El Magazín Cultural

El mar, el bosque y la cárcel: el tridente narrativo de Álvaro Mutis

Su travesía por el océano Atlántico; su estadía en Coello, municipio de Tolima y su paso por la cárcel de Lecumberri fueron tres momentos cruciales en la construcción de su poesía, su prosa y su famoso Maqroll "El Gaviero".

Andrés Osorio Guillott
07 de junio de 2019 - 11:54 p. m.
Álvaro Mutis falleció el 22 de septiembre de 2013. / Archivo
Álvaro Mutis falleció el 22 de septiembre de 2013. / Archivo

Un horizonte donde el agua se percibe infinita; un trópico donde cualquier ser humano se halla diminuto ante la inmensidad de los bosques compuestos de árboles mágicos; las orillas de los ríos en las que las melancolías reposan en las rocas húmedas y resbaladizas; los puertos donde las odiseas hacen sus pausas y sus protagonistas reinventan la vida sobre la tierra fueron escenarios que atrajeron a Álvaro Mutis, hacedor de un hombre que jamás abandonó el peregrinaje y que nunca se adaptó a una vida citadina y terrenal.

Santiago Mutis, su padre, vivía en Bruselas ejerciendo su cargo como diplomático colombiano en la década de 1920. Álvaro, quien nacería con el privilegio que pocos poseen de tener un futuro prometedor, sin carecer de lo material y sin distanciarse de la cultura burgués, creció cobijado por la lengua francesa, por los mundos de Saint-Beuve, de Saint-Exupéry, de Chateubriand.

La poesía y la prosa de Mutis tienen tres elementos que se explican en tres edades diferentes. La primera, la germinación de una palabra tan avasallante, surge de los viajes que tuvo con su padre antes de que este último falleciera en los albores de la década de 1930.

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Las travesías por el océano atlántico, los días que parecían no acabarse entre el forcejeo de las olas y un silencio atravesado por los fuertes vientos fueron los peldaños de la primera experiencia literaria de Mutis, entendiendo experiencia literaria como aquello que abruma, aquello que asombra, aquello que desborda nuestra capacidad de entendimiento y que altera cualquier intención de expresar con las palabras cotidianas lo que resulta sublime e imponente.

Maqroll El Gaviero, el álter ego del poeta, el timonel de sus remembranzas, de sus creaciones, se reconoció como “un hombre de mar”, como un hombre incapaz de vivir en la firmeza, en las lógicas aparentemente inalterables de la existencia en tierra firme, como un ser humano incapaz de una vida citadina sujetada a las reglas de la convivencia y la estabilidad. Y a esas imágenes de un pasado fluvial, de días volátiles, de palabras maleables y empujadas por las olas que llegan agotadas a las riveras de las playas, Mutis les dedicó un mundo custodiado por la obstinación y la irreverencia de Maqroll, un personaje para el que “los puertos apenas fueron transitorios pretextos de amores efímeros y riñas de burdel”.

Su fascinación por los paisajes que se asomaban ante la mirada curiosa y pasmosa se arraigó a la mano del poeta y con el paso de los años se fue desarticulando para fluir en cientos de páginas cómplices de recuerdos y secretos que se pierden en altamar y que rara vez llegan a las costas en botellas de vidrio.

Las palabras que terminan siendo el único testimonio, que se convierten en nuestro rastro, en nuestra huella, en nuestro escudo, hallan su esencia, su porvenir, en los primeros años de vida, en instantes específicos que adquieren sentido lustros después, en las alegrías que parecían inacabables y en las aventuras que quedan en la memoria y, pese a que no se deterioran, sí mutan a nostalgias y a sentimientos en los cuales se hace irresistible no extrañar las caminatas y los descubrimientos de antaño.

"Todo lo que he escrito está destinado a celebrar, a perpetuar ese rincón de la tierra caliente del que emana la sustancia misma de mis sueños, mis nostalgias, mis terrores y mis dichas. No hay una sola línea de mi obra que no esté referida, en forma secreta o explícita, al mundo sin límites que es para mí ese rincón de la región de Tolima, en Colombia". Así describió Mutis a Coello, un municipio custodiado por cafetales, por un abanico de árboles y plantas que expulsaban aires cálidos y coloridos que iban a parar en las corrientes de los ríos perdidos en el edén.

Su infancia sucedió entre el cantar de las aves que se escabullían entre los árboles y que huían como los poemas que él mismo escribió, entre el movimiento pendular de su hamaca y el olor a vegetación que se colaba en la esencia de las páginas de poesía francesa y de literatura de ciencia ficción.

Su estadía fue corta, pero suficiente para hacer de sus versos y también de su prosa una oda a los trópicos colombianos, a esos lugares recónditos que el Estado no ha despojado de olvido pero al que algunos escritores como Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o el mismo Mutis le han dedicado sus historias y sus memorias para otorgarles el valor que les corresponde y la belleza que pocos le atribuyen por no adentrarse en sus caminos y sus misterios.

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En su adolescencia volvió a Bogotá y allí reafirmó que su tiempo solamente valía para leer y para jugar billar. Decidió renunciar al colegio como un acto de sensatez y rebeldía, pues estudiar, o por lo menos aquí en Colombia, no es sinónimo de leer, y Mutis afirmó que no podía perder tiempo estudiando ya que tenía muchas lecturas pendientes, lecturas que alternaba con el billar, aquel deporte que se hizo famoso en las nuevas generaciones de la primera mitad del siglo XX en Bogotá y que se fue consolidando como uno de los espacios favoritos para tomar una cerveza, hablar de política y fumarse un cigarrillo antes de analizar la próxima carambola.

 “Un dios olvidado mira crecer la hierba”, fue uno de los versos que yacía en la privacidad de aquellos cajones de madera que son carcomidos por las angustias. Ese verso retumbó en ese entonces y motivó a Mutis para publicar La balanza, libro de existencia efímera, pues su presencia en los estantes de las librerías desapareció por el fuego y el caos de aquel 9 de abril de 1948.

El bogotano dejó de trabajar en emisoras y oficinas que postergaban lo inevitable: la creación de un mundo azaroso e indescifrable como el que habitó y padeció Maqroll El Gaviero. A Mutis lo culparon por malversar los fondos de la Esso, empresa en la que trabajó como jefe de relaciones públicas. En la prisión de Lecumberri, ubicada en la capital mexicana, Mutis experimentó su tercer y último momento de reinvención en su narrativa. Su experiencia al conocer los límites de la condición humana y convivir con historias que parecen surgidas del Hades, le sirvieron para dedicarse a construir su álter ego, a reconstruir sus memorias entre los mares y sus vivencias entre las cordilleras que fueron testigos de la génesis del liberalismo radical y de las células que, años después, daría fuerza a la violencia bipartidista en Colombia.

En total fueron quince meses encerrado en la celda número 52 de la crujía I. Cada confesión y cada segundo de elucubraciones sirvió como caldo de cultivo para la construcción de las siete novelas que saldrían a la luz 26 años después. 

“Lo que te quiero decir es esto: mi primera novela, La nieve del almirante, data de 1986. Cuando la terminé, empezó a destilarse una cantidad de material que se convirtió en las otras seis novelas. Me di cuenta de que estas novelas, que son ficción pura, provenían de mi vida en la cárcel. De esto no me queda ninguna duda. Tampoco hubieran sido posibles mis cuatro libros de poesía sin la visión interior que me dio permanecer solo, conmigo mismo, en una celda”, le confesó Mutis a Elena Poniatowska, su confidente y cómplice en esos meses de aislamiento.

Por Andrés Osorio Guillott

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