El Magazín Cultural

El hombre, su imagen dorada (I)

Presentamos la primera parte de "El hombre, su imagen dorada", un texto escrito por el cineasta Nicolás Rincón en el que reflexiona sobre las secuelas de la violencia en el comportamiento masculino.

Nicolás Rincón
28 de enero de 2020 - 11:47 p. m.
Carmen Muñoz y Ruder (derecha), habitantes del campo colombiano incluidos en esta historia.  / Cortesía
Carmen Muñoz y Ruder (derecha), habitantes del campo colombiano incluidos en esta historia. / Cortesía

La guerra interna que vivimos desde hace tantas generaciones se nos cuela en los huesos hasta parecer normal. Cada uno parece obligado a jugar un rol que de manera extrema se divide entre héroes (armados) o víctimas (pasivas). En principio, toda personalidad debería desplazarse al interior de estas caricaturas del poder. Pero nuestras vivencias fisuran esas prisiones. Somos otros, somos más y aún los roles de género que impone el conflicto no son inmodificables. Esta es la visión de un cineasta que describe su experiencia al respecto. Desde su trilogía documental Campo Hablado (En lo Escondido, 2005; Los Abrazos del río, 2010, Noche Herida, 2015) hasta su primera ficción, pronta a ser proyectada en salas, Tantas Almas, todas describen desde el cine nuestra multiplicidad, aun frente al horror.

 

Lo que sucede en este país,

en cada rincón de este país,

es que cada día

una mujer se levanta

y cocina.

Julia Simona Guerrero

I

En el 2005 me sumergí en la ausencia. Recorrí algunas regiones del campo colombiano y me encontré con viejos, adultos solitarios y jóvenes abandonados. La miseria que había dejado la violencia, echando abajo la economía familiar, se veía por todos lados. De la noche a la mañana, los que habían podido irse lo habían hecho, dejando a los demás sumidos en una gran soledad. La gente que quedaba necesitaba hablar.

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La palabra masculina era corta, esquiva, escapaba de sí misma y cambiaba de derrotero tratando de no formular tristezas, dolores o miedos. Era una palabra difícil, muchas veces aburrida, intentando camuflarlo todo; con mucho temor a posibles represalias. Por el contrario, la palabra femenina era densa, ininterrumpida y sin tapujos. El dolor no era motivo de vergüenza. La ira se expresaba sin violencia. Todo quería abrirse para respirar.

Carmen Muñoz me recibió una tarde en su zaguán. En pocas horas me contó gran parte de su vida. La violencia paramilitar la había hecho escapar a Bogotá pero como allí creía morirse, había preferido volver a su finca meses atrás. Me contó su vida desde niña y luego, cuando se hizo mujer, las situaciones difíciles y casi imposibles que dejaban al descubierto la brutalidad de su marido: casada muy niña con alguien mayor, embarazada temprano, repetidas veces pariendo sola y escondida, asediada por los celos enfermizos de un hombre infiel.

Su relato no era nuevo, pero era como si lo escuchara por primera vez. Los detalles sórdidos y las notas de humor que lograba deslizar para no saturarme, lograron hacerme ver lo que estaba en el centro de mi corta y reciente experiencia en el campo. 

La violencia política había asesinado, desaparecido o exiliado, destruyendo la unidad familiar. También había dejado a la mujer sola al frente, quizás por primera vez de forma tan masiva. En su accionar y su palabra, a medida que ganaba en autonomía, un monopolio antiguo, un orden sordo, era cuestionado.

Cuando le mostré a Carmen En lo Escondido, la película que habíamos hecho juntos, ella me dijo: le voy a ser sincera, me gustó pero ¿por qué no puso todo lo que mi marido me había hecho?

Me sentí censor. No me lo esperaba. Había guardado, de la hora y media en que contaba toda la violencia ejercida por su marido, tres minutos bastante duros en los que revivía la manera en que la azotaba con el cuero de arrear vacas y cómo la dejaba, durante toda una noche, bajo la lluvia con su bebe en brazos. Me parecían suficientes para entender la naturaleza del marido y no quería saturar con violencia al espectador. Eso fue lo que expliqué, con otras palabras y más tiempo.

Ella lo entendió y se rio diciendo: y eso que no le conté lo peor.

***

Conocí a Carmen acompañada por Ruder. El lazo que los unía no me fue claro durante mucho tiempo. Carmen no hizo nada para aclararlo. Algo más joven que ella, a veces era peón, otra hijo, otra familiar cercano, algunas amigo, pocas veces su novio.  Ruder era un trabajador callado, flaco, moreno, de bigote corto y con una mirada inteligente y viva. Expresivo y dulce a veces, furioso y determinado otras. 

Mientras más conocía a Carmen y su vida anterior, más entendía la relación que había establecido con Ruder. Ella, en algún momento de disputa lo hizo evidente: “ya me pusieron la pata a mí, ya nadie más va a volver a ponérmela”.

Algunas veces, hablando de su marido, las lagrimas comenzaron a bañar sus ojos. Le pregunté por qué se ponía así de triste. Incluso, ya en confianza, quise saber si la muerte violenta de su marido (que nunca me quiso contar en detalle) no había terminado por liberarla. Su respuesta fue directa: ese era el hombre que la vida le había puesto al frente y a ese le había tocado amar.

Para que la entendiera mejor, me contó la historia de su último parto, la única vez que la habían llevado al hospital. El nacimiento de siete hijos habían terminado por fragilizar demasiado su salud. Carmen estaba acostada, medio inconsciente, cuando escuchó la discusión entre el doctor y su marido. El parto era imposible, el cuerpo estaba al limite y el bebé había sufrido demasiado. Se trataba de escoger entre éste o su mujer. Entonces, dice Carmen que dijo su marido: me quedo con ella; hijos ya tengo varios, mujer no tengo sino una.

Era lo más cerca que había estado de una declaración de amor. Después de todo, su marido, que nunca le decía nada, la apreciaba. Las lágrimas terminaron desbordando. Difícil saber cuántas eran de dolor y cuántas de amor.

Varias veces, esa mezcla de amor e ira se apoderaban de ella y terminaba siempre formulándose la misma pregunta: ¿cómo había podido ser tan boba?  

Ruder pagaba las consecuencias. Sin ser un ángel, trataba de ocupar otro espacio, lejos del rol que jugó el marido. Sabía cocinar, sabía limpiar y se preocupaba por la salud de Carmen mientras aguantaba un dolor de espalda que le crecía al final de la jornada. Su presencia, ese silencio digno que le rodeaba, le daban un aire misterioso. Filmarlo era un placer. Lograba, a través suyo, inducir un poco de esperanza al retrato de mujer que Carmen dibujaba.    

Comencé a ver el mismo tipo de pareja en otros lugares. La violencia había hecho mella al viejo patrón caricatural del hombre viejo, gordo y acaudalado, que promete excesos a una bonita y muy ataviada adolescente. En el campo y en los barrios populares, la violencia dejó a la mujer en otras condiciones. Sola y adolorida, pero autónoma, responsable de sí misma (y su familia) y con un futuro aún por vivir.

Ella construye, como puede, otro rol.

***

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Cuando entré en contacto con “las madres de Soacha” quise saber por qué no había un padre en el grupo. Me contaron que al principio del proceso había un hermano, pero su presencia generaba un conflicto interno por un comportamiento inadecuado. No buscaba propiamente justicia. Rápidamente se fue volatilizando y el colectivo se hizo netamente femenino. El lazo principal con los jóvenes asesinados era materno, aunque hubieran hermanas, abuelas y tías.

Al principio quise filmarlas en tareas cotidianas, planteando un ejercicio de memoria viva. Quería canalizar el dolor con recuerdos poderosos y descubrir así una forma de resiliencia. Pero me fue imposible. Rápidamente supe que no existía un cotidiano. Todo había sido trastocado: los horarios de la comida, la organización de la semana, los espacios en la casa (y hasta las fotos, que iban y venían de las paredes). La violencia se había llevado todo. Y cuando nadie las solicitaba, preferían quedarse inmóviles y en silencio, como esperando un retorno. Luego de algún tiempo que no me atrevía a romper, las veía volver a la realidad, reviviendo el dolor con intensidad.

Están muy solas. La desaparición violenta no las dejará nunca descansar. La injusticia las rodea asfixiándolas. Muchas están enfermas. Pocas conservan aún sus compañeros.

Le propuse a uno de ellos que me contara su experiencia. No quería. Su mujer y el resto de la familia le insistieron. Se sentó contra la esquina de un sofá como si no tuviese espacio. Puso el codo en el borde y la mano en el rostro para sostener su cabeza. Tenso, tomó aire, miró arriba y comenzó a contarme cómo había sucedido la tragedia. Logró tres frases lentas. Antes de comenzar la cuarta se deshizo en lágrimas. Estaba de nuevo atrapado en el pasado, al lado de su hijo. Y no podía volver. Se acercaron para consolarlo. Me contó, entre sollozos, que ya habían intentado filmarlo pero nunca lograba llegar al final. El cuerpo se le hundía, su voz se ahogaba. Era un ejercicio que aborrecía. Durante varios días quedaba ensimismado, tratando de escapar de la pena. No sabía de dónde sacaba fuerzas su mujer para poder contarlo.

Ella, a su lado, me miró con determinación y me hizo entender con un gesto que no tenía de otra. 

Hay demasiado silencios en el hombre.

Por Nicolás Rincón

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