El Magazín Cultural

Enrique Serrano: "Los premios literarios se olvidan muy rápido"

Presentamos una entrevista a Enrique Serrano, escritor nacido en Barrancabermeja, de la serie "Historias de vida". Esta secuencia, escrita por Isabel López Giraldo, es publicada semanalmente por El Espectador.

Isabel López Giraldo
05 de marzo de 2019 - 08:00 p. m.
 "La marca de España" fue la primera novela que publicó Enrique Serrano López en 1997.  / Cortesía
"La marca de España" fue la primera novela que publicó Enrique Serrano López en 1997. / Cortesía

Soy producto de un papá santandereano y una mamá antioqueña. En realidad, mi mamá nació en Puerto Berrío, pero creció en Manizales y Pereira. 

Mis papás tenían en común, antes de conocerse, haber pertenecido a las escuelas normales, es decir, fueron alumnos de escuelas normales de los años cuarenta y cincuenta, por eso, el destino terminó juntándolos.

Mi papá trabajaba un poco a la sazón en compañías petroleras en los centros del Carare, en exploración cerca de Barranca, incluso en otros campos. Había pasado muchos años como enfermero de la Tropical Oil Company, de Shell, Ecopetrol y más. También desarrolló el hábito de escribir cartas. Era un buen lector que escribía cartas.

Mi abuelo materno se llamaba Enrique López y era un comerciante del Magdalena de los años treinta, de hecho, murió en el año cuarenta. Decían en ese tiempo muy poéticamente, que se le había engrasado el corazón. Murió de un infarto en un barco de los que subían de Barranquilla y bajaban a La Dorada o a Honda.

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Era pues, mi abuelo, un comerciante, relativamente próspero, no demasiado, y se había casado con mi abuela, pero murió tan pronto que ella quedó como una viuda desamparada con tres hijos y buscando destino. Afortunadamente eran, como buenos paisas, muy entradores, muy despiertos.

Mi mamá fue una alumna excelente en el colegio y después, debido a ello la metieron a la escuela normal de Manizales cuando empezaban las escuelas que las misiones alemanas habían creado, incluso eran misiones de los tiempos de Hitler, por eso no se habla mucho de ellas, pero eran escuelas muy buenas, muy racionales, muy funcionales.

Mi papá estudió en la normal de Pamplona, siendo adolescente…

Él tenía una amiga que se llamaba Alicia Zárate que trabajaba en la normal de Bucaramanga y mi mamá, después de Manizales, había trabajado en Popayán, Tunja, en varias normales como profesora y en una de las que aterrizó fue en la de Bucaramanga. Era como una profesora itinerante, sobresaliente, además era muy joven y la llevaban de un lado a otro como exhibiéndola como gran modelo de maestra.

Alicia le dijo a mi mamá que había un señor al que le gustaba escribir cartas y le preguntó si quería recibir alguna. Así empezaron una correspondencia sobre todo tipo de temas y encontraron muchos en común.

A los ocho meses de escribirle con regularidad, decidieron ser novios y por supuesto conocerse. Se encontraron en Popayán. Compartieron antes una foto de la época que era pequeñita y de cuerpo entero. Así mi mamá lo reconoció. Año y medio después se casaron, en el año cincuenta y ocho, para vivir en Bogotá.

Como mi papá tenía una familia santandereana, dueña de droguerías, cuando mi mamá quedó embarazada de mí, mi papá se fue a trabajar como administrador de la de Barranca.

Ahí nací en 1960, pero habría podido nacer en otro lado. Debido al calor tremendo de esa zona y a que mi mamá no estaba acostumbrada a no trabajar, decidieron venir a Bogotá a mis dos meses de edad.

Mi mamá estaba otra vez embarazada. Mi segundo hermano, Herman, nació en mayo del año siguiente, luego mi hermana. Los otros tres nacieron con tres años de variación, como la segunda cosecha.

Mi papá trabajó como contador de varias empresas aquí en Bogotá.

Como uno en realidad es de donde es la mamá, yo tenía una visión del mundo muy paisa. No tenía acento, pero sí hablaba con la “r” de mi mamá.

Estudié primero en el colegio donde trabajaba mi mamá. A los siete años llegué al colegio del Rosario, pero ya sabía las operaciones básicas, con una vocación importante hacia el lenguaje. El gusto por los libros creció por la casa misma pues teníamos una buena biblioteca.

Para mí estudiar fue siempre un placer, algo muy agradable.

Hice hasta tercero de bachillerato desde primero en el Rosario, pero en tercero, por problemas de adolescencia, yo que había sido una persona siempre muy reservada y muy tímida, resulté un poco mamagallista buscando figurar en el curso. Así pues, que me botaron del colegio al final del año. Eso fue una gran conmoción.

Terminé en el colegio Champagnat en el barrio Teusaquillo, que era mucho más abierto, distendido, agradable. Por lo mismo mis últimos años fueron más bonitos e interesantes. El Rosario era un colegio mucho más serio, no era opresivo, o yo no lo creo, pero comparado con éste, donde se fumaba, se dejaba el pelo largo, lo hacían un colegio muy distinto.

Solía ocurrir que cuando uno la pasaba bien en el colegio no sabía qué carrera iba a estudiar.

Yo me metí a ingeniería civil, porque me iba bien en matemáticas. Cursé tres semestres en la Escuela de Ingeniería Julio Garavito, incluso no me fue mal, algunos profesores como Eduardo Silva y otros me recuerdan que fui un buen alumno, pero yo me aburría horriblemente con eso y tenía la pretensión, todavía muy descabellada, de ser escritor y vagabundo, viajero, pero no sabía cómo lo iba a lograr.

 En esos años, cuando uno se salía de la universidad el papá decía:

 —“Bueno, usted no sirvió para estudiar, entonces, a trabajar”

 Fui a trabajar en Valledupar con mis primos.

Después quise hacer viajes internacionales, pero en ese tiempo era muy difícil y no teníamos plata. Un tío geólogo que había hecho un posgrado en Estados Unidos, conocía a un señor, compañero de bachillerato, Sigifredo Ramírez. Era el jefe de buques de la Flota Mercante.

Se le ocurrió a él que yo quería ser marinero de la Flota. En ese tiempo estaban los que hacían carrera militar en la escuela naval y los marineros mercantes, que eran obreros, trabajadores de los barcos.

Sigifredo me ofreció la posibilidad de entrar, pero tenía que hacer un curso de cinco meses en el Sena de Cartagena. Aprendí a descubrir el mar a los veinte años y después comencé a trabajar.

Fui marino durante tres años. Estuve en Europa, en Chile, en Perú, en Estados Unidos, en lugares que no pensaba que fuera a conocer en la vida. Yo quería tener la idea de que era el mundo para ser escritor, para dedicarme a la escritura, pero como los marinos de ese tiempo eran borrachos y comerciantes, era muy distinto a mi idea romántica por lo que me dediqué a leer libros y a aprender lenguas extranjeras, italiano, francés, inglés.

Aprendí mucho porque era muy juicioso y tenía mucho tiempo libre y así fui forjando un destino. La reacción que alcancé a tener fue muy defensiva para protegerme del ambiente. No pasaba siempre, pero era normal que algunos marinos llevaran droga encubierta para tráfico; algunos fueron capturados.

Visitaba a mi familia cada mes o mes y medio. Yo era muy zanahoria, no fumaba, no tomaba trago, no comerciaba con cosas para conseguir plata. En la Flota me llamaban Kung Fu, un tipo aislado de los demás que hacía cosas raras, pero no sentí esa presión.

Como anécdota angustiosa, había un marinero al que le decían “La bruja”. Era chiquito y se ponía una pañoleta en la cabeza y efectivamente quedaba con la escoba como una. Era compañero mío de camarote. Una noche llegué como a las once y “La bruja” estaba dormido en el camarote y seguramente con mi llegada se despertó. No se podía dormir y se enojó porque decía que me movía mucho. Él quería pelear.

Yo era mucho más grande y como el oficio de marinero es físico, me daba musculatura y hacía que no me generara miedo, pero el tipo era violento. Cuando la situación se puso muy difícil le dije:

 —“Usted me amenaza y yo lo meto en problemas con el que sea”

 Así pues, que nos separaron de camarote y aunque quedó de enemigo nunca hizo nada. Era un personaje muy aislado y resentido.

En general me llevaba bien con todos, me respetaban como el tipo raro que era. Por ejemplo, como yo sabía inglés, los llevaba a las tiendas a comprar cosas porque ellos necesitaban un intérprete. Íbamos en taxi por Nueva York a las tiendas de los judíos y demás.

Así conocí cosas y mundos que de otra manera no hubiera podido. Fue una experiencia fascinante, una de las que más fuerte me ha formado.

Un poco por suerte, yo creo que más por suerte que por desgracia, cuando vine a Bogotá al tercer año, una prima mía tenía una compañerita de colegio de nombre Bertha. Se acababan de graduar de bachillerato. Nos hicimos novios. Era una niña muy juiciosa, muy delicada y dedicada y me dijo que yo no podía ser su novio si iba a ser marinero, que eso de vernos cada seis meses qué futuro iba a tener.

Me dijo que yo tenía que estudiar. Estuve de acuerdo, pero quería estudiar una cosa relacionada con la escritura. Ya tenía más clara la vida. Presenté nuevamente el ICFES, me fue muy bien porque ella me ayudó mucho.

Entré a la Javeriana con beca del ICETEX a estudiar Comunicación Social porque era la única que ofrecía la posibilidad de dedicarse a escribir de un modo profesional. Yo pensaba que un comunicador era un escritor, pero me equivocaba. Afortunadamente, en primer semestre, la profesora de Filosofía me dijo que estudiara Filosofía y Comunicación al mismo tiempo y así lo hice.

Este hecho me favoreció mucho porque me abrió mucho la mente hacia la historia, la geografía, los países del mundo, diversas mentalidades. Me vacunó un poco contra ese mal que sufren algunos filósofos de ultra especializarse. Me gradué de ambas cosas.

Como la vida se atraviesa, durante ese transcurso yo había sido novio de Bertha, pero peleamos.

Un tiempo después conseguí una novia que había crecido en el sector de la Soledad y estaba muy ligada al ambiente de la Universidad Nacional. Con ella me casé de manera muy impulsiva, todavía como estudiante. Ella quedó embarazada y a final del 86 tuvimos una niña.

Mi hija mayor hoy tiene 31 años, porque tengo una chiquita de cuatro.

Como ya era padre tuve que trabajar y recién graduado conseguí ser profesor en la Javeriana, en la Pedagógica, en Impahu, en varios lugares.

Me separé de mi esposa cuando estudiaba una maestría en Análisis de problemas políticos y económicos internacionales, que es como relaciones internacionales, con apoyo de los franceses.

Como me fue muy bien me fui a estudiar a Francia con una nueva novia. Adelanté, cerca de nueve meses estudios iniciales para doctorado. A comienzos de los noventa era una persona nueva, joven, que conocía los problemas del mundo.

También estuvimos en México donde hicimos una maestría en estudios de Asia y África.

Empiezo a trabajar en la maestría de relaciones internacionales de la Javeriana porque el director me conocía. Luego me vinculé al Rosario como profesor en los mismos temas, universidad a la que estoy vinculado actualmente.

Como mi vocación era ser escritor, en el año noventa y dos escribí un libro de cuentos que se llama “La marca de España”, lo mandé a un concurso de libros de cuentos del Distrito donde logré una mención.

Pasaron varios años y uno de esos cuentos, “El día de la partida”, lo envié al concurso Juan Rulfo en Francia, que era juzgado por Radio Francia Internacional y ganó. Eso me dio una figuración, un reconocimiento que nunca había esperado.

Como entré con pie derecho, me publicaron todo el libro un año después del premio, en el noventa y siete.

Había pues materializado mi vocación de tantos años que en mi condición solitaria de marinero me permitía la introspección necesaria para escribir. Como comunicador también escribí.

La ventaja de ser profesor es que uno estudia. Así me volví una persona muy seria, diligente, responsable, metódica, para preparar las clases y decir cosas que fueran coherentes. Lo que me ha ayudado dramáticamente durante toda mi vida.

Se me reconoció como una especie de promesa de las letras y sobre todo de la literatura histórica, porque aquí la literatura es básicamente política y muy ligada a la vida periodística, conflictos nacionales, en cambio yo hablaba de proezas del siglo XI, de místicos del siglo X, de cosas muy raras para el lector de aquí, lo que me puso en una esfera diferente.

En eso he hecho un nombre, he escrito seis libros de literatura histórica, cuentos y novelas. Es mi propósito seguir toda la vida con eso.

Como he revisado muchas cosas de historia de España, de América, África, del mundo árabe, de los judíos, sé mezclar una serie de dominios en cuentos, en relatos cortos y eso le ha dado una versatilidad a mi literatura y además el respeto por una prosa muy limpia, muy clara, nada rimbombante ni abigarrado. Una mezcla de historia y ficción.

En Colombia no es muy corriente, porque el pueblo colombiano en general no es muy lector, no es muy de ese tipo de vocación de lectura de historia, entonces, a mi juicio, el reconocimiento como el que recibió García Márquez siempre vino de fuera porque aquí no hay un público ni una crítica consolidada, ni una tradición muy amplia que le permita a uno insistir en el tema. Para ponerte un ejemplo, si toca vallenato le damos la fama, pero si toca flamenco se tiene que ir a España. De hecho, en España me fue mejor.

Escribí un libro que se llama “Tamerlán”, mi primera novela. Es su vida contada por un hombre sabio de su tiempo, un conjunto de cartas al nieto de Tamerlán que iba a ser su heredero. Le da lecciones sobre la vida, así como se escribían en esos tiempos esas historias. Le habla sobre las batallas, las mujeres, la vida, la muerte, las riquezas, sobre mil cosas.

El libro pegó muy duro, tiene una prosa poética y filosófica muy provocadora de la reflexión.

Eso me dio reconocimiento en España, Argentina, México por lo que me consideraban un escritor importante en Colombia. Entonces pude ir a la India, Japón, Suiza, a muchos lugares como un invitado de las embajadas colombianas, como un representante de la literatura colombiana.

Lo curioso del asunto es que ni mi papá ni mi mamá vivían mucho de esos éxitos, sino que decían que yo debía ser una persona buena y moderada, sin vanidades ni tonterías, tratando de curarme de cualquier soberbia o de volverme pedante o una persona inaccesible o tonta. Siempre estuvieron en guardia contra eso. Nunca se han considerado vencedores, además yo nunca he tenido un temperamento de figura, ni de vedet.

Los premios literarios se olvidan muy rápido, además no son premios que hagan mucho ruido pues no me he ganado premios a una vida entera. No es el momento.

Me siento muy contento, aunque el reconocimiento es de ciertos círculos. 

Antonia Kerrigan es mi agente literario para publicarme en Argentina, México y España, pero mi libro comienza interiorizando un tema y cuando siento confianza, empiezo a hacer borradores, a definir su estructura y si al editor le interesa, pues adelante. Vienen los compromisos literarios, los contratos y demás.

La sensación de satisfacción para mí es muy grande, porque las cosas que he emprendido me han salido bien, incluso, criar a mis hijas, ser profesor y ser escritor. Facetas en las que se me ha reconocido lo suficiente como para seguir en la empresa.

Hasta ahora, tengo cincuenta y ocho años, ese ha sido el destino que he seguido y es muy coherente porque tengo una gran biblioteca, puedo leer lo que me gusta. Ser profesor y dictar clase es una gran satisfacción.

No tengo mayores quejas, ni mayores celos fuera de que la vida en un país como Colombia tiene sus matices, nunca me he sentido defraudado, ni frustrado, ni fracasado.

Hace unos doce años, viviendo yo en un apartamento en Bogotá, llegó Juan Esteban Constaín, que quería hacerme una entrevista porque había leído el libro “La marca de España” y le había gustado mucho.

Él, que tenía gran admiración por ese libro, siempre ha dicho que soy un gran escritor, que mi prosa es muy buena, que además trato temas que nadie más y con una profundidad muy destacable y él tenía también su propia vena. Estaba construyéndola.

Él vivía en Cali y lo invité a ir al Rosario donde fue un profesor excelente durante más de diez años y es cuando escribió sus libros y los artículos de prensa que lo han hecho tan famoso, primero en El Espectador, luego en El Tiempo donde se consolidó como un columnista de primer nivel.

Además, es una persona muy agradable. Yo no siento por él sino cariño y agradecimiento. Somos muy buenos amigos, con destinos paralelos pero distintos y ha sido él quien nos tiene aquí, en tu Blog.

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Hace unos años me casé con una exalumna mía del Rosario, la mamá de Emilia mi pequeñita.

Mi papá se murió en el año 2011 y mi mamá guarda sus cartas como una cosa personal, pero él también nos escribía a nosotros cartas muy lindas, sentidas y reveladoras tanto de sus temas personales como de sus lecturas y de las cosas que lo habían afectado.

No tengo nada que reprocharles a mis padres, quienes vivieron sus últimos años en Armenia. Me considero un heredero de ambos, nos consideramos, mis hermanos y yo, unos privilegiados. A todos nos ha ido muy bien, tenemos profesiones casi todos como profesores. Solo mi hermana es médica cirujana, aunque ha tenido alumnos. Mi hermano, Germán Serrano, que hizo un doctorado en matemáticas en Los Andes, es profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira, tu tierra.

Soy famoso en el Rosario por ser muy irónico. Ya convertido eso en un oficio le sale a uno con una mayor naturalidad, aunque resulte un poco presuntuoso el decirlo.

Del marinero quedan tres cosas claves, primero ser buen lector, segundo ser observador de cosas del mundo, de culturas, religiones, lenguas porque es parte de lo que enseño en el Rosario y tercero, la vocación de escribir. Todo eso se desarrolló en los barcos. Soy sui generis porque más que un marinero era un viajero.

Alguna vez mi papá me decía con tristeza:

 —“La pasión de los jóvenes no era partir o viajar sino no estar aquí”.

Por Isabel López Giraldo

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