El Magazín Cultural
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El hombre que soñaba películas en blanco y negro (fragmento)

Presentamos apartes de la última novela que escribió Moreno-Durán, en los que cuenta una visita de Orson Welles a Bogotá. El periodismo pago por las derechas, Laureano Gómez, y Fernando González Ochoa, algunos de sus temas.

R.H. Moreno Durán
25 de abril de 2016 - 08:25 p. m.
Rafael Humberto Moreno-Durán. /  Carlos Duque.
Rafael Humberto Moreno-Durán. / Carlos Duque.

El puro de Welles tiene vida para rato. Juega con la vitola, que termina por calzarse en el índice de la derecha mientras observa por la ventanilla cómo crece la noche. El Studebaker de Salcedito se desplaza veloz a través del cinturón industrial, ya en las goteras de la ciudad. El aire frío que entra por la ventanilla abierta nos libera un poco de la densa cortina de humo del puro de Welles. A lo lejos, todavía se alcanza a definir el perfil de los cerros y sobre una de sus jorobas se impone el santuario de Monserrate, casi perdido entre el azul turquí del cielo y las fugitivas bandadas de nubes grises, en riña con una tímida luna y que presagian tormenta.
-Es lamentable que no podamos ver pronto su película -dije con ánimo conciliador, ojalá Welles se libere de su momentánea nostalgia-. Algunos de sus admiradores nos hemos tenido que consolar con la lectura del guión que usted nos envió desde Buenos Aires - agregué, con tono de fingida envidia. (Vea aquí el especial de la Feria del Libro de Bogotá)

Salcedito acusó la indirecta con una sonrisa, pues hace cuatro meses, el 22 de abril, se encontraba en Buenos Aires cuando Welles recibió un homenaje por su película. Conversaron durante largo tiempo y se hicieron amigos. Con frecuencia me restregaba esa velada en el Café Tortoni, allá en la Avenida de Mayo, a donde los llevó un amigo argentino de quien nunca hablaba y con quien departieron entre las voces de los habituales y el ruido de las bolas de billar, entrechocándose en las carambolas. Me habló de la mágica luz de los vitrales y de un busto de Gardel en bronce, lo cual motivó una digresión sobre la extraña muerte del cantante en Medellín, expuesta con tantos detalles que Welles dijo que sería una buena idea hacer una película. Ahí surgió la primera posibilidad de viajar a Colombia. Salcedito decía no recordar cuánto tiempo estuvieron en el Tortoni, alrededor de unas tazas de café Cabrales, bueno aunque jamás podrá competir con el aroma y sabor de nuestro café. También contaba que a menudo la conversación era interrumpida por un ruido que provenía del piso de arriba, seguido de música de bandoneón y cantos lastimeros. Y no podría ser de otra forma, pues encima del Tortoni funciona la Academia Nacional del Tango. Inolvidable experiencia. En ese lugar y en todo el país no cesaban de cantar el tango Uno, de Mores y Discépolo, la gran sensación de este año. Fue entonces cuando Salcedito le habló a Welles de la profunda admiración que yo sentía por él y su obra, y Welles, generosamente, me envió una copia mecanografiada del guión.
-Lo de la censura no es algo nuevo para mí -retomó Welles el tono de la conversación-. En los países que he visitado se han formado dos bandos. Aunque no creo que el asunto sea para tanto.
-Aquí las cosas son a otro precio -terció Salcedito -. Pese a los periodistas que lo acosaron en el aeródromo, no se extrañe del silencio con que la gran prensa va a tratar su visita.
-Lo sé y no me importa. En realidad, si algo me interesa de este país es lo que se cuece en los pasillos del régimen. Me han llegado informaciones sobre algo que aún no ha trascendido pero que pronto estallará, una sucia alianza entre periodismo andrajoso y política de alto vuelo.
-Como en su película -intervine-. Pero, ¿cómo conoce usted cosas que ni siquiera aquí se han filtrado? Y no me refiero a simples chismes palaciegos.
-Cuento con magníficas fuentes de información -y le dio una cómplice palmada en el hombro a Crews, que a pesar del golpe optó por seguir durmiendo.
-¿Y qué es lo que se cuece en los pasillos del régimen? -pregunté, incapaz de disimular la curiosidad que despertaron en mí sus palabras.
-Una historia como para Dashiel Hammett. Se habla de un fulano que por casualidad descubrió un lío de alcoba entre un patricio y una dama de las alturas y decidió someterlos a chantaje. Un asunto así tiene un final rápido.
-¿No fue un chantaje como ése lo que acabó con la carrera política de Charles Foster Kane? -mi lápiz surca veloz las páginas de mi libreta.
-Fue diferente. A Kane lo enredó su contendor electoral y, como si fuera poco, su mujer amenazó con quitarle el hijo. Demasiado para un solo hombre. Además, la rubia que siempre hay de por medio en estos asuntos no estuvo a la altura de las circunstancias y literalmente se meó en los calzones. ¿Qué es ese edificio que vemos a la izquierda?
-Es la Estación de la Sabana -dije-. El punto cero de los ferrocarriles de este país. De aquí salen los trenes hacia el ancho mundo y aquí hacen escala los de la periferia.
-Siempre quise filmar en un sitio como éste. Hay algo de mausoleo en el ambiente, con las locomotoras dormidas y la enorme y vacía sala de espera. Un cierto olor a eternidad.
Y se volvió soñador, con los párpados entornados, como un tártaro al acecho. Siempre fue un poeta, o si no basta con echarle una mirada a la forma como espía, aborda, degusta a las mujeres. Lo comprobé en el aeródromo, cuando observaba a las empleadas o a las pasajeras más llamativas. Y ahora lo ratifico al ver la atención golosa con que inspecciona a las mujeres que deambulan por el vestíbulo y el andén, evidentemente a la caza de algún turista con quien, previo y rápido acuerdo, pasan la calle y se introducen en La Guarida de Manuel Pedraza, mote con el que también se conoce el Hotel Estación. Welles adivina la naturaleza de ese interesante trajín y sonríe. Chupa una vez más su puro y guarda silencio ante lo obvio. ¿Será Welles un amante de esos que todo lo apuestan al azar de la llegada o la salida? Pero mejor cambio de tema, pues corro el riesgo de volverme nostálgico y hay muchas cosas que quiero saber. Y Salcedito, que parece adivinarme el pensamiento, se me anticipa.
-¿Qué fue lo que le sucedió en el Brasil hace unos meses?
-En el Brasil aprendí portugués pero estropeé por completo mi español.
Celebramos su broma y luego, más comedido, prosiguió mientras observaba la punta ígnea de su eterno cigarro.
-Todo fue una estupidez. Me dejé convencer para hacer las veces de Embajador de Buena Voluntad de mi país ante el Brasil y me hundí. A veces pienso que fue una trampa de mi productora para deshacerse de mí. Pero voy a dar la pelea.
-¿Y qué tiene que ver su productora con eso? -un semáforo en rojo le permitió a Salcedito ordenar su discurso-. Usted es un niño mimado. O si no cómo se explica que, sin haber rodado jamás una película, los de la RKO le extiendan un virginal contrato para que haga un film por año, con un porcentaje del veinticinco por ciento sobre los beneficios brutos y además le den un anticipo de ciento cincuenta mil dólares. Y como si fuera poco, le conceden el privilegio de que nadie supervise su trabajo. Y así, año tras año, hasta que usted quiera. ¿Eso es una trampa?
-Mira, Salcedito, los caminos de Hollywood, como los de Dios, son inescrutables. Yo pensaba exactamente lo mismo que tú hasta que volvieron trizas The Magnificent Ambersons. A esa película le cortaron ya no sé cuántos minutos de duración y además le cambiaron el final, con lo que la historia pierde todo su sentido: ni más ni menos que mi versión sobre la espléndida decadencia de la aristocracia norteamericana, el final de esos Ambersons por cuya mansión el presidente de los Estados Unidos estaba dispuesto a cambiar la Casa Blanca... Y eso para no mencionar lo que la productora hizo con Journey into Fear, película que en algunos países se exhibió con el arbitrario título de Estambul.
-¿Qué ocurrió? -pregunté mientras veía cómo mi lápiz hacía extrañas figuras sobre el papel a causa de una súbita maniobra del vehículo.
En una esquina de San Victorino el Studebaker logró esquivar a un caballo encabritado que estuvo a punto de hacer volcar la carreta a la que estaba atado. El animal recibió fuertes golpes de látigo del conductor, un individuo malencarado que en medio de improperios intentaba abrirse paso entre el denso tráfico de la calle.
-¿Y eso qué es? -preguntó Welles, sorprendido por lo que veía.
-Una zorra -dije sin pensarlo mucho. Welles me miró como si yo fuera un tarado.
-Cuando yo viví en España las zorras eran las que lo revolcaban a uno -y acompañó su comentario con una opulenta y amable carcajada.
-Qué diligencia tan extraña -dijo Crews, a quien la risa de Welles terminó por despertar.
-¿Diligencia? No seas tan bruto, Crews, ¿acaso no escuchaste a Fatty Balbuena? Es una zorra -se quedó pensativo unos segundos y luego pareció animarse más-. A propósito de La diligencia, ¿saben que vi esa película por lo menos cuarenta veces? Sin las enseñanzas de John Ford no habría podido rodar Ciudadano Kane.
-En La diligencia -insiste Crews- hay un personaje alcohólico muy interesante.
-Más que alcohólico, Doc Boone es uno de mis ídolos. Nunca he visto a nadie que fume sus puros con tanta devoción -dijo Welles mientras le daba una feroz chupada a su cigarro.
-En Journey into Fear ocurrió de todo -retomó Salcedito el tema mientras culminaba airosamente su maniobra al volante y dejaba atrás al pobre caballo y a su frenético dueño-. Alteraron por completo el montaje al extremo de que en el cuarto rollo muere un personaje que reaparece vivo en el séptimo. Y lo triste de todo esto es que Journey into Fear no es una película desdeñable. Al contrario, muy pocos saben que ésa es la primera película en la historia del cine en la que hay una escena completa antes de que aparezcan los títulos de los créditos.
-Eso no es verdad. Durante un tiempo se creyó lo que tú dices, pero algún crítico bien informado demostró que otra película cuyo nombre no recuerdo se me anticipó -dijo Welles.
Un relámpago dibujó sobre el lomo de la cordillera la silueta del santuario tutelar de la ciudad.
-¿Shangri-Lá ? -preguntó Welles, con el dedo extendido hacia las alturas, de nuevo sumidas en las nebulosas.
-Es la antigua ermita de la Virgen Negra -se apresuró Salcedito a corregir la suposición de Welles-. Después de un terremoto la Virgen Negra desapareció y nadie encontró sus restos. En su lugar, se construyó un templo en honor del Señor Caído.
-Lo uno por lo otro -dijo Welles, enigmáticamente.
-Allá arriba reina el misterio -prosiguió Salcedito, renovando el interés de nuestro amigo-. Cuando el primer peregrino logró escalar a pezuña limpia la cima, por allá en el año mil seiscientos y tantos, y comenzó a excavar para construir la mentada ermita, con gran sorpresa teñida de pánico el buen hombre se encontró con unos cuantos esqueletos, ataviados con prendas de seda y terciopelo, emparedados, sin duda ejecutados a causa de algún terrible delito.
-Antes de que el peregrino del cuento llegara a la cúspide sólo lo habían hecho algunos indios recién cristianizados -me dejé oír-. Y que se sepa, éstos no conocieron la seda ni el terciopelo.
-Ni el arte de la albañilería -acotó Salcedito.
-Pero el arte del fornicio lo conocen cristianos y profanos -intervino Welles-. Además, ¿dónde está el misterio? En la Edad Media emparedaban a los culpables de adulterio.
-Pero el caso es que este país no tuvo Edad Media -reviró Salcedito.
-No me digas que quien por celos o venganza levanta una tapia para dejar morir a los amantes no vive su propia Edad Media -chisporrotearon los ojillos de Welles, a punto de dar jaque mate al insolente.
-¿Adulterio? Está bien, aunque no fueron dos esqueletos los que allí reposaban, sino cuatro o cinco -vuelve al ataque mi amigo, mientras se frota desesperadamente las manos.
-¿Y eso te parece extraño? A lo mejor los pescaron en alguna misa negra o una orgía o algo por el estilo. ¿O si no cómo se explica la relación entre la Virgen Negra y el Señor Caído?
-¿Una orgía a tres mil ciento y algo más de metros sobre el nivel del mar? -Salcedito no da su brazo a torcer.
-¡Cielos santos ! Una orgía colectiva y con los amantes emparedados a más de tres mil metros sobre el nivel de mal... No se ponen con pequeñeces en este país -se dejó oír la risa burlona de Welles.
En cualquier caso y vistas así las cosas, pienso yo, una súbita aura gótica rodea a esa iglesia que ahora, entre truenos y relámpagos reaparece como el grano de una camándula en el misterio gozoso de nuestros más viejos pecados.
Pero algo nos liberó de tan dudosas cavilaciones. En la esquina del Palacio de la Bolsa una niña negra se abalanzó sobre el Studebaker y, con gran riesgo de su vida, a través de la ventanilla barajó ante Welles diez, quince talonarios con números de lotería. Welles hizo amago de meterse la mano al bolsillo y entonces Salcedito dijo algo que me sorprendió por completo.
-¿Está usted loco, señor Welles ? ¿Quiere comprarle lotería a una negra ? No sabe usted la cantidad de maleficios que pueden caerle por cuenta de su fe en la suerte que pregonan esas gentes.
-Ni que fueras del Ku-kux-klan -se rió Welles, pero desistió de comprar un billete. Por si acaso-. ¿A cómo está el cambio del dólar con el peso ?
-Casi a la par -dijo Salcedito.
-Necesito hacerme con unos cuantos pesos. Ya se sabe, taxis, propinas, cosas de esas.
Con la llegada de la noche y ya en el centro de la ciudad, el clima justificaba por completo los atavíos de los viandantes. Grises grupos de hombres deambulaban entre una esquina y la otra, protegidos por gruesos abrigos y armados de fúnebres paraguas negros de aguda punta que, al socaire de las conversaciones, levantaban y esgrimían, para de esa forma rebatir o apoyar los argumentos en discusión.
El arte del que hacen gala estos caballeros y que consiste en transitar apoyados en los paraguas -todos infaliblemente Brigg-, sin colisionar, es uno de los espectáculos más finos que se ven en las aceras de esta ciudad. Con la misma habilidad con que las folclóricas andaluzas manipulan sus abanicos, los paragüistas de esta capital parecen diestros espadachines, con el florete siempre a punto, el impecable sombrero Look y el grueso sobretodo de genuino paño inglés.
-El frío de la capital hace que ésta sea la única ciudad del mundo donde las tertulias son itinerantes y además organizadas en comandos -dijo Salcedito al advertir la enorme curiosidad de Welles, quien no cesaba de mirar a lado y lado de la calle. También le llamó la atención la forma como los voceadores de prensa cantaban operísticamente la oferta de los periódicos.
-¿De manera que este país tampoco se ha salvado de la nefasta influencia de Hearst? -preguntó mientras intentaba descifrar desde la ventanilla los titulares de los diarios.
-Esa nefasta influencia, como usted dice, es mayor en este país que en cualquier otro del continente -intervine mientras me frotaba las manos, enteleridas por el frío y la incesante escritura.
-Entre nosotros, Hearst apoya a la peor chusma de la extrema derecha, a la que subvenciona a través de la prensa. Ya se imaginará usted hasta qué punto los periodistas tienen poder aquí -dijo Salcedito.
Y como para que su interlocutor descubriera por sí mismo de lo que hablaba, compró algunos periódicos y sin mirarlos siquiera se los ofreció. Welles los colocó a su lado, casi sobre las piernas de Crews, y recorrió los titulares sin mayor interés. Las noticias son las mismas de todos estos días. El general Montgomery prepara una nueva ofensiva en El Alamein. Rommel lo esquiva y contraataca, por algo lo llaman El Zorro del Desierto. En el Extremo Oriente los japoneses se pasean por Birmania, Singapur e Indonesia. En Europa las cosas están como la semana pasada. De no mediar algo, el mundo seguirá en manos del Eje, piensa en voz alta, aunque al cabo de un rato se detuvo en una de las páginas de El Liberal.
-¿A qué escándalo se refiere este artículo?
Miré la página que me indicó y entonces me salpicó la tinta de uno más de los múltiples episodios de la polémica desatada por la publicación de Psicoanálisis de un resentido, libro que por esos días hacía subir la temperatura política del país.
-Se trata de la polémica del momento -dije-. El resentido del título es Laureano Gómez, líder de la extrema derecha nacional, aliado de Franco y nazifascista confeso, quien se ha dedicado a protestar por el extenso y bien documentado estudio que un psicoanalista ha escrito sobre él y algunos de cuyos capítulos ha publicado El Liberal como anticipo. En todo caso, lo significativo es que este político es un Hearst de la prensa conservadora, lo que no impide que el libro fuera publicado por unos copartidarios asustados...
Y al tiempo que Welles suelta una robusta carcajada que le enrojece tres cuartas partes del rostro señala la fotografía y dice:
-¿Y cómo no estar asustado? Este tipo dejaría sin trabajo a Boris Karloff. Su cara produce escalofríos y no sabría decir si se trata de un psicópata o de Nosferatu de vuelta al mundo de los vivos.
-Las dos cosas -dijo Salcedito. Y agregó-: El libro vale la pena, pues al margen de su valor científico también puede servir como guión de una película de terror.
-Me agradaría leerlo -dijo Welles-. Quiero quitarme el mal sabor de boca que me dejó una sugerencia de Wilder.
-¿Oscar Wilde? -pregunté tímidamente, aunque la pronunciación sugería otro nombre.
-Wilder -corrigió Welles -. Thornton Wilder. Él fue la primera persona que me habló de Colombia hace diez años, cuando abandoné Sevilla para regresar a los Estados Unidos. Me habló de un país que en ese entonces se me antojó remoto y que no sé por qué asocié con el Canal de Panamá. Claro que ahora comprendo la razón de esa asociación. ¿Sabían ustedes que una de las mayores villanías de Hearst fue patrocinar, valiéndose de su prensa incendiaria, la separación de Panamá?
-¿Y cuál fue ese mal sabor de boca que le dejó Wilder? -preguntó Salcedito, siempre atento a no irse por las ramas.
-Wilder es un buen tipo y un gran escritor, aunque eso no lo salva de cometer pifias colosales. Cuando supo que yo visitaría algunos países de la región, insistió mucho para que incluyera a Colombia en la gira y, de paso, conociera a un sujeto que escribió un libro titulado El hermafrodita dormido o algo así, aunque confieso que tras la lectura el dormido fui yo. Wilder se empeñó en que lo visitara, pero el filósofo vive en Otraparte.
-Como todo filósofo -dijo Salcedito.
-La verdad es que no entiendo cómo pueden llamar filósofo a un canónigo laico que disimula con una teología doméstica y mal hablada su libido a flor de piel. Ojalá no me ocurra lo mismo con el libro sobre el resentido ése, del que hablan ustedes. ¿Cómo dijeron que se llama?
-Por higiene mental es mejor no recordarlo -concluyó Salcedito.

Por R.H. Moreno Durán

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