El Magazín Cultural

El tren de la revolución

Hace cien años, Lenin, el principal líder de los bolcheviques, llegaba en un tren a Petrogrado para tomarse el poder definitivamente. El viaje fue facilitado por las autoridades alemanas que permitieron que los revolucionarios pasaran por su territorio.

Fernando Araúijo Vélez
13 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
Ilustración: Fernando Carranza
Ilustración: Fernando Carranza

El tren, el último tren de Lenin, como lo llamaría la historia, partió de Zúrich, Suiza, el 9 de abril de 1917 y llegó a Rusia en medio de la Gran Guerra, ocho días más tarde. En medio de la guerra, Lenin terminó de planear la toma del poder que iría a poner arriba a quienes siempre habían estado abajo, y abajo a aquellos que durante años y siglos habían decidido el rumbo de los rusos y para decidirlo los habían pisoteado y explotado hasta convertirlos en una infinita sucesión de almas muertas, como los describía Gogol muchos años antes.

Con Lenin iban algunos de sus viejos camaradas, 32 antiguos compañeros de lucha con quienes peleó 12 años atrás, en su primer intento revolucionario. Tipos duros como él, de duros apellidos como Souliashhvil y Tskhakaya, estudiosos de Marx y de Engels, convencidos de que algún día los proletarios de Rusia, y luego del mundo, se tomarían el poder. E iba su esposa, Nadia Krupskaya, quien más que su esposa era su más leal camarada, una revolucionaria de tiempo completo a la que había conocido en 1894 y con quien vivió exilios, amenazas y prisiones y luchas, y para quien el amor era mucho más que un sentimiento.

Krupskaya decía de Lenin, Wladimir Ulich Ulianov, que era el único ser que pensaba y actuaba por la revolución 24 horas al día y todos los días. Ella era igual. En aquel tren que llevaba a quienes harían la revolución definitiva de los bolcheviques, y mientras Lenin repasaba una y mil veces sus programas de asalto y de gobierno, ella ponía los puntos y las comas y las tildes que hacían falta y llamaba a la calma a los pasajeros cada vez que el tren se detenía en una estación y se multiplicaba el rumor de un posible atentado.

El tren pasó por Suiza, se internó en Alemania y llegó a Estocolmo. desde ahí, cruzó la frontera y arribó a Pedrogrado. Pasó por entre la guerra, rumbo a otra guerra, e inmerso en la guerra que a Lenin y los bolcheviques les habían declarado los gobiernos de toda Europa. La revolución había comenzado muchos años antes y se había ido forjando en oscuros sótanos, en reuniones clandestinas, en comunicados y periódicos impresos, en destartaladas imprentas y en las prisiones adonde fueron a dar decenas de veces Lenin, Trotsky, sus mujeres, Kamenov y los que iban en el tren, y cientos de partidarios, y se iba anunciando a fuerza de campanazos, como el asesinato de un místico monje que había llegado al palacio de los Romanov en 1904 para tratar de curar a su hijo menor, Alejo, y quien poco a poco se fue convirtiendo en el hombre de los zares y sería reconocido históricamente como Rasputín.

Como les escribiría a unos expartidarios muchos años más tarde Trotsky, Liev Davidovich, desde el exilio al que lo había confinado Stalin por haberlo señalado como “el sepulturero de la revolución”: “Pero el revolucionario verdadero empieza a serlo cuando subordina su ambición personal a una idea. Los revolucionarios pueden ser cultos o ignorantes, inteligentes o torpes, pero no pueden existir sin voluntad, sin devoción, sin espíritu de sacrificio”. Esos revolucionarios se multiplicaban ante cada discurso de Lenin o de Trotsky, fundamentalmente porque sus discursos eran la promesa hacia un mundo distinto, hacia una utopía, y esas transformaciones estaban cada vez más cerca.

Los datos puntuales señalarían que la Revolución, o la segunda revolución, luego de aquella de 1905 por la que Rusia se volvió constitucional, se inició el 23 de febrero de 1917, marcado como el Día Internacional de la Mujer. “Fue programada una marcha por las calles de la ciudad —anotaría Catherine Merridale en su libro El tren de Lenin—, pero había peligro de que la asistencia fuera reducida y principalmente femenina. ‘Hay que enseñar a la gente trabajadora a tomar las calles —le escribía Shlyapnikov a Lenin—, pero no hemos tenido tiempo. Añadía en varias ocasiones que también había perdido su imprenta; los bolcheviques no podían guiar a nadie sin un manifiesto y un montón de panfletos. Pero otras facciones veían la oportunidad para una campaña propagandística.

“Un opúsculo de la Mezharaionka, recogido en las memorias de Shlyapnikov, era claramente inequívoco: ‘El gobierno es culpable —proclamaba—. Comenzó la guerra, y es incapaz de ponerle fin. Está destruyendo el país, y vuestra hambre es su responsabilidad… Basta ya. Abajo el gobierno criminal y la banda de ladrones y asesinos. Viva la paz’. Si el tiempo hubiera continuado siendo inhóspitamente frío, si la ciudad hubiera recibido un suministro de harina suficiente, o incluso si los lavabos de los lugares de trabajo hubieran sido caldeados para descongelar las tuberías, las huelgas probablemente no habrían sido tan masivas. Pero la mañana del jueves 23 de febrero, las mujeres de las fábricas de algodón de Vyborg no tenían el ánimo para llegar a una solución de compromiso”.

Y con el hambre y el miedo y la rabia adheridos a sus vestidos se lanzaron a la calle y fueron juntando a otras mujeres y a miles de hombres, e incluso soldados, y todos atravesaron el río Neva y siguieron su rumbo hacia las zonas ricas de Petrogrado, y a la mañana siguiente los 50.000 eran 500.000, que habían llegado desde pueblos vecinos en trenes o a pie o a caballo, y algunos líderes improvisaban candentes discursos, incendiarios discursos, y al unísono el pueblo aplaudía, ovacionaba a los oradores y cantaba la Marsellesa o la Internacional. Los bolcheviques acusaban a los mencheviques del caos, y viceversa, pero a todos les convenía el desorden, y entre todos, ninguno podía saber con exactitud lo que había ocurrido, pues los manifestantes se habían tomado los periódicos.

Dos días más tarde, los regimientos militares se unieron a los huelguistas y arrasaron con los depósitos de artillería. Cada vez había más armas, más gente que pedía, exigía, que se fuera el zar y se acabara la guerra, y más miedo entre las altas clases. La revolución caminaba, ondeaba banderas rojas, gritaba y cantaba y se dirigía a los gritos hacia el palacio del Táuride, una extravagante edificación construida por un multimillonario en el siglo XVIII, donde estaban afincados los poderes del gobierno. En la noche, el Táuride era una mezcla de obreros, líderes clandestinos, intelectuales y aristócratas que se insultaban, se ofendían y corrían de salón en salón. Sobre las siete de la tarde, el pueblo se había tomado el palacio, que comenzaba a ser del Soviet del pueblo.

El Soviet empezó a elegir entre sus bases a sus representantes y fijó la primera de las reuniones gubernamentales para ese mismo día, en la sala 12. Su primera decisión fue elegir un comité ejecutivo, el Ispolkom, que se hiciera cargo de la situación, y su primer presidente fue Nikolai Chkheidze, quien decidió que era urgente resolver la crisis de los alimentos, la situación de los militares y restablecer los servicios esenciales, entre los que incluyó la edición de un periódico, el Izvestia, que diera cuenta de lo que había ocurrido. Los antiguos colaboradores del gobierno del zar fueron perseguidos, aunque al final de la jornada los dejaron salir. Los miembros del hasta ese momento congreso, o Duma, seguían deliberando. Rusia vivía inmersa en un gobierno dual.

Los primeros días de la Revolución de febrero se fueron yendo entre deliberaciones, conflictos, terror, angustia y hambre. En el palacio del Táuride todo el mundo hablaba y nadie obedecía. Para unos, la burguesía era la única clase capaz de gobernar, pues a fin de cuentas eso era lo que había hecho hasta el momento. Para otros, habría que inventarse una alianza entre los burgueses y los revolucionarios más capaces. Los bolcheviques seguían considerando que esa revolución, su revolución, sería del pueblo y para el pueblo, sin concesiones. Lenin, a miles de kilómetros de distancia, siempre lo había dicho, y lo volvía a decir ahora y lo repetiría cuando llegara a hacerse cargo de la situación.

Pero sin él no había quien fuera escuchado y obedecido. Los días pasaron. Unos más grises y sangrientos que otros, pero todos en una línea de declive. En medio del caos, algunos hasta propusieron volver a la monarquía. El 2 de marzo, por fin, todos los bandos se pusieron se acuerdo y crearon un gobierno provisional, del que días más tarde sería presidente Aleksandr Kerenski, un hombre al que sus pares retrataban con las cualidades teatrales de Napoleón, pero sin una pizca de su valentía moral. Ese mismo 2 de marzo, un grupo de monárquicos fue a implorarle al zar que dimitiera en nombre de su hermano menor, el gran duque Miguel, pero Nicolás II no accedió a la petición y firmó su renuncia.

Lenin había manejado ciertos hilos desde el exilio, pero cuando Kerenski hizo un pacto con algunos burgueses, estalló. Él no quería revoluciones pactadas ni a medias. Cuando llegó a Petrogrado, apenas se bajó del tren, fue al palacio de la bailarina Kshesinskaya, oyó algunos discursos que le daban la bienvenida y tomó la palabra. “Su intervención —escribiría Merridale— fue un auténtico prodigio según todos los criterios, pero para un hombre de mediana edad que acababa de pasarse ocho días con sus noches viajando en unos trenes peligrosísimos y lentísimos, fue un milagro”.

Su discurso duró dos horas. Sus palabras fueron cuchilladas que destrozaron todo lo habido hasta el momento. Lenin acusó a antiguos amigos, a los integrantes del gobierno provisional, a sus políticas que serían “la muerte del socialismo”, a los mencheviques, a los reformistas, y aclaró que había concluido la primera fase de la revolución y que en ese momento comenzaba la segunda, la definitiva, que llevaría al proletariado y a los sectores pobres del campesinado al poder. “La burguesía —escribió Merridale que decía Lenin— nunca renunciaría a la guerra, pues su futuro estaba vinculado a ella”. Él quería paz y revolución.

Esa noche, Lenin se enfrentó a la mediocridad, la denunció, la culpó, y por su vehemencia y su radicalismo acabó prácticamente solo. Incluso su esposa, Krupskaya, dijo: “Me temo que da la impresión de que Lenin se ha vuelto loco”. Él veía futuro, lucha, entrega donde los demás veían conformismo. Él sentía odio donde los demás sentían alivio. Durante los días que siguieron a aquel de su discurso incendiario, Lenin siguió repitiendo sus fórmulas. Fue derrotado una y otra vez, incluso, en el comité del partido. Sin embargo siguió con sus postulados, a viva voz y en un documento que llamó Las tesis de abril, que publicó en el diario Pravda.

Era absurdo, solía decir, que la burguesía se convirtiera en una fuerza de las revoluciones, pues ya estaba signada y comprometida con la propiedad privada, el lucro y la casta. Su lema era “Pan, paz, tierra”, y lo repitió hasta la saciedad y hasta que llegó al poder, el 25 de octubre de 1917, en medio de los dardos de los propios opositores rusos, de las potencias extranjeras que publicaban día a día informes sobre sus posibles alianzas con Alemania, de los atentados que se fraguaban en los partidos de derecha y de incisivas críticas de algunos bolcheviques. Parecía Lenin contra el mundo, pero en realidad eran Lenin, Trotsky y el pueblo contra el mundo, y parte de ese mundo enemigo estaba enquistado en su mismo país. “Lenin desplegaba una fuerza tan asombrosa, una capacidad de ataque tan sobrehumana que su influencia colosal sobre los socialistas y los revolucionarios quedaría asegurada”, decía el periodista Sukhanov.

Luego de Las tesis de abril, el gobierno provisional empezó a flaquear. El pueblo exigía paz. Paz, pan y tierra. Kerensky ni iba ni volvía. Sólo le preocupaba Lenin, y con Lenin, los bolcheviques. Lo persiguió hasta sacarlo de Petrogrado. Creyó que sin él todo funcionaría. El pueblo volvió a las calles, y con el pueblo, en octubre, regresó Lenin. Entonces dijo cosas como: “Cualquier contemporización equivale a la muerte”, “ocupar y conservar a costa de cualquier sacrificio el teléfono, el telégrafo, las estaciones de trenes, los puentes”, “audacia, más audacia, siempre audacia”, “que las clases dominantes se estremezcan con la revolución comunista”. Kerensky envió al ejército blanco a cerrar periódicos, vías, oficinas, trenes. Lenin tenía al pueblo, al gran pueblo, de su lado.

Con el pueblo, con Trotsky, que dirigía el ejército revolucionario y la marina del mar Báltico, con los viejos bolcheviques, incluido Joseph Stalin, y con las promesas de cumplir lo que anhelaban los rusos de a pie, Lenin ordenó dos cañonazos, uno desde la fortaleza de Pedro y Pablo y otro desde el buque Aurora, anclado en el Neva, e ingresó pasadas las diez de la noche del 25 de octubre al Palacio de Invierno con sus tropas. Entonces proclamó el triunfo de la Revolución. Un congreso de mayorías bolcheviques, el congreso de los soviets, lo nombró presidente, y a Trotski comisario de relaciones exteriores, y declaró la paz con Alemania en la Gran Guerra.

Pasados unos días, unas horas, los burgueses, los banqueros y los terratenientes, los derechistas y los antiguos gobernantes, partidarios de continuar una guerra que era inminentemente imperialista y económica, se aliaron con las potencias europeas que seguían en guerra para arrasar con los bolcheviques. Una nueva guerra se había iniciado para el proletariado, una de las decenas de guerras que tuvo que afrontar.

Por Fernando Araúijo Vélez

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