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El hombre minúsculo de Andrés Mauricio Muñoz (Textos cardinales)

Érase una vez un hombre que escribía sobre otro hombre que se llamaba a sí mismo minúsculo. Un hombre que desentrañaba las mínimas imágenes que habían llevado al hombre minúsculo a ser lo minúsculo que era.

Fernando Araújo Vélez
06 de agosto de 2020 - 02:07 p. m.
El hombre minúsculo de Andrés Mauricio Muñoz (Textos cardinales)

Una niña que le pegaba un loncherazo a la salida de la escuela, cuando apenas tenía cinco años, una madre que jamás lo había tenido muy en cuenta, una profesora a la que abrazaba a la salida de clases como si fuera el último abrazo de su vida, o el primero, una amiga que prefirió ir a bailar “su” canción con un amigo y no con él, y otra amiga, y una más, y un reguero interminable de amigas que para él eran mucho más que amigas.

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Érase una vez un hombre que escribía sobre otro hombre que por fin había logrado conquistar a una mujer, y por quien comenzó a ir por la vida cuesta abajo, como en el tango, porque entre los dos solo hubo amores superficiales, amores fáciles. Yo te quiero, tú me quieres. Hasta que el primer amor, sentimiento nada más, fácil sentimiento, se fue diluyendo. No había qué descubrir, jamás hubo nada para sumar. Acabaron en discusiones sin sentido, cada vez más fuertes, más hirientes, más en blanco y negro. El hombre minúsculo quería dejar de ser minúsculo, y la mujer, Valentina, solo pretendía borrar sus errores, sus incapacidades, echándole a él la culpa de todo.

A él, que era todos los otros hombres. La imagen, la voz, el cuerpo de los hombres que no la habían dejado ser ni actuar. Si hablaban, hablaban para tener la razón, no para comprender, y mucho menos, para aprender. Del hablar pasaron al gritar, y del gritar a herir e imponer. Ella se hastió de su marido y se enredó en otros amores, que eran la pasión que había perdido. Quedó embarazada y perdió a su hijo. Él quería tener un hijo, pero cada vez que ponía el tema sobre la mesa, la mesa y los platos y los vasos terminaban hechos añicos. Un día supo que ella tenía un amante. Y supo también que había quedado embarazada y que había abortado.

Se lo recriminó luego de una cena. Ella gritó. Tropezó. Se cayó. Se golpeó la cabeza. Él la llevó a un hospital y allí tuvo que soportar que todas y cada una de las enfermeras que le preguntaban qué había ocurrido, sospecharan de violencia de género. A la mañana siguiente, luego del alta médica, ella, Valentina, responsabilizó a Rosero de sus deslices. “Me arrojaste a los brazos de otro hombre como un mecanismo para recuperar mi propia autonomía, para sentirme una mujer deseada, sexi, sensual, una mujer que folla porque le place, no porque alguien más quiere que albergue vida en su barriga”, le dijo. Él prefirió callar. Sintió que cualquier respuesta sería inútil.

Los dos habían llegado al punto más candente de su antagonismo. Odio, reproche, insulto, incendio, tergiversación, radicalismo, culpa. Como lo explicó Andrés Mauricio Muñoz, el autor de la novela (Las margaritas, historia detrás de un hombre minúsculo), “Descubrí que no hay nada más contemporáneo que aquel desencuentro de posturas en torno a los asuntos de género, como lo es la mirada del feminismo y nuestra incapacidad de comprender el trasfondo de todo, porque es evidente que en muchas ocasiones terminamos discutiendo sobre la estética del fenómeno, lo que es o no es el machismo, qué tan feminista es una mujer o cómo debe serlo, en vez de propiciar espacios para conseguir entre todos transformaciones sustanciales. Desde ese punto de vista, las radicalizaciones se advierten tanto en hombres como en mujeres. Por eso decidí para mi novela dos personajes en cierta forma antagónicos, como lo son Manuel Rosero y Valentina. Él, agobiado por el hecho de sentirse desde siempre menospreciado por el otro género, convencido de que el machismo no es más que una construcción del feminismo; ella, haciendo alarde de una superioridad moral sobre los hombres, replicando con su pareja las mismas conductas que quiere ver erradicadas”.

Y así llegaron a la cima del odio. Disfrazaron de machismo o de feminismo, de antagonismos y revanchismos viejos, muy viejos odios que en realidad eran odios contra sí mismos, antes que nada, y odios contra la humanidad, contra el amor, contra la aceptación, contra la ilusión. Fueron ilusos. Cada uno, a su manera, encerrado en sus ismos, creyó que el otro lo salvaría. No fue así. No podía ser así. Ni el otro ni los ismos ni ese reguero de idealizaciones que fueron acumulando desde niños los podía salvar, pero eso no lo comprendieron jamás, y cuando fue tarde, demasiado tarde, se limitaron a lamerse las heridas. El amor no había podido nada. Simplemente, porque el amor era una abstracción, un ideal, una trampa. Los dos cayeron en ella. Se hirieron y se desangraron.

Rosero, en palabras de Muñoz, terminó por buscar a una escritora que contara su vida, y desde una lejana perspectiva, “ver su historial de desatinos en el amor convertido en novela; entonces para este registro apela a un relato espontáneo, humano, pero también a unas notas que escribe como complemento para que ella las lea, mientras entrevista también a personajes que han sido importantes en su vida”. Sintió que la lejanía le daría verosimilitud a su historia. Que desde otro lugar, sería incluso mágico verse, palparse, soñarse y recordarse. Cada tantos días, se reunía con la escritora fantasma, Samantha Guayacán, y le relataba su pasado: un cúmulo de equivocaciones y de dolores signado por el amor, o por aquello que tristemente jamás logró ser amor.

Cuando salió el libro, Rosero se encontró con su historia y su nombre como si fueran de otra vida y de otro hombre. Como escribió Muñoz en su novela: “La muérgana no tuvo el recato de cambiar los nombres, así que me vi obligado a leer la historia de aquel que era yo, pero que no lo era, hallando mi apellido desperdigado por el libro, convertido en un rufián que hacía sufrir a las mujeres con sus inseguridades, apocándolas con la fuerza de un complejo que blandía como arma letal al ser intervenido por la fuerza arrolladora de la ficción”. Había devastado a Johanna, una antigua amiga, con su asedio, y le había hecho creer a otra amiga, Marce, que recaía en ella “la responsabilidad de conquistar de nuevo a un canalla”.

Se había convertido en “un psicópata que daba miedo, que se ensañó con Valentina hasta casi asolarla, empeñado en estropear las virtudes de una mujer colosal en todo el sentido de la palabra”. El libro fue un éxito, dentro del significado de éxito de los últimos tiempos. Ventas, palabras elogiosas en los periódicos, cintillas en la portada, nominaciones, premios por llegar y los rimbombantes calificativos de Lo más, Lo mejor. Todo eso, a Rosero le importó bien poco. La escritora fantasma, su escritora fantasma, lo había convertido en un adefesio. Cuando la buscó para hablar con ella, se topó con un muro casi infranqueable, hasta que decidió ir a uno de los tantos lanzamientos del libro. Al final, en el espacio abierto al público, levantó la mano y la interrogó.

Le preguntó “cómo manejaba ella la ética del autor al enfrentar aquella frontera brumosa entre la realidad y la ficción en un tema tan sensible”. Guayacán “se limitó a llevar la respuesta al terreno en el que se sentía más cómoda, aquel en el que contaría con aliados que no tenían ni idea del contexto ni se esforzarían por tenerlo, como finalmente ocurrió a juzgar por el aplauso sostenido del público, que en realidad fue casi una ovación que se abrió paso por entre el auditorio cuando contestó sin el menor empacho que estaba segura de que esa pregunta no se la haría a un hombre, a uno de nuestros autores incunables, pero que de seguro cobraba pertinencia tratándose de lo que mal llamaba el medio ‘literatura femenina’”.

El libro fue la penúltima puñalada. La respuesta de Samantha Guayacán, la última. Rosero, que podía ser Muñoz, que podía ser usted o yo o el hombre que vendrá, se perdió entre sus recuerdos, sus culpas y una guerra sin nombre, y entre recuerdos y culpas y guerras se fue desvaneciendo, hasta convertirse en el retrato del hombre contemporáneo y por venir, un hombre minúsculo.

Por Fernando Araújo Vélez

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