El corazón en llamas
No quise remontar primero la cuesta rodeada de mármoles; preferí, como seguramente prefieren todos, desplazarme hacia la izquierda, viendo el perfil de la pirámide arriba, y llegar al confín del pequeño cementerio, donde está la tumba que no tiene nombre. Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua. (Aquí puede leer poemas clásicos de Keats).
¿Quién sino el propio muerto escribió ese epitafio que habría debido corresponder más bien a Shelley? La tumba tiene una lira, y debería tener una urna griega llena de relieves, un grupo de jóvenes, una muchacha con su flauta, una música que no puede oírse y que sin embargo permanece y prosigue. Y sobre la tumba debería estar, suspendido en el aire, un ruiseñor. Allí está sepultado John Keats, cuya muerte a los veinticinco años conmovió tanto al joven Shelley, casi su contemporáneo, y lo llevó a escribir un poema que todos recuerdan: ¡Paz, paz! Él no está muerto, ni dormido, Del sueño de vivir se ha despertado.
No podía saber Shelley, quien sólo tenía cuatro años más que Keats, que la ausencia sería muy breve, que la distancia que lo separaba de la eternidad en el momento de deplorar la muerte del poeta casi niño era de un año y medio. Volví a decirle a Keats lo que sin duda le dirán todos los visitantes, que no pasó por la vida en vano, que hizo más bello el mundo, que unas cuantas palabras dispuestas en un orden sublime bastan para la inmortalidad, que una cosa bella es alegría para siempre.
Después remontamos con Sylvia y con Eliza la colina y llegamos justo hasta la muralla, a la sombra misma de la pirámide de Cestio. Allí, bajo una hilera de cipreses, que acaso son todavía los cipreses que sembró Trelawny cuando compró las tumbas y cuando llevó las cenizas de Shelley para darles sepultura, estaban los pequeños mausoleos.
Yo llevaba en mi morral el libro de Trelawny que me regaló Andrés año y medio antes, y lo saqué entonces porque me pareció necesario oír de su propia voz el relato. “No había más sepulturas alrededor. El lugar resultó de mi agrado, así que compré el nicho y espacio suficiente para plantar una hilera de cipreses. (…) Contraté albañiles enseguida para que construyeran dos tumbas. Al final, en una de ellas deposité la caja que contenía las cenizas de Shelley y la cubrí con una losa sólida en la que se leía un epitafio latino escrito por Leigh Hunt. (Recomendamos: perfil de John Keats, por Hugo Chaparro Valderrama).
Añadí unos versos de la obra favorita de Shelley, La tempestad:
Nothing of him that doth fade
but doth suffer a sea change
into something rich and strange,
(Nada suyo se ha perdido
pero el mar lo ha trasmutado
en algo rico y extraño).
La otra tumba, construida con la sola intención de llenar el espacio, fue recubierta del mismo modo, aunque vacía por dentro y por fuera. Sembré junto a las tumbas ocho cipreses. La última vez que los vi, en 1844, los siete que quedaban tenían treinta y cinco pies de altura. Llevé flores, cerqué el terreno que había comprado y así terminé mi tarea”.
La tumba contigua permaneció sesenta años vacía. En 1881, el hombre que la había construido, y que la había visitado por última vez treinta y siete años atrás, fue sepultado allí. Es sin duda lo que había querido desde el comienzo. A la muerte de Shelley, Trelawny lo había preferido a Byron, porque le parecía más grande y más sincero, y sobre todo se esforzó por impedir que el cráneo de Shelley cayera en las manos de Byron. “Byron me pidió que guardara para él el cráneo, pero yo sabía que antes había utilizado un cráneo para beber, y decidí que el de Shelley no sería objeto de semejante profanación”.
Me conmovió pensar que ese hombre que ahora reposaba junto al poeta fue el mismo que rescató su cuerpo, el mismo que lo incineró en una playa vertiendo vino sobre él y añadiendo aceite y sal a la hoguera. Trelawny contó crudamente que el cadáver de Shelley se había abierto en el fuego, dejando a la vista el corazón, que el hueso frontal se había partido y el cerebro bullía y hervía ante sus ojos.
Byron, que estaba presente, no soportó el espectáculo. Y lo que más sorprendió a Trelawny fue que, cuando ya el cuerpo era cenizas, y no quedaban más que fragmentos del cráneo, el corazón permaneciera intacto. Él mismo rescató del fuego esa reliquia, y se quemó la mano en el corazón de su amigo. Qué extraño que ahora estuvieran juntos, qué curioso que no fuera Byron el compañero de Shelley en la breve noche de la tumba. Que fuera otro corazón el que ahora reposaba junto al suyo.
Digo “la breve noche”, pues en Roma no se puede dejar de pensar en el verso terrible: Porque también para el sepulcro hay muerte. Pero Trelawny acertó en lo que hacía: enterrado en cualquier otra parte, el olvido ya habría venido a pastar de sus huesos, en cambio Shelley se parece a aquel que en las orillas del tormento tuvo poder bastante para prometerle el cielo a otro. Shelley, tan misterioso y tan poderoso, ha sido capaz de ofrecer un refugio en la memoria, de brindarle su protección y su amparo, su nicho en la leyenda y casi un aura de mitología, siglos después, al que arrancó su corazón de las llamas y pidió asilo bajo el arco de sus cenizas.
Salimos del cementerio cuando ya era de noche. Los gatos empezaban a pasear sobre las tumbas, a la sombra de la pirámide de Cestio; los pinos de Roma, con sus follajes redondos y oscuros, devolvían el tiempo, y sobre el confín de columnas rotas, en un ruinoso cielo de letras latinas, la Luna había vuelto a llenarse después del eclipse. Tal vez yo estaba alterado por el recuerdo de la tumba vacía y de la Luna en el telescopio de Milton, pero en ese momento volví a recordar la noticia que había recibido en Buenos Aires y leído en Quito, sobre los señores de la Universidad de Texas, y su descubrimiento de que en la noche del 16 de junio de 1816 sí había habido luna llena sobre Ginebra, y que Mary sí había visto un rayo de luna entrar por su ventana en el momento de concebir al monstruo.
El hecho podía ser curioso, pero en ese momento significó una revelación alarmante: yo, acostumbrado a registrar los azares de cada hallazgo, ahora veía algo nuevo en los hechos. Le había dicho a Eliza que esta historia tenía “algo que ver con la Luna”, pero en la pequeña habitación del hotel Paisiello me puse a revisar todo lo que había escrito, y casi me espantó la frecuencia con que la aparición de la Luna acompañaba algún momento de mi búsqueda. Y digo búsqueda sólo por darle un nombre, porque muchas veces sentí que era el tema el que venía buscándome.
Leí mucho rato en la noche: por todas partes, en esta historia de Villa Diodati, en la persecución de sus personajes y en mi propio rastreo por libros y países, rebrillaban las lunas de cáscara de huevo, las grandes lunas llenas de silencio y de espanto.
* Fragmento de “El año del verano que nunca llegó” (Literatura Random House), novela del escritor y poeta colombiano. Este fragmento se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.