El Magazín Cultural
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El fin del mundo

Desde la cama maltrecha, ella, desnuda y con un cigarrillo pendiendo de su boca, pensaba en el juicio final.

Isabella Portilla
09 de agosto de 2015 - 07:33 p. m.

 

El humo ya había invadido el cuarto cuando le preguntó su opinión. Él, contemplando sus piernas, que parecían como esculpidas en oro y bronce, le respondió que mientras pudiera acariciar su piel, la destrucción terrenal estaría postergada para siempre: si sólo una especie de cada animal se salvó en el diluvio gracias a la diligencia del buen Noé, una mujer y su amor justificarían la misericordia de Dios.

Bajo la opaca luz del candil de hojalata que adornaba aquella habitación de hotel, él imitaba a un predicador. Mientras movía su lengua, el piso de fresno negro recién brillado y el concreto de las paredes comenzaban lentamente a abrirse. El techo abovedado, en forma de globo, por momentos parecía alzar el vuelo y finas gotas de lluvia empezaban a caer.

Inspirado en un espíritu de algún erudito monje medieval, él pronosticó que las filigranas de los papiros en los que se había escrito el Apocalipsis permanecían en la piel que cubrían las rodillas de su amada. El Cordero, los Siete Sellos y las Trompetas eran los lunares que enmarcaban su fina espalda. El Dragón y las bestias, evidentemente eran sus senos y su Origine du monde, La Nueva Jerusalén.

A ella, entre risas escépticas y caricias verdaderas, le pareció muy arriesgado creerle todo, como no creerle nada. Pero pensó que el mundo había comenzado sin el hombre y que terminaría sin él.

Entonces su amante le pidió que extendiera sus manos para comprobar que allí se hallaban los Cuatro Jinetes. Ella reparó minuciosamente sus yemas y fue cuando divisó cuatro pequeños caballos dibujados con la más excelsa tinta repartidos por sus dedos.

Juntos contemplaron el milagro atraídos, cautivados. Ambos pudieron ver los jinetes estampados: el blanco, el rojo, el negro y el bayo y con ellos, la victoria, la guerra, el hambre y la muerte. Él los chupó uno a uno tan dulcemente que la fe de su amada despertó. Por sus venas una tracción a sangre los envolvió en delirio mientras el universo entero siguió sufriendo la impiedad de Dios.

Pese a que el techo voló en pedazos y el piso desapareció, ambos dirigieron su alma a la gloria eterna. Para él, ella fue su fin del mundo y su cuerpo, el arca que lo salvó del acabose universal.

 

Por Isabella Portilla

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