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El horror: síntoma de una época

La producción literaria del maestro del horror y el suspenso influenció el carácter truculento de las obras de finales del siglo XIX en Europa.

Sara Malagón Llano
30 de octubre de 2014 - 02:25 a. m.
El daguerrotipo de Edgar Allan Poe conocido como  ‘el daguerrotipo  Annie’.
El daguerrotipo de Edgar Allan Poe conocido como ‘el daguerrotipo Annie’.

El médico, especialmente el que se ha dedicado al estudio de enfermedades mentales y nerviosas, reconoce de un vistazo en la disposición del fin de siglo, en las tendencias del arte y la poesía contemporáneos, en la vida y conducta de aquellos que escriben obras místicas, simbólicas y decadentes, la confluencia de dos enfermedades bien definidas: la degeneración y la histeria. 
Max Nordau.

Edgar Allan Poe (1809-1849) pasó una parte de su infancia en el sur de Estados Unidos, antes de irse a Inglaterra. Por eso Cortázar afirmó, en el prólogo de su traducción de los cuentos de Poe, que “elementos sureños habrían de influir en su imaginación: las nodrizas negras, los criados esclavos, un folclor donde los aparecidos, los relatos sobre cementerios y cadáveres que deambulan en las selvas bastaron para organizarle un repertorio de lo sobrenatural”.

Fue hijo de padres tuberculosos y quedó huérfano a los pocos años de nacer. Además, dos años después de componer su poema más famoso, El cuervo, su prima de trece años, quien fue también su primera esposa, murió de tuberculosis, que junto a la histeria fue la enfermedad del siglo XIX. Tal vez de allí derivaría su obsesión por la enfermedad (“Una tez cadavérica, unos ojos grandes, húmedos y luminosos sobre toda comparación; los labios, algo delgados y muy pálidos, pero de líneas finas, una nariz de corte hebreo pero con las ventanillas excesivamente dilatadas, un mentón finamente modelado que por su poca prominencia denunciaba falta de energía moral”: La caída de la casa Usher) y la muerte: “La muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro. Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore [nunca más]”, dice en su ensayo Filosofía de la composición, en el que explica paso a paso el proceso de creación de El cuervo.

Mediante la repetición del “nunca más”, por cuenta del cuervo que habla, “el amante halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer en la índole profética o diabólica del ave, sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable”.

A finales del siglo XIX, Europa estaba en crisis: empezaba el capitalismo que derivó en nuestro sistema económico actual y la lucha de clases, consecuencias directas de la industrialización. Se vivía una nueva oleada de antisemitismo mientras se acentuaban las tensiones entre las que, en ese momento, se consolidaban como naciones. Imperaba una ideología que enfatizaba la defensa de los dominios, el aumento de las colonias, la rivalidad con los vecinos y la acentuación de la propia identidad, el ideal de nación. Ese clima, esa red de rivalidades que se iban encendiendo en todos los frentes de la Europa moderna, fueron la antesala de las guerras mundiales que trajo consigo el siglo XX.

Lo que se escribió en ese momento, como ocurre siempre, fue producto de su tiempo. Durante casi todo el siglo, Marx reflexionó sobre las desigualdades dentro ese capitalismo incipiente y sobre la necesidad de revolucionar el orden imperante —que no desapareció, más bien ha venido empeorando—. La filosofía y la historia pusieron en el mapa a figuras como Nietzsche, que mató a Dios; Freud, que hizo tambalear la idea de que el sujeto es autotransparente y tiene pleno control sobre sí; Spengler, que puso en duda la bondad de esa línea unidireccional, imparable y peligrosa que es el progreso. No es gratuito que uno de sus libros lleve por título La decadencia de Occidente. En pocas palabras, las últimas décadas del siglo XIX fueron tiempos de desencanto, y lo que hicieron sus pensadores fue arrebatarles a los descendientes del Siglo de las Luces sus certezas, y dejaron al siglo venidero en el vacío, en la falta de sentido.

Ese momento de ruptura filosófica, absolutamente esencial para pensar sobre lo ocurrido en el siglo XX, tiene a su vez sus raíces en un movimiento anterior: el romanticismo, cuyo padre —o al menos uno de ellos— ni siquiera era europeo. Edgar Allan Poe (nacido en Boston, Estados Unidos) es considerado uno los máximos exponentes del movimiento romántico en literatura, no sólo porque siguió sus tendencias a la perfección (escribir sobre sentimientos exacerbados, humanizar la naturaleza y dotarla de emociones, hablar de tragedia, dolor y amor —que es a la vez pasión, que es a la vez muerte—, insertar el elemento de suspenso en las historias), sino que hizo de la enfermedad, la locura y lo horrible una estética que floreció y proliferó a finales de siglo en el otro continente: todo aquello que la moralidad burguesa consideraba “malo” se volvió un valor. Los textos, recargados de adornos, exploraron lo prohibido, el tabú, y así nació la literatura decadente, o decadentismo.

En uno de sus cuentos, La máscara de la muerte roja, vuelve a Europa, a la peste pasada, y a la literatura alrededor de ello: al Decamerón de Boccaccio, que ronda el encierro, o el exilio voluntario, por cuenta de una enfermedad: “La ‘Muerte Roja’ había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte […] Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas”.

Oscar Wilde, Charles Baudelaire y otros simbolistas franceses, Joris-Karl Huysmans y Ambrose Bierce son algunos de los autores que adoptaron una estética grotesca y la obscuridad presentes en los relatos de Poe. Algunos de ellos hablaron abiertamente de la fuerte influencia que tuvo Poe en sus obras. Otros se vieron influenciados por un personaje: Auguste Dupin, el detective ficticio de Poe de Los crímenes de la calle Morgue, le sirvió de inspiración a Arthur Conan Doyle para su Sherlock Holmes. Por último, la estructura de sus cuentos fue alabada por grandes cuentistas como Thomas Mann, Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges, quien le dedicó, irónicamente, no un cuento, sino un poema: “Como del otro lado del espejo / se entregó solitario a su complejo / destino de inventor de pesadillas. / Quizá, del otro lado de la muerte, / siga erigiendo solitario y fuerte / espléndidas y atroces maravillas”.

 

 

saramalagonllano@gmail.com

 

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Max Nordau

Por Sara Malagón Llano

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