El Magazín Cultural

En Riosucio se encuentra la palabra

Cuando Julio Cortázar tenía nueve años casi lo atropella una bicicleta. Iba caminando tranquilo y justo antes de que el ciclista lo arrollara, un caminante que iba pasando por ahí soltó un grito: “¡Cuidado!”. El ciclista y el niño cayeron a tierra.

José Hoyos
02 de mayo de 2019 - 10:25 p. m.
Imagen de una postal de uno de los últimos festivales de la palabra de Riosucio.  / Cortesía
Imagen de una postal de uno de los últimos festivales de la palabra de Riosucio. / Cortesía

El caminante siguió sin inmutarse mientras les decía: “¿Se dan cuenta lo que es el poder de la palabra?”. En Riosucio (Caldas) se conoce bien ese poder, y es festejado hace 35 años mediante El Encuentro de la Palabra. Cada agosto, el evento reúne escritores, cineastas, músicos y dramaturgos, y durante cuatro días echa a volar los diablos de la imaginación a través de canto y cuento, en todas sus manifestaciones, y abre un espacio donde cualquiera puede ponerse a salvo de las planicies de la cotidianidad. Un momento en que, como cuando leemos, algo sin peso ni masa ni olor ni sabor consigue volverse un nutriente. Cuatro días en que a la palabra casi pueden tocársele sus jugos biliares.

Riosucio es un pueblo donde se acostumbra algo rarísimo: llamar las cosas por su nombre. Es que las cosas tienen ahora tantos nombres, que la limpieza de lenguaje se ha vuelto casi una extravagancia. Un pueblo matachinesco donde hay gente que se sienta y se ríe, luego escribe alguna cosa, y luego se ríe de lo que escribió. Un lugar donde el respeto por la palabra —esa reliquia tozuda— equivale a un brote de felicidad. Hoy más que nunca ha cobrado fuerza el reino de las palabras. Se las puede encontrar gritadas, escritas en servilletas, maquilladas por el énfasis teatral de los políticos, gesticuladas, hundidas en la tinta de las imprentas, pintadas en las paredes, murmuradas en los rincones de la intimidad, insubordinadas ante la dictadura gramatical de las academias, entrelazadas en el barullo de la plaza de mercado, silbadas por los aires de la música o lanzadas con apuro de una pantalla a otra. Están en tantas partes que a veces es difícil advertir su presencia. La palabra —sugirió Bukowski— debería ser como el churrasco o los bizcochos calientes o las verduras o cualquier otra cosa realmente necesaria. Debería ser posible agarrar las palabras y podérselas comer.

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De modo que la palabra no se ha perdido. Sabemos que los encuentros no siempre se dan cuando alguna cosa se perdió. Hay encuentros que son más bien un revivir, una persistencia contra los riesgos del olvido, un avivamiento del recuerdo y de las afinidades. Este encuentro abre un paréntesis donde cabe todo quien busque impulso para apalabrar por sí mismo, porque no siempre el arte tiene que ser algo que nos dicen otros. Las palabras son de esas cosas que sabemos que tenemos, pero tras tanto uso casi lo hemos olvidado. Son un vínculo, más que con el mundo, con uno mismo. De dónde más podríamos agarrarnos ahora que ese mundo parece desquiciarse. El Encuentro de la Palabra ha contado con invitados como María Mercedes Carranza, Héctor Abad Faciolince, Manuel Mejía Vallejo, Fanny Mikey y Juan Manuel Roca, entre muchos otros hacedores de cultura que aportaron poesía, narrativa, teatro y música para que las palabras compensen un poquito el desequilibrio entre arte y realidad. El celebrar diferentes manifestaciones artísticas nos ayuda a recordar que ningún arte es endogámico.

Esas palabras que flotan en el aire y que son manoseadas y torcidas con el tiempo —tiempos cada vez más cortos— mantienen en Riosucio, felizmente, un significado coherente con su realidad: carnaval, cuento, historia, cultura. Esas palabras a las que les basta un café bien conversado para pescar al vuelo los esplendores del mundo. Que abren los oídos de tal forma que después es imposible no escuchar. Que agitan algo adormecido en nuestra memoria hasta que lo hacen salir volando. Que son como el choque eléctrico que hace al corazón recuperar su movimiento. El principal aporte del evento está en hacerle frente al declive de la fantasía y al destierro de la imaginación, y en permitir que la poesía y la realidad ocupen un mismo pensamiento, hasta un punto en que no puedan separarse los hilos que pertenecen a una y a otra; una manera de contener el impacto externo de la realidad encorbatada, una vía para pasar de largo por los linderos del silencio, un fluido restaurador, un espacio capaz de satisfacer los apetitos de la inteligencia y la sensibilidad. Y todo eso sucede en una provincia y “en defensa de la provincia”.

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El teatro, la poesía, la música y el cine están hechos con la misma materia prima: esa certidumbre visceral que llamamos intuición. Todos sabemos lo que es, a menos que nos lo pregunten. Lo fascinante es que cobre vida mediante la expresión lateral, y ahí el artista tiene alguna ventaja. En un pueblo alucinado (bien sabemos que tener la mente en perfecto estado es lo peor que puede pasarle a un ser humano) cada año convergen discípulos de ese gran invento: las palabras. Del 15 al 18 de agosto, bienvenidos todos los celebrantes de la palabra a airearse junto a esos artistas que no nos vienen a revelar su verdad, sino la nuestra.

Por José Hoyos

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