El Magazín Cultural

El otro lado de la televisión

La televisión es, sin duda, uno de los medios que más influye en la conciencia de los ciudadanos. Las noticias negativas se constituyen en un producto que vende. Para John Fiske [1982], lo anterior está directamente relacionado con los valores culturales noticiosos, con los mitos dominantes de la sociedad posindustrial y con lo que se ha denominado sociedad del espectáculo.

Joaquín Robles Zabala
19 de febrero de 2018 - 10:04 p. m.
Cortesía El ciudadano
Cortesía El ciudadano

No es un chiste la historia del chico que, en plena clase, ante una pregunta de su profesora, le confesara que su mayor sueño era ser narcotraficante, no solo porque los narcos siempre tenían plata y estaban rodeados de mujeres bonitas, sino porque, de proponérselo, podían llegar a ser presidentes de la República.  

Para Peter Weiss [1974] esta nueva mirada de informar, de mirar el lado oscuro de los hechos, tuvo su origen en la década del sesenta con el surgimiento del Nuevo Periodismo norteamericano, cuando el reportero aparece como parte del espectáculo noticioso. De ahí, precisamente, nace la sentencia de Adorno que expresa que “todo lo que se crea tiene que encontrar su mercado” [1968], sentencia que Weiss retoma en algunos de sus textos y que el periodismo norteamericano siguió al pie de la letra.

Para Vargas Llosa [2012] es casi una obligación de los telenoticieros que los acontecimientos negativos ocupen espacios importantes durante la emisión y que solo una sección, muy pequeña, sea dedicada a informarnos de hechos que muchas veces no son trascendentales y que están más cercanos a la farándula y a acontecimientos pueriles de la vida de las estrellas. Ese formato vacío, como lo califica el novelista y premio Nobel de Literatura, es consecuencia de la falta de una crítica seria, pero también de la globalización de formatos repetitivos que buscan, en el fondo, llegar a una mayor audiencia que le apuesta más al ‘show’ que a la información misma.

En este sentido, el periodismo “serio”, de investigación, capaz de dejar al descubierto el juego sucio de algunos gobiernos y estamentos estatales, ha ido cediéndole paso a la superficialidad. Esta superficialidad no solo se limita a los hechos noticiosos [léase entrevistas, reportajes, crónicas], sino también a los hechos de la cultura. En otras palabras, la cultura, en su acepción de refinamiento y elaboración, ha ido decayendo, perdiendo ese valor trascendental que le dieron, por ejemplo, en la novelística y la poesía, maestros como Flaubert y Baudelaire.

Esa sociedad del espectáculo, como en la antigua sociedad romana, pide a gritos la sangre en la arena y convierte el circo en el espacio ideal para poner en el escenario los hechos de muerte que parecen fascinar a los espectadores. No se puede negar que los hechos negativos hacen parte de la vida cotidiana de las sociedades, así como los positivos, que los medios no se los inventan, pero sí crean una línea editorial que les permite enfatizar sobre estos y alimentar en los espectadores ese profundo sentimiento del morbo que, en muchos casos, dispara la adrenalina y termina creando el hábito.

El circo del que hacía referencia el novelista peruano no es el mismo del que nos hablan los libros de historia sobre el gran Imperio Romano. Hoy, ese circo ha sido inventado por los mass medias [Van Dijk, 2003], no solo en el sentido de la intervención del periodista en la noticia, como lo hicieron los creadores del llamado Nuevo Periodismo, sino en el sentido metonímico de la noticia misma. 

Los medios son creadores de opinión. Y las matrices que mueven u orientan a las sociedades son direccionadas desde los emporios económicos que representan. Esas orientaciones no se limitan solo a la política, como algunos pueden pensar, sino también a la moda, a la alimentación e incluso a la música que escuchamos y los libros que leemos.

Siempre se ha dicho que el conocimiento es poder, y que a través del poder se contrala el discurso, y los propietarios de las grandes empresas de comunicación saben y entienden esto mejor que nadie, ya que los grupos sociales suelen, por lo general, llenar sus necesidades de información a través de los noticieros de televisión, la radio y los impresos. Lo anterior ha llevado a Van Dijk [2003] a asegurar que los mass medias son los responsables de establecer hoy las actitudes ideológicas de las nuevas generaciones. Los estudiantes que acceden a los programas de comunicación y periodismo en las distintas universidades de América Latina, Europa y los Estados Unidos, llegan a las facultades con una idea distorsionada de lo que es el periodismo porque los medios de comunicación, en el especial la televisión, les han mostrado solo una cara del ejercicio periodístico.

Para Fiske esto se produce por varias razones. Una tiene que ver con el hecho de que las empresas de comunicación son, necesariamente, empresas económicas con sus propios intereses. Las líneas editoriales obedecen, en muchos casos, a este hecho. Lo otro tiene que ver con los niveles de audiencia. Los realitys show no serían tan espectaculares si no insertarán en sus contenidos los mismos elementos axiológicos que los espectadores identifican en la vida cotidiana: ahí está presente el circo, la intriga, el odio y un cúmulo de pasiones con las que la audiencia busca explicar y darle sentido a todos aquellos acontecimientos que la vida cotidiana nos ofrece.

Las sociedades, sin proponérselo, construyen modelos que se convierten luego en representaciones mentales, y cada evento, acción o situación va a ser leída teniendo en cuenta estos modelos. La pregunta formulada con respectos si los modelos televisivos son copiados por las sociedades o son los dramas de la televisión un reflejo de las situaciones sociales, ha puesto en el tapete varios frentes de análisis para los estudiosos y comentadores de medios de comunicación.

En Colombia, en los últimos años la televisión se ha visto invadida por un sinnúmero de telenovelas que narran aspectos [conocidos y desconocidos] de la vida de personajes siniestros que han dejado su huella negativa en la historia del país. En la década del ochenta, Pablo Emilio Escobar Gaviria era el narcotraficante más importante de los carteles de la droga en Colombia y, para muchos, el más importante del mundo. Su vida ha sido llevada con gran éxito a la televisión y pronto tendrá su versión hollywoodense, según noticias de prensa.

Lo de Escobar se inserta en este principio valorativo que Barthes define como mito dominante porque deja ver muchas aristas axiológicas que están presentes en el espectador. El muchacho pobre, hijo de una madre trabajadora que lucha por salir de la miseria, es el cliché de muchas telenovelas. Es probable que ante los ojos de quienes hayan visto el relato de “Escobar: el patrón del mal”, el otrora narcotraficante más poderoso del planeta no sea leído estrictamente como un hombre que actúa por fuera de la ley sino, por el contrario, como un luchador que combate con sus medios la estructura anacrónica que agobia a la sociedad. Hay que recordar que en una oportunidad Escobar se declaró “hombre de izquierda”, lo que podríamos traducir como un inconforme de las tradiciones sociales y políticas que gobiernan al país desde el siglo XIX.

Es difícil creer que el problema sea el drama que popularizó la vida de Escobar o los culebrones que narran la biografía de los Castaño y otras figuras degradantes de la vida nacional colombiana. Tampoco que el problema esté en la televisión misma, sino en la manera cómo se proyecta la vida de estos protagonistas de la vida nacional. Es decir, abordar positivamente los hechos negativos que han desangrado al país. Mostrar a Escobar como un héroe es, en el fondo, exaltar su vida delincuencial, sin importar que, como padre, les haya llevado a sus hijos un trozo de África a Antioquia.

Aquí el asunto no es de moralidad, como pueda pensarse, sino de conciencia, pues mientras que el país pide a gritos el silencio de los fusiles y la construcción de una paz verdadera, la imaginación de los niños y jóvenes colombianos está siendo alimentada a diario por las narcotelenovelas.

*Magíster en comunicación

Por Joaquín Robles Zabala

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