El Magazín Cultural

El hombre, su imagen dorada (IV)

Presentamos la cuarta y última parte de "El hombre, su imagen dorada", un texto escrito por el cineasta Nicolás Rincón en el que reflexiona sobre las secuelas de la violencia en el comportamiento masculino. Las primeras partes de este texto están relacionadas en el cuerpo de esta nota.

Nicolás Rincón
20 de febrero de 2020 - 03:13 p. m.
Nicolás Rincón
Nicolás Rincón

La guerra interna que vivimos desde hace tantas generaciones se nos cuela en los huesos hasta parecer normal. Cada uno parece obligado a jugar un rol que de manera extrema se divide entre héroes (armados) o víctimas (pasivas). En principio, toda personalidad debería desplazarse al interior de estas caricaturas del poder. Pero nuestras vivencias fisuran esas prisiones. Somos otros, somos más y aún los roles de género que impone el conflicto no son inmodificables. Esta es la visión de un cineasta que describe su experiencia al respecto. Desde su trilogía documental Campo Hablado (En lo Escondido, 2005; Los Abrazos del río, 2010, Noche Herida, 2015) hasta su primera ficción, pronta a ser proyectada en salas, Tantas Almas, todas describen desde el cine nuestra multiplicidad, aun frente al horror.

 

Lo que sucede en este país,

en cada rincón de este país,

es que cada día

una mujer se levanta

y cocina.

Julia Simona Guerrero

Ingrese a este link para leer la primera parte de "El hombre, su imagen dorada"

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IV

Recorrí el Magdalena Medio, a finales de los años dos mil, recogiendo testimonios de la violencia paramilitar. Un día cualquiera me sentí desfallecer. Saturado por tanta injusticia y el dolor necesité tomar un poco de distancia. Pero me fue imposible. En la zona no había mucho para hacer. La distracción es en realidad un lujo. Continúe, pero sentí claramente que cada día me iba cerrando, sin saber bien qué hacer. Los demonios que despertaba quedaban por ahí, arrastrándose entre nosotros. Y no les aguantaba sus miradas.

Hasta que me encontré con Nelly y su relato. En medio del dolor que revivía para mí, percibí una pequeña luz brillando, capaz de echar abajo tanta sombra.

Sus hermanos habían sido asesinados por los paramilitares y sus cuerpos habían sido arrojados al río. Su padre, braveando la prohibición de buscar y repescar los cuerpos, había salido al río. En poco tiempo y con la ayuda de algunos amigos, pudo lograr lo imposible: volvió a casa con ellos para enterrarlos. Era un gesto valiente que ponía un punto final al dolor. Sin duelo, la muerte violenta es ruido infinito. Con eso contaban los paramilitares para amedrentar la población por décadas.

El padre de Nelly había logrado revertir un orden inaceptable, empujado por una necesidad vital. No era héroe (murió pocos años después loco y triste), pero logró callar, por un momento, los aullidos de la bestia.

Partir de esa historia se me hizo necesidad.

Generalmente el documental llega después de los acontecimientos que narra. Su gran tarea es reconstruir de manera indirecta ese pasado, reciente o lejano, que impregna de manera casi invisible nuestro presente. Intenta escapar a la inmediatez, generando líneas de tiempo y espacios comunes para el sentido y la  reflexión. La ficción, por el contrario, viaja arbitrariamente para ubicarse en cualquier lugar del tiempo, casi siempre de manera exclusiva y privada. Las historias que plantea son excepcionales y su principal interés emotivo. En principio el documental desconfía de la emoción y la ficción aborrece la reflexión. Afortunadamente, las buenas películas de cine se instalan siempre entre las dos.

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Yo quería, como todo director, intentar hacer una de ellas, aunque me quedara por mitad del camino, aunque acabase haciendo evidente mi incapacidad o estrellándome contra el escaso financiamiento y la mala suerte. Para seguir, tenía que hacer la apuesta de la ficción documentada.

Estaba seguro de una sola cosa: todo dependía de mi capacidad para encontrar ese hombre que aún no lograba filmar.

   ***

El hombre desconfía. No puede mostrarse entero y exponer su fragilidad sin sentirse proa. La guerra lo ha obligado a parecer otro, formando un batallón despersonalizado. Por eso, frente a la cámara, la mayoría parece estar siempre en otro lugar. La mirada se escapa, las frases se cortan, el diálogo es forzado y poco personal. Es imposible centrar la mirada sobre alguien que busca huir de sí mismo. Sólo se mira con atención a quien está absolutamente allí, jugándosela toda.

Entre todas las imágenes que había visto recordaba a un hombre alto, moreno y flaco, vestido totalmente de blanco, bigote con algunas canas y ojos grandes mirando con una determinación paciente. Se llamaba Arley. Tenía presencia, esa capacidad espiritual que tantas veces se confunde con el físico o el porte y que tiene que ver con ese todo que envuelve a una persona y que aún no logramos entender, base de nuestros lazos afectivos más profundos.

Llegamos a su casa y después de explicarle el proyecto le propuse hacer un ejercicio de actuación. Tenía que acercarse a su casa por la orilla, saludar como si no conociese a nadie y esperar. No le dije qué buscando que él mismo encontrase una solución que yo pudiese leer claramente. Lo hizo sin afanes, en su tiempo: iba sintiendo lo que hacía. Cada paso que daba, cada mirada que lanzaba, cada gesto, lento y seguro, tenía sentido. No pude cortar sin sentir que lo interrumpía.

Le propuse una idea más precisa. Adentro había una botella llena de agua: tendría mucha sed y, después de esperar inútilmente que alguien respondiera a su saludo, entraría para tomarla. Cuando tomó de la botella sin parar, el calor se me hizo insoportable.

Maravillado, quise saber hasta dónde podía llegar.

En su jardín fui a buscar unos palos y le dije, tratando de ser lo más preciso posible, que tenía que cortarlos con un machete para poderlos clavar luego como soportes de cerca y que, mientras lo hacía, iba a escuchar alguien pasar por el camino a su espalda; que tenía que girarse y observarlo para descubrir que venían a buscarlo. Luego, tenía que dudar entre quedarse o huir y terminar escogiendo la segunda opción, abandonando a los suyos a la de Dios. Me hizo algunas preguntas, especialmente sobre la manera en que tenía que cortar los palos, el gesto que le había indicado no era el más adecuado (nunca he hecho cercas) y decidimos pedirle a alguien que simulara caminar para que tuviera un referente preciso.

Cuando logramos cierta sincronía en el encadenamiento de las situaciones, una tensión comenzó a flotar en el espacio, el peligro comenzó a sentirse y parecía real. Los familiares que lo miraban como yo, parecían rememorar algo y comencé a sentir que abríamos puertas que aún no estaba seguro de poder cerrar. Corté, mirándolo fijamente. Arley lograba transformar sutilmente el espacio exterior con una fuerza interior inusual.

Había encontrado al hombre que quería filmar.

Me senté entonces a hablar con él. Quería saber de dónde sacaba esa precisión tranquila.

Arley entendía las historias que le proponía. Los paramilitares habían entrado a su poblado con lista en mano mientras encerraban los niños y las madres en la escuela. Afortunadamente ese día él estaba trabajando afuera. Luego su pueblo se hizo fantasma. Durante largo tiempo tuvieron que arreglárselas para vivir en distintos lugares, pero todos tenían lazos familiares fuertes y les fue imposible adaptarse. Poco a poco, comenzaron a volver. Esa historia general estaba llena de pequeños relatos dramáticos: el secuestro de sus hijos, amenazas directas de muerte por lado y lado, noches de pesca interrumpidas por redadas.

Arley conocía muy bien la historia que le proponía actuar. Pero su capacidad para hacerla sentir con magia y sobriedad le venía de otro lado. Traté de saber más pero no pude. Sólo era evidente que disfrutaba haciéndolo y que no se avergonzaba exponiendo miedos y amor.

Volviendo de su pueblo pensé que la ficción era después de todo, un espejo que permitía descubrir las cosas sin juzgar. Le da al hombre distancia para mostrarse como posiblemente es. Siempre y cuando, no se le mire de frente.

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***

Arley no podía aceptar mi propuesta directamente. Tenía que consultar su entorno. Era evangélico y el rol que le proponía lo obligaba a romper muchas de sus convicciones frente a la mirada de los demás: fumar, cantar vallenatos comunes, decir groserías, mentir, fingir y robar para sobrevivir.

Creí que iba a ser imposible contar con él y comencé a buscar otras personas para el rol. Pero todas bloqueaban cuando se trataba de expresar emociones fuertes desde la fragilidad. Siempre había un exceso que desenmascaraba el artificio.

La presencia de Arley comenzó a parecerme capital. Sin embargo, no esperaba una respuesta positiva, aunque había entendido que las prácticas cotidianas de la gente no eran replicas exactas del dogma institucional.

En mis visitas al campo vi que el paramilitarismo se había impuesto en paralelo con las iglesias evangélicas. En varios pueblos desolados, el culto de los sábados eran los únicos momentos de la semana en que la gente se congregaba para escuchar la misma música. Desde afuera podía sentir la fuerza que da esa gran catarsis coronada por la voz gutural del pastor invitando a sacarse al diablo. La piel se me erizaba.

Pero traté de entender. Muchos de los campesinos que vi, especialmente jóvenes, se llamaban entre sí hermanos. Percibí redes de ayuda y una necesidad colectiva de ofrecer soluciones a los problemas que dejó la penuria económica que acarreó la acumulación de tierras en pocas manos por la guerra. Allí, sin embargo, las frases se repetían como dogmas. Me pareció muy distinta a la religión popular que conocía: vasta, híbrida, con lugar para otros saberes, indígenas o africanos. Un núcleo en movimiento que permitía reestructurar mundos en guerra: eventos nuevos, a pesar de ser destructores, amplían el rango del saber popular, generando historia. Y donde hay relato no puede haber dogmas.

Pero frente al discurso evangélico, pensaba con tristeza, ya no habría lugar para la resistencia. Me parecía obvio y triste: Arley nunca aceptaría actuar, aunque quisiese.

Me lo crucé días más tarde, caminando en el pueblo, acompañado por su mujer. No pude evitar insistirle: se trataba de un rol en el que podría volcar su religiosidad con distancia. Él miró a su mujer y me pidió de nuevo tiempo.

Meses después, me hizo saber que aceptaba. Su deseo de actuar era profundo.

Comenzamos entonces a trabajar. Ensayamos secuencias largas, nutriéndolas de su vivencia, reconstruimos diálogos, pusimos a los personajes en interacción. Quizás lo más complicado eran los monólogos: encontrar le tono justo del que se habla para sí mismo (o para las almas) sin esperar nada de los demás. Poco a poco todas las situaciones se volvieron un todo. En el centro vivía José, el personaje que ahora era él.

Arley tenía un cuaderno en el que anotaba y dibujaba todo lo que le parecía necesario. Era como un diario intimo en el que seguramente anotaba someramente algunos recuerdos personales que lo llevaban a actuar. Lo dejaba por el suelo y me llamaba mucho la atención. Era un misterio que preferí respetar.

Un día me llevó a ver sus cultivos de plátano y maíz a lo largo de un brazo del río.

Había una casa de paja que dejaba pasar la luz y el viento, trancando el calor. La rodeaban plantas floridas para curar males y dar felicidad. Mariposas coloridas revoloteaban en trayectos cortos. Dos hamacas viejas y simples colgaban a la sombra. Era un paraíso. Lo mantenía así el esfuerzo de su familia, especialmente de su mujer. Allí se trabajaba bueno, pero sobretodo, se la pasaba sabroso. La vida de Arley, como la infancia de María en Boyacá, colmaban todo. Siempre, le haría falta dinero. Nunca felicidad. Era un espacio que expresaba muy bien la espiritualidad de Arley. Una fuerza contagiosa que le daba ese don de actor.

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No siempre fui así, me dijo alguna vez. Sé lo que es perderse en la tristeza y el desespero. Anduve mucho tiempo perdido, como todos los demás. Quise a alguien que no me quería, hice cosas que no imaginé. Pero la vida es para gozarla. Afortunadamente encontré a mi mujer.  

Entonces supe que algo expresaba Arley de ese hombre de antes sin perder su fe. Esa tranquilidad le permitía estar en el presente, en un aquí y un ahora tan esquivos para los demás. A través de sus gestos, sus miradas y su voz, todo un mundo atragantado salía a la luz. El hombre tiene miedo, le angustia estar solo y no sabe cómo hacer. Reconocerlo es un esfuerzo descomunal.

Nunca olvidaré la escena final. Con el torso desnudo, después de una descarga emocional que nos había dejado a todos sin voz, fui a abrazarlo. Su sudor y su transpiración me impregnaron y sentí que mi cuerpo se inundaba de su fuerza. Me hizo bien sentirlo cerca. Pocas veces he abrazado así a otro hombre. 

El apocalipsis es un cuento para machos desesperados.

Por Nicolás Rincón

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