El Magazín Cultural

El Palau de la Música de Barcelona, lugar de lo imposible

Uno de los símbolos catalanes más importantes, declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1997, sigue reviviendo la magia del show en vivo.

Isabel-Cristina Arenas
13 de agosto de 2015 - 03:54 a. m.

Oír a Glenn Gould tocar las Variaciones Goldberg de J.S. Bach en el Palau de la Música Catalana es una respuesta a esas preguntas del tipo “con qué músico le gustaría pasar un rato”. Sueño imposible: Gould murió en 1982 y no le gustaba dar conciertos; había dejado de hacerlo a los 32 años.

La tos, el cierre de los bolsos, los ronquidos y actualmente el celular, que alguien siempre deja encendido, pueden dañar la concentración del artista y molestar a los compañeros de silla. Sin embargo, lo que a Gould más le molestaba no era esto, sino la promoción de la vanidad de los intérpretes que, según su opinión, distanciaba al músico de la obra. El pianista canadiense afirmaba que el futuro estaba en las salas de grabación, junto a los ingenieros de sonido, sin distracciones. ¿Qué pensaría hoy de los músicos mediáticos con páginas webs y fotos diarias en Instagram?

Artistas como el director de orquesta venezolano Gustavo Dudamel (650.000 seguidores de Twitter, 868.000 fans en Facebook) y el pianista chino Lang Lang (260.000 seguidores de Twitter, 300.000 fans en Facebook) llenan salas con un año de anticipación. El mismo Gould llenaría hoy cualquier sala en el mundo. Las entradas costarían una fortuna, sí, pero ¿quién no quisiera verlo llegar con su bufanda y sus guantes en pleno verano, acomodarse en la silla de patas cortas que le hizo su padre y que llevaba a todas partes, cantar cada nota mientras toca encorvado sobre las teclas, dirigir con su mano izquierda mientras la derecha le obedece, romper todas las reglas del glamour y del tiempo? La fuerza del directo no puede ser suplantada por un video.

Glenn Gould dejó a muchos con ganas de verlo. Están sus grabaciones en estudio y videos, pero no es lo mismo. Están sus artículos, sus autoentrevistas, los libros escritos sobre él o a partir de él, como El malogrado (1983) de Thomas Bernhard: tres alumnos de piano, Glenn Gould, Wertheimer y el narrador, toman clases con el maestro Vladimir Horowitz. En poco tiempo dos de ellos se dan cuenta de que tienen talento, sí, pero no genio. ¿Cómo diferenciarlo? El genio es Glenn Gould y los opaca, sin querer destruye la carrera de sus amigos, sin querer porque él solo es, igual que la música. Uno se convierte en escritor y es quien cuenta la historia en un solo párrafo, un solo pensamiento sin interrupción alguna de espacios. El otro, Wertheimer, el malogrado, apodado así por Gould, no podrá vivir con la certeza de que lo suyo es sólo talento. No es envidia, es una nube negra que no se aparta desde el preciso instante en que escuchó a Gould tocar las Variaciones Goldberg.

Bernhard (Holanda, 1931-Austria, 1989) estudió violín cuando era niño, después canto. No pudo continuar con su carrera musical por culpa de una enfermedad que afectaba sus pulmones. Se convirtió en escritor; novelas, obras de teatro, textos periodísticos, autobiografía, todo marcado por la polémica debido a sus opiniones en contra de Austria, especialmente acerca de Salzburgo: “contraria a lo que hay en un ser humano, lo aniquila todo con el tiempo”. La ciudad y su sistema educativo, el nacionalismo, la posguerra, el catolicismo, la realidad social de una ciudad aparentemente perfecta, sus largas prácticas de violín, amor-odio en los tomos de sus relatos autobiográficos: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño.

Es precisamente en Salzburgo en donde coinciden los tres pianistas, Glenn Gould, Wertheimer y el narrador. Este último acepta su fracaso, regala su Steinway a una niña que lo “destruirá” en poco tiempo. Wertheimer hace lo mismo con su Bösendorfer, pero no logra superarlo. Gould, por su parte, decide retirarse de la vida pública, pero continúa tocando, perfeccionando las Variaciones Goldberg en la ficción. Y también en la vida real, en la que se refugió en su casa estudio alejado del público, y en la que grabó sus discos, programas de radio y video. “Nunca más volveré a abrir la tapa de mi piano”, dice el narrador de El malogrado al regalar su Steinway, pero en realidad lo pensaba Gould, quien afirmó que dejaría de tocar a los cincuenta años, y pocos días después de cumplirlos murió de un infarto cerebral.

Los conciertos públicos no son una institución moribunda, como afirmaba Gould. Es cierto que no todos los seguidores de los artistas irán a sus conciertos, pero hablarán de ellos, querrán ser como ellos, y hasta harán supuestas series de televisión sobre ellos. A propósito, pareciera que Gustavo Dudamel es el protagonista de Mozart in the Jungle, pero nada más alejado de la realidad. Los niños en la China hoy quieren ser como Lang Lang o Yuja Wang, las niñas mexicanas tienen como ejemplo a la directora de orquesta Alondra Parra, y en Colombia, a la soprano Betty Garcés. Asistir a un concierto es sentirse feliz con mucho tiempo de anticipación, esperar a que llegue la fecha oyendo el repertorio, predecir sus notas, leer sobre los compositores y los intérpretes.

Ahora, en septiembre comienza la temporada 2015-2016 en el Palau de la Música Catalana, y entre muchos otros podrá verse al tenor peruano Juan Diego Flórez, al director y escritor británico sir John Eliot Gardiner (La música en el castillo del cielo, editorial Acantilado, 2015) y, por supuesto, a Gustavo Dudamel con su Orquesta Sinfónica Simón Bolívar. Lang Lang vendrá en febrero de 2016 al L’Auditori, sede de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña, de la Banda Municipal de Barcelona y del Museo de la Música.

En 2015 se cumplen 110 años del inicio de la construcción del Palau de la Música Catalana (1905-1908), uno de los edificios más reconocidos de Barcelona, firmado por Lluís Domènech i Montaner, arquitecto también del hospital San Pablo, el castillo de los Tres Dragones, el hotel Fuster y la casa Lleó Morera, entre sus proyectos más reconocidos. Fue profesor de Antoni Gaudí y es considerado el padre del modernismo. El Palau es su edificio más vivo. Nada más en 2014 pasaron por sus instalaciones más de 183.000 asistentes a conciertos y el mismo número de visitantes. Personas de todas partes del mundo entran y quedan encantadas con la estructura metálica del centro, que deja pasar la luz, se dan cuenta de las valquirias de Wagner que salen del techo, del busto de Beethoven, los mosaicos, las esculturas, los vitrales y forjas; y adentro, la música.

“Somos presos de nuestra biografía”, dijo hace pocos días la rumana Herta Müller, premio nobel de Literatura 2009, en una entrevista en El País de España. Se refería al peso de los hechos históricos y personales con los que se debe seguir viviendo: la sombra del caso Millet sobre el Palau, que espera el fallo de la justicia española en contra de quienes desfalcaron la institución; el antinacionalismo, la enfermedad y desolación de Thomas Bernhard; la excentricidad, el genio y el supuesto síndrome de Asperger de Glenn Gould. “¿Cómo transcurre la vida? ¿Cómo se puede soportar?”, se pregunta Müller. “Sin engañar, sin mentir”. También a través de la música, el arte y la literatura.

Por Isabel-Cristina Arenas

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