El Magazín Cultural

El trono (Cuentos de sábado en la tarde)

Tiempo después de aquella fría mañana en que me llamaron del hospital a informarme que su carro había volcado y que las posibilidades de que quedase con vida eran exiguas, empezó mi suplicio. A los pocos días, falleció. ¿Cómo puede ser que tan solo en instantes, los cuales añoramos olvidar pero que resultan eternos, la vida entera nos cambia?

David Iregui Delgado
22 de junio de 2019 - 10:48 p. m.
Emily Dickinson.  / Cortesía
Emily Dickinson. / Cortesía

Nos casamos cuando yo tenía treinta años y él treinta y dos. Habían sido nueve años de manifiesta felicidad. Siempre me levantaba con un café hirviente que me llevaba a la cama y con un beso en la frente. Desde la primera cita, en nuestra natal Bogotá, sentados sobre los taburetes ajados del café del vagón, se enteró de mi amor hacia el olor matutino del café, presagio de buen día. Mientras yo lo bebía, degustando con finura cada sorbo, él se asentaba en su trono, como solía decirle a la silla que años atrás le había diseñado –ya un poco rezagada por el tiempo–, siempre sonriente y pensando en turpiales amarillos o quizá en un sillín más cómodo, aunque aquello nunca se atrevió a decirlo. Yo correspondía su sonrisa desde la comodidad de la litera y, antes de tomar un baño que me alistara para iniciar mis labores profesionales, me acercaba a abrazarlo, le agradecía su presencia y le expresaba con silencios que nunca se marchara de mi lado. Él pasaba tardes enteras acomodado en su trono leyendo a Emily Dickinson y yo, ya en el estudio, me arrojaba hacia el diseño de seriados industriales que a diario las empresas me encargaban. Mi trabajo había logrado cierto reconocimiento, pero aquella llamada fue un punto de inflexión.

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Los días póstumos al suceso no quería ver a nadie. Recibía llamadas telefónicas y mensajes una y otra vez; invitaciones por doquier. “María Clemencia, amiga, vamos a jugar squash, hace mucho que no lo hacemos”, me decía Juana todas las mañanas. “Vamos por un vino, prima”, me escribía en las noches Jaimito, mi primo querido. Amigos, familia y hasta vecinos estaban pendientes de mí, pero los rechazaba con largas ausencias. Sentía la necesidad de sumirme en la melancolía de una nueva vida. 

Todo lo que había soñado con él y que jamás tuvimos el tiempo de hacer, empecé a invocarlo mediante las románticas novelillas de amor que compraba en el anticuario situado frente al inmueble en que vivía. Salía de casa como un soplo, cubriendo mi cabeza con una capucha, cruzaba la calle sin fijarme en el tráfico y entraba al anticuario. Pasados diez o quince minutos salía sigilosamente del lugar y regresaba a casa. Tomaba del congelador los chocolates amargos que él me regalaba los domingos y que ahora yo compraba y, acodada en ese incómodo escaño, empezaba a leer y a llorar y a soñar en vano.

Añoraba verlo unos pocos minutos más sentado en aquella butaca, sentirlo cerca y recuperar algunos instantes de una tranquilidad súbitamente arrebatada; sin embargo, con el paso del tiempo acepté mi realidad y terminé por entender que él jamás volvería. Debía, aunque mi corazón se estremeciera, desechar cada uno de los objetos que me hacían recordarlo, así que, entre muchas otras cosas, decidí cambiar aquella silla. Fueron días, tal vez meses de planos, dibujos, diseños y materiales hasta que, finalmente, una tarde cuyo aspecto ya no recuerdo, salí a comprar dos almohadones, uno para el asiento y uno para el respaldo, con los cuales concluiría mi trabajo. Quería, por fin, un asiento confortable y descansado, mi trono.

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Al llegar a casa puse los cojines. Encajaban perfectamente. Me acomodé en la silla y fue un alivio sentir mi espalda serena. Lamenté no haberla cambiado mientras él estaba; tal vez hubiese disfrutado mucho más a Dickinson, me dije con un tono de reproche. Luego la subí a la habitación y bajé el otro armatoste. Lo regalé, no sin cierto sinsabor y algunas lágrimas, a un habitante de calle que pasaba por el lugar y que me agradeció toda la tarde gritando hacia una de las ventanas de mi residencia. “Gracias señora Clemencia”, “es usted muy amable doña Clemencia”, “Dios le pague, Clemencia”, decía una y otra vez luego de preguntarme el nombre. Tras unos cuantos minutos, por fin se alejó.

Si bien en algún momento pensé que vería a mi difunto esposo en la nueva silla, cada mañana que pasaba su ausencia se hacía más cierta; así que tomé la decisión de pasar un tiempo fuera de casa. Empecé a quedarme donde mis padres o donde Juana, mientras que algunas noches de insaciable añoranza prefería acercarme a un hotel. Visitaba poco mi hogar, nuestro hogar. Cuando lo hacía, me encontraba con aquel mendigo quien, luego de haberle regalado la silla, parecía no alejarse de la zona, tal vez esperando algún otro milagro. De modo que entraba, subía a la habitación y allí permanecía la nueva silla, impasible como toda mi vivienda; ambas carcomidas por el polvo y por la desolación de un lugar que se consumía por el tiempo y por la soledad, como suele sucederles a las personas, como tal vez me esté sucediendo a mí, pensaba.

Pero una de aquellas confortables jornadas en que creía todo superado, tuve la osadía de regresar a mi casa a pasar la noche. Sin siquiera haber dicho adiós a mis padres que dormían apaciblemente, tomé un taxi que en pocos minutos me llevó a mi destino. Resultó extraño no ver a nadie por los alrededores, pero no le di mayor importancia. Abrí la puerta y prendí la luz del vestíbulo la cual arrojaba un destello opaco. Era mucho el tiempo transcurrido desde que no iba y el polvo se había convertido en el único protagonista. Había sido un arduo día y, luego de tantas jornadas, quería descansar en mi habitación. 

Mientras, fatigado, subía las escaleras, sentí una leve presencia que de a pocos se acentuaba. Mi corazón se aceleró desmesuradamente. Allí estaba él, en su trono, pensé, de nuevo lo vería. Entonces apresuré el paso, logrando subir dos peldaños por zancada; abrí la puerta y me boté sobre quien, llevado por el polvo y la desolación del lugar, permanecía sentado en el trono esperando por compañía. Lo besé con furia, lo abracé y, con una lágrima que se deslizaba por mi pómulo, le dije que no se volviese a ir de mi lado.

Él, al parecer sorprendido, me dijo: “Claro que no me iré Doña Clemencia, o al menos no sin esta silla, porque la otra que me dio resultó ser muy incómoda”.

Por David Iregui Delgado

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