. Luego de ordenar varios miles de unidades de un nuevo producto, la compañía se dio cuenta de que la unidad de prueba se hundía prontamente en el fracaso ante el desdén de los usuarios, que no encontraban en la experiencia de juego más que unos cortos minutos de entretenimiento. Era una brisa de diversión, no un huracán.


Claro, las barreras técnicas eran enormes, pues el videojuego crecía de la mano con la computación: la aplicación antes que la plataforma. Pero, más allá de los límites de la tecnología, las posibilidades del silicio, el umbral que faltaba por cruzar era el de la narración. El videojuego debía contar una historia a través de personajes que lograran sentar al usuario durante horas y así arrancarle odios y amores y lágrimas y frustraciones que gritaría contra una pantalla y un par de pixeles.


Guiado por un impulso desconocido, y ante la inminencia del fracaso, Hiroshi Yamauchi, entonces una de las cabezas de Nintendo, decidió entregarle el nuevo proyecto no a un ingeniero o un programador, sino a un artista.


Para 1981, Shigeru Miyamoto, junto con tres personas más, había creado Donkey Kong, y en él introdujo a Mario (que se llamó simplemente así hasta una segunda entrega del personaje en Super Mario Bros). “No quería que fuera una figura genial o apuesta, como Supermán, porque los personajes de los videojuegos tienen que caber en una pequeña pantalla y esto hace que su diseño sea más simple”, dijo Miyamoto cuando le preguntaron por qué Mario era gordo, bajito y narizón.


Por primera vez un videojuego era más que líneas, puntos o triángulos interactuando bajo el mando de un usuario. Acá había una historia (rescatar a una princesa contra la voluntad de un gorila) y un personaje que utilizaba gorra, porque dibujar pelo con pocos pixeles era imposible, y cuyo bigote reemplazaba a la boca por las mismas razones. Fue un éxito inmediato y lo fue aún más cuando reapareció en Super Mario Bros, en la consola Nintendo Entertainment System (la caja gris que todos conocieron simplemente como “un Nintendo”).


“Con seis años, Mario me impresionó por tener más de un solo nivel. Fue el primero en poner sobre la mesa el concepto de varias etapas. Ése fue un gran avance, porque alargaba la experiencia de juego”, cuenta Carlos Gómez, fundador de Mpg Live, un portal colombiano de juego en línea. “Fue el trabajo de Miyamoto lo que revitalizó la industria. De no haber tenido una historia, los videojuegos podrían haber muerto”, asegura Heather Chaplin, coautora del libro Smartbomb, que retrata los comienzos de la era de esta industria multimillonaria.


Miyamoto no era un programador de oficio. Se dice que incluso llegó a querer ser titiritero. Su afán era expresarse y, en cierta medida, revivir la sensación de asombro que lo acompañó en sus primeros años a medida que descubría el mundo. Esta intención sería la que guió sus pasos hacia la creación de The Legend of Zelda, un juego de rol con el cual varias generaciones de jugadores empezaron a llorar con el control en la mano.


Miyamoto no sólo prendió la llama de una industria millonaria, sino que creó algunos de los personajes más entrañables de la cultura popular. Se estima que Mario es hoy más reconocible que Mickey Mouse, por ejemplo. A través de la narración, Miyamoto logró que un artefacto tecnológico se convirtiera en una pieza fundamental en la infancia, e incluso la adultez, de millones de personas.

Por Santiago La Rotta

 

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