El Magazín Cultural

El libro como revelación

La literatura no nos salvará de una hecatombe. Tampoco de nuestras desgracias cotidianas o del dolor de una ruptura, pero cuán cierto es que su presencia en nuestras vidas es la de unir, precisamente, lo que está disperso.

Jhonattan Arredondo Grisales
01 de julio de 2019 - 06:25 p. m.
Imagen de "La lectora de novela", de Vincent van Gogh, una pintura de 1888.  / Cortesía
Imagen de "La lectora de novela", de Vincent van Gogh, una pintura de 1888. / Cortesía

Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? 

Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? 

Y al fin, libros y personas se encuentran. 

André Gide

I.

Estas reflexiones parten de una dificultad: la enorme cantidad de artículos, libros, talleres literarios, congresos, entre otros asuntos relacionados con el arte de la lectura que a pesar de incentivar uno de los placeres más antiguos de la historia de la humanidad, al menos desde mi punto de vista, sospecho que su intención primaria, es decir, el hecho de preguntarse para qué y por qué leer, puede, gracias a ese mismo interés, apagar la incandescente llama de la curiosidad. De ahí la sentencia del escritor argentino Rodrigo Fresán: “Ahora el enemigo de la lectura es la lectura”. Esto porque el lector, creo, no irá por su propia cuenta a escudriñar en los anaqueles o a bucear en el interminable catálogo virtual de la biblioteca donde se encuentra inscrito, sino que atenderá, más bien, a la recomendación que escuchó en este o en aquel encuentro. Lo cual tampoco quiere decir que esté mal. De hecho, mucho de lo que leemos, ha llegado hasta nosotros por esta vía. Mi preocupación, pues, reside en la cada vez más ausente figura del lector auténtico. Lector auténtico: aquel que, sin ninguna carta de navegación, sin ninguna bitácora, emprende un viaje en el que no sabe si llegará a la otra orilla, la orilla del alumbramiento; pero, sobre todo, de la instantánea emoción que abraza (con z y con s) a quien cree descubrir, por primera vez, el libro que tiene entre sus manos. Quizá, como la literatura necesita de la antiliteratura para potenciar su legítimo sentido, asimismo la lectura necesita la aparición de la antilectura. Para traer a colación una referencia literaria, pensemos, por ejemplo, en esa maravillosa novela del escritor estadounidense Ray Bradbury: Fahrenheit 451. Cuánto bien nos haría, en estos tiempos de la sobreinterpretación y de la proliferación de los manuales de lectura, la amenaza constante de aquellos bomberos lanzallamas. Leeríamos con avidez, incluso, las aburridas gestas del Cantar del Mío Cid. En fin, hacia ese lector auténtico, primitivo, se dirigen las digresiones que les compartiré a continuación. 

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Quisiera empezar con una anécdota que acaeció en mi niñez. Recuerdo que tenía nueve años y un pastor alemán que me acompañaba donde fuera. La casa en que vivía se encontraba en medio de cafetales y árboles nativos que ahora, infortunadamente, son imposibles de encontrar. Lejos, además, de cualquier camino que condujera hacia algún pueblo cercano. El caso es que mi padre, un hombre que había vivido toda la vida en el campo, cumpliendo con la tradición que heredó de sus antepasados, una noche decidió enviarme donde unos “vecinos” que vivían al otro lado, es decir, a la casa que bajo la luz del día apenas divisábamos desde la nuestra entre el espesor de la montaña. El motivo de la travesía que debía enfrentar era, en realidad, una prueba de hombría. La manera más eficaz de vencer los miedos que me acechaban en las noches. Me refiero a las brujas, a los duendes y las ánimas en pena que creía ver y escuchar tanto en los corredores como en los tejados. Toda una amalgama de supersticiones que, todavía, no sé si son inverosímiles. Ustedes se imaginarán el terror que significó para mí dicha empresa. Ustedes se imaginarán, también, todas las imágenes que se me cruzaron por la cabeza. Pero tenía que hacerlo. Esa era la única opción y no era algo que se podía negociar. De modo que alisté en un líchigo las cosas que mi padre le envió a los vecinos y me despedí sin demostrar el miedo que todo el día se había apoderado de mis infantiles pensamientos. Así que, antes de partir, llamé a mi perro; pero el infeliz, esa vez, se quedó debajo de una mesa, inmóvil, como un gato. Quizás, ahora que lo pienso, quiso decirme que debía hacerlo solo. Y así fue: crucé el portón sin la compañía de nadie y sin ni siquiera una linterna que me auxiliara cuando sospechara de algún movimiento entre los matorrales. Sin embargo, una vez me adentré en el camino, el miedo empezó a crear en mi imaginación un universo en el que fantasmas de todas las clases aparecían de la nada para sumergirme en las profundidades o para llevarme hacia algún lugar imprevisible. Lo cierto es que no apareció ni un solo fantasma, aunque, como se debe suponer, creí ver o escuchar algo que provenía de otra dimensión. En todo caso, durante mi recorrido repetí como el pecador más infame sobre la tierra, las tres oraciones que me habían enseñado. Todas tres, aclaro, sin dejarlas de pronunciar ni un solo instante hasta llegar al lugar de mi destino.

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Aquí es adonde quería llegar. Aquí, donde muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, comprendo que esa anécdota tenía cierta semejanza con el inicio de una de las obras más ricas de la historia de la literatura. Hablo de la Comedia de Dante Alighieri. Como recordarán, los primeros versos que componen el primer canto del Infierno rezan así: “Nel mezzo del cammin di nostra vita/ mi ritrovai per una selva oscura/ ché la diritta via era smarrita”. Tal vez se pregunten cuál es la relación que encontré. Por supuesto, no me hallaba en la mitad de la vida ni me había extraviado, aún, en una selva oscura. Mucho menos la relación se debe a la ambientación atmosférica. La revelación ocurre cuando descubro, más allá del sentido religioso que profesan las oraciones que repetí con la esperanza de encontrar en ellas un escudo, que la palabra poética, es decir, la palabra que surge de una íntima carencia, de una hendidura y que a su vez intenta atravesar los límites de lo imposible acaso sea aquella rama que cuelga, libre y sin medida, del vertiginoso precipicio. Para ser más exacto con lo que pretendo decir: la palabra poética es, no la salvación, sino la guía que nos puede señalar el camino que creíamos inaccesible. El fuego, siempre huidizo, con el que osamos encontrar un lugar en la vastedad del universo. La posibilidad de la posibilidad. 

 

II.

La literatura, sin embargo, no nos salvará de una hecatombe. Tampoco de nuestras desgracias cotidianas o del dolor de una ruptura, pero cuán cierto es que su presencia en nuestras vidas es la de unir, precisamente, lo que está disperso. Todo en un mismo lugar, pero, eso sí, fuera de un tiempo histórico. La literatura entonces busca representar nuestra experiencia vital a través de metáforas o símbolos, aquello que sentimos pero que hasta ese instante de revelación, de alumbramiento, no sabíamos cómo nombrar. En todo caso, sería un equívoco afirmar que su función —porque debe tener alguna— solo nos conduce hacia la luz. No, no es así. Los senderos que traza están, aquí y allá, cubiertos por claroscuros. Escéptico, creo que es más, mucho más, lo oscuro que lo resplandeciente; pues lo que hace que hasta ahora no podamos definir cuál es su propósito práctico, es el hecho de que el lado oculto, el punto ciego, el secreto que atesora solo puede ser revelado cuando el libro y el lector se reconocen. En este sentido, leer no es tanto descubrir, sino, más bien, un lugar de reunión. Pero también (y quizá sea lo más importante) un lugar para preguntar, para conjeturar, para lanzar una hipótesis. Encender la lámpara, es decir, abrir el libro, no para ver el objeto de nuestro deseo perdido entre las sombras, sino para contemplar cuánta distancia lo separa de nosotros. 

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Esto último debería ser el principal objetivo que se buscara alcanzar en nuestras instituciones educativas cuando se habla, con rigurosa preocupación académica, de las famosas competencias básicas del lenguaje. Pero los profesores —desde un punto de vista general— parece que han olvidado que la literatura es sobre todo encantamiento. Especialmente, aquellos que han sido asignados en el área de Lengua Castellana. Una vez en el aula de clases, ya con sus títulos de licenciados exhibidos con heroísmo en una de las paredes de sus casas, toman distancia de las herramientas aprendidas y de sus posibles reflexiones y análisis en torno a la forma más apropiada de llevar a sus estudiantes el goce, el placer, el sustancioso alimento que alguna vez encontraron en las páginas de un libro. Es cierto que deben abordar unas lecturas que son requisito dentro de su plan de estudio, pero también es cierto que existen múltiples y diversas maneras de leer. “La realidad es otra”, dirán algunos. “Cuando se encuentre en el campo de batalla verá que nada de lo que vimos en el pregrado sirve para nada”, dirán otros. No nos engañemos: los primeros como los segundos tienen razón: la realidad es otra y mucho, tal vez mucho más de lo que se puede imaginar, no sirve para nada cuando nos encontremos —o cuando nos encontramos— en una aula de clase. En cualquier caso, considero que es importante que nos preguntemos, aunque sea una sola vez en la vida, si son esas las respuestas a mi romántica y soñadora afirmación de que la literatura es sobre todo encantamiento.  

Detengámonos un instante en la palabra “encantar”. De acuerdo con su raíz etimológica, esta palabra viene del latín “incantare”, que en español quiere decir más o menos “lograr un hechizo por medio del canto”. La lectura, en este sentido, debería ser ese canto de sirena que nos seduzca, que nos impulse a ir a lugares desconocidos, pero, a su vez, el mensaje que nos permita advertir los peligros que nos acechan, las diferentes perspectivas a la hora de afrontar un problema o la posibilidad de alcanzar la dudosa alegría que algunos creemos imposible. Tal vez solo hallemos consuelo. Pero para lograr esto se necesita algo más que un título de profesional. Ese “algo más” puede entenderse aquí como pasión, entrega, ímpetu, incluso consagración. ¿Cuántos de nosotros no hemos dicho, en algún momento, “este profesor sabe mucho pero qué aburridas son sus clases”? Como los libros, los profesores no tienen porqué ser del agrado de todo el mundo. Es comprensible. Es, también, algo que puede discutirse en otro espacio. No obstante, un profesor que se dedique a dar clases de literatura debería empezar sus clases con literatura. De lo contario, es decir, empezar con un texto teórico, sería un error. Quizás el peor de todos. Por tanto, en vez de atrapar el pez, hará de espantapájaros. Y como mencioné anteriormente, la lectura es un lugar de reunión. 

 

III.

Los lectores llegan a los libros por curiosidad. Algunos porque esperan encontrar algo nuevo. Otros, en cambio, porque esperan hallar entre sus páginas sus mismos intereses. También existe esa clase de lector que llegó a los libros por equivocación. Y, por supuesto, no podemos dejar de mencionar que muchos libros, misteriosamente, son los que llegan a nosotros. Quizá, la mano de un dios bondadoso nos lanzó este o aquel ejemplar para que nos dijera lo que él no puede decirnos a través de la naturaleza. El único enlace que tiene con nosotros, frágiles mortales, es ese objeto aparentemente inofensivo que alguien, algún día, cifró en cinco letras para reunir los misterios de ese otro libro que conocemos como el universo. Esta suerte de milagro nunca dejará de sorprendernos, por eso, cuando sucede, creemos que el destino nos ha enviado ese regalo para que lo leamos con la fascinación de un espeleólogo. Tenemos la sensación de estar a punto de presenciar una revelación, una que, por fortuna, nunca se revela. Entonces, ¿por qué leemos y para qué leemos? Esencialmente, para guardar el secreto. De ahí que cada lector sienta que es el portador de una verdad, pero a la vez, que no puede transmitirla a los demás con precisión. Italo Calvino, en una novela extraordinaria que titula Si una noche de invierno un viajero, escribió una línea que bien puede resumir las líneas anteriores: “Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser”. ¿No es esta la mejor definición que se le puede dar a un arte que, como a los demás, se lo considera inútil? Responderé con una obviedad: basta abrir un libro para que el mundo exista.

Aclaremos: no un único mundo, sino múltiples mundos. Todos posibles a través de la imaginación, algo que por más trabas que el poder interponga en su camino, solo hará que sus flechas avancen más en la inconmensurable extensión de la nada. Bien dijo Ludwig Wittgenstein una mañana mientras contemplaba una bandada de pájaros invisibles: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Expresión que nosotros podemos parafrasear como: “Los límites de mi imaginación son los límites de mi universo”. La lectura también puede ser un antídoto contra la escasez. Ya saben: un buen libro puede hacernos olvidar el hambre, el frío, la angustia de unas manos que se deslizan sin éxito en los bolsillos. También puede enriquecer nuestro espíritu, es decir, hacernos más humanos. Así, después de una lectura, es posible que te sientas en la capacidad de instalarte en los zapatos del otro, ese otro que a lo mejor mirabas con indiferencia. Del mismo modo, la soledad, el mal del siglo, no debería inquietarnos. Revertir ese estado es asunto de seguir una simple instrucción: corre a la librería más cercana como si un loco te persiguiera con un hacha y no amaines el paso hasta encontrar un amigo, un cómplice, alguien que en silencio permanezca a tu lado. Empero, es preciso detenerse, desmenuzar cada página. De nada sirve una lectura sin una buena digestión. 

Debo disculparme porque he pasado por alto uno de los temas que más me impulsó a escribir estas reflexiones y que tiene que ver con la reciente discusión entre si prohibir o no el uso de los dispositivos móviles en las aulas de clase. Como sabemos, para bien o para mal, cada día la tecnología avanza con una rapidez desorbitante. Así que es un desacierto huir de los nuevos retos que debemos enfrentar. Más bien, consultemos el oráculo de Delfos. Seguramente nos dirá: “Ahí están los lectores, ahí están los libros”. Eso sí: en cuanto a la lectura, debo decir que nada puede ser más placentero que tener el libro en las manos. Y no solo eso: olerlos, acariciarlos, incluso, dejar una nota en uno de sus bordes o señalar con un punto algún fragmento de nuestro interés. La tecnología no debería alarmarnos; por más rápidas que sean sus innovaciones, nosotros continuamos leyendo a la misma velocidad que los monjes benedictinos del medioevo (más o menos unas doscientas palabras por minuto). Lo que sí debería preocuparnos es cómo hacer para que las nuevas generaciones encuentren en un libro, sea cual sea su formato, una novela, un cuento o un poema lo suficientemente capaz de romper el mar helado que llevamos dentro. ¿Bastará con tener a la mano una buena dosis de secuencias didácticas? Quiero creer que lo que más necesitamos es la capacidad de asombrar, la capacidad de persuadir, la capacidad de incitar a nuestros estudiantes a investigar. Todo esto para que se encuentren en un libro. Todo esto para que algún día, uno de ellos, uno solo de ellos, cuando le preguntes por la escritora que le recomendaste, te dé la mejor respuesta que podrás recibir en tu vida como maestro: “Profesor: leerla es leerme”. 

Por Jhonattan Arredondo Grisales

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