El Magazín Cultural

El veci desponcha bicicletas (Cuentos de mochila)

Para vivir aquí necesitas una bici. Lo aprendí a fuerza hace cinco años cuando llegué a Tulum con una mochila que parecía traer piedras en cambio de ropa.

Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila
08 de mayo de 2020 - 05:30 p. m.
Cortesía
Cortesía

Día 17

 

Por ese entonces me quedé apenas unos meses y tuve que comprar una bicicleta turquesa de playa, de esas que tienen los frenos en los pedales, pesada, más que la mochila. La recargaba de mercado en la canastilla y colgaba las bolsas del manubrio. A veces las frutas salían rodando por las avenidas, era un acto de malabarismo del que siempre salí bien librada, al contrario de las piñas y las naranjas que no contaron con la misma suerte.  

Hace dos años regresé a México con la misma mochila ya avejentada y con una mancha negra de asfalto, una cicatriz de viaje que le causó un taxista uruguayo en Punta del Diablo, al que no le importó lanzarla en el asfalto cuando el calor lo estaba derritiendo. 

Si está interesado en leer otro capítulo de esta serie, ingrese acá: Vivo en una burbuja letal (Tintas en la crisis)

Esta vez no me devolví a mí casa y cambié a Tulum por Playa del Carmen, en donde la regla de la bicicleta es básicamente la misma. Se necesita una bici porque las distancias son largas y las rutas de los buses no abarcan todas las zonas. 

Volver a comprar otra bici no fue una decisión activista para reducir las emisiones de CO2, ni tampoco una adquisición por tendencia mundial, fue pura necesidad que al mismo tiempo le ha venido bien a las piernas, al corazón y al planeta. 

La bici resintió la cuarentena. A la primera semana de no utilizarla se pinchó la llanta trasera. Dicen los vecinos que la desgarró el calor, pero he visto como intentan moverla aun estando encadenada y como la juntan a las malas con la bici de Re, para poder poner sus guacales llenos de astillas y cortar cocos con un machete. Igual les creo, han sido buenos caseros y este mes también nos dejaron el alquiler a un precio más bajo del normal, ellos saben que las bicis amarradas significan que no hay lugar abierto para ir a trabajar.

Así, pinchada, duró casi cincuenta días. Los malabares para traer el mercado se hicieron más extremos que en Tulum. Re era el piloto y llevaba varias bolsas al hombro, y yo me subía en los diablitos con una maleta al tope de frutas, la canasta de huevos bajo el sobaco y una bolsa más colgando de los brazos. Así fue, hasta que los buenos vecinos nos contaron que el veci frente a la cancha de basketball aún tenía abierto el desponchadero, así, con o, aquí no se dice se pinchó la llanta, se dice que se ponchó. 

¡Qué alegría ver el desponchadero abierto! Me dijo el veci que ya el neumático estaba dañado y que era mejor cambiarlo. Lo hizo en 10 minutos. 

No sabía que extrañaba tanto montar en bicicleta. Nos fuimos directo al mercadillo donde tienen frutas y verduras frescas a mejores precios que en los supermercados y venden todo tipo de quesos por kilos. Siempre compramos el kilo de gouda que se derrite como mantequilla en el sartén. 

El nuevo ritual para hacer la despensa es ir en pareja para poder cargar más y no volver a salir de casa por lo menos en 15 días. Vamos juntos, pero Re se queda afuera. Dice él que soy más rápida y no me gusta farolear, así que soy la indicada para mercar en tiempos de pandemia. Así que siempre entro yo. Y yo, feliz.

Un vigilante en la entrada me tomó la temperatura y me puso gel antibacterial en las manos. Hacer el mercado fue una danza de diez minutos. Si el pasillo estaba ocupado me iba por otro, y si era yo quien ocupaba el pasillo las personas con sus canastillas de frutas se iban por el siguiente. Si en la estantería de las papayas había una señora, la chica con el tapabocas de puntitos rosados esperaba su turno a varios pasos de distancia. 

Los compradores nos dábamos el paso y no nos amontonábamos, muy diferente a la dueña del mercadillo que iba de aquí para allá empujando espaldas en los pasillos estrechos. Llené la canastilla de bananos, piña, chiles, papaya, zanahorias, zukinis, limones, aguacates, papas… ya no podía caminar sin trastabillar un poco. 

Si stá interesado en leer otro texto de esta serie, ingrese acá: El instante previo (Tintas en la crisis)

Antes de entrar Re me había pegado un gritico de recordatorio a la distancia: “el queso por fa”, si él entrara llenaría la canastilla con solo queso, por eso el mercado lo hago yo. No había gouda, había mozzarela, oaxaca y otras tantas delicias que triplicaban el valor, así que prescindí de esta compra pensando en su frustración, tampoco ha podido tomarse una lata de cerveza que lleva buscando semanas. Las cervecerías en México pararon la producción.  

Salí casi arrastrando las canastillas y metimos todo entre las maletas. Regresamos cargados por la Quinta Avenida que en marzo tenía prohibido el paso de vehículos incluyendo bicicletas.

En una palabra. la Quinta es soledad. No se siente igual que en otras calles, el silencio es más notorio. Allí permanece abierto un 7Eleven, solo uno de muchos en varias cuadras, y una panadería francesa a la que nunca entré, que tiene un cartel anaranjado: “estamos abiertos, solo para llevar”. 

Aprovechando el neumático nuevo, nos desviamos por una calle que desemboca en la playa. Una bajada que con gusto se hace en bicicleta. Antes de pisar la arena nos detuvimos y sin bajarnos observamos dos minutos lo que se alcanzaba a ver del mar y de los edificios blancos de la isla de Cozumel. 

“¿Ya te quieres ir a casa?”, interrumpió Re. “No, quiero estar aquí”. Aún con mi respuesta inmediatamente pedaleamos de vuelta. 

Gracias al veci que arregló mi bicicleta.  

Por Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar