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Centros gravitacionales en la obra de Germán Espinosa

En Los cortejos del diablo, una de las novelas más estudiadas y polémicas del escritor cartagenero Germán Espinosa, el discurso inquisitorial, como todo discurso masculinizante, se fundamenta en la razón y la lógica que justifica el patriarcado.

Joaquín Robles Zabala
24 de octubre de 2020 - 07:14 p. m.
"Los cortejos del diablo", novela de Germán Espinosa, fue publicada en 1970.
"Los cortejos del diablo", novela de Germán Espinosa, fue publicada en 1970.
Foto: Archivo Particular

En este discurso tradicional, la mujer es tal vez la figura en la que se modelan de manera relevante las fuerzas oscuras del mal: la bruja es asociada a la noche, en la que se incorpora un sinnúmero de connotaciones que hacen referencia a la magia, la muerte y la invocación del demonio, a quien se le rinden sacrificios nocturnos. La relación mujer-herejía está inserta en el mito del paraíso y en la metáfora que recrea el nacimiento de la mujer a partir de una costilla del hombre. Este hecho, según James Sprenger, se explica porque la mujer fue formada de una costilla torcida del pecho, que, en un discurso formal, traduce imperfección.

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Esta imperfección de carácter biológico la hace defectuosa en su naturaleza, débil, según la jerarquía patriarcal judeo-cristiana, pero perfecta en su papel procreativo. Lo anterior, limita el papel femenino a la subordinación social, excluyéndola de la acción productiva cultural y económica, y, por lo tanto, susceptible al pecado.

Al ser excluida de la acción productiva, la mujer es adscrita a un modelo social que sólo funciona dentro del esquema de la familia: madre sumisa, débil, cuyo ‘poder’ no va más allá de la cama y la cocina.

Lo anterior nos explica cómo dentro de las representaciones o elaboraciones de la imagen de la bruja, esta aparezca siempre asociada a su papel doméstico femenino, figurándosele montada en palos de escobas, haciendo de los utensilios de la casa instrumentos para sus fines demoníacos, pero también con un extraordinario poder para la fabricación de pócimas que disminuyan el potencial sexual masculino o dobleguen a un hombre ante los pies de una mujer.

Albert Ellis, en su libro El problema de la libertad sexual, cree ver en estas acciones un poder subversivo femenino que se rebela contra las formas patriarcales que intentan reprimirla. Asimismo, Lucía Guerra, en su ensayo La mujer fragmentada: historia de un signo, nos recuerda que la caricatura de la bruja revolviendo su caldero, despojada de todo rasgo siniestro, se asemeja a un alquimista que lleva cabo un experimento.

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Lo anterior, desde una perspectiva contemporánea, nos permite ver que la relación mujer-herejía no responde solamente, como plantea el discurso oficial masculino, a su asociación con el demonio y el pecado, sino a una búsqueda espiritual que le permitiera una posición de significación en el concurso de los valores hegemónicos.

En los siglos XVII y XVIII, períodos en los cuales Espinosa desarrolla dos de sus grandes ficciones, Los cortejos y La tejedora, la estabilidad social de la mujer dependía únicamente de su cuerpo y del deseo que pudiera despertar en el hombre que la eligiera como esposa. Dentro de este contexto, las pócimas y filtros de amor obedecían a una situación histórica y coyuntural que aseguraba la atracción sexual de la mujer hacia su marido y la sumisión de este ante las decisiones tomadas por la mujer.

Juan Blázquez Miguel, cree asimismo ver en la relación mujer-herejía una situación más cercana a la pasión carnal e insaciabilidad sexual de estas mujeres, que una relación mítica con el demonio y las fuerzas oscuras del mal.

La libido, en una concepción más amplia de la expresada por Jung, está relacionada con el calor y el fuego, connotaciones implícitas del infierno y el pecado, y este con la vulva, la hoguera que para ser apagada se hace necesario no sólo la participación del hombre, sino también la de algunos animales en el rito fogoso de la lujuria.

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La presencia del macho cabrío en los ritos heréticos nocturnos o aquelarres, parece tener una doble connotación en el discurso sexual femenino, reprimido por la Iglesia a lo largo de los siglos que van del XIII al XIX. Más que un modelo del demonio, el macho cabrío representa, en primera instancia, no sólo el antimodelo de la pasividad sexual femenina impuestos por los códigos morales, sino también el temor (de la Iglesia) a una sexualidad femenina que los documentos canónicos de la época intentan reprimir aceptando la prostitución como un mal necesario.

El discurso teológico, en su concepción de los valores morales, no sólo limita, como dijimos anteriormente, el accionar de la mujer al espacio de la casa y la familia, sino que restringe igualmente el comportamiento de esta en las relaciones sexuales con el hombre, rechazando el placer carnal y los movimientos, los cuales son asociados a los instintos bajos y animales, aceptados únicamente en las mujeres que comercializan su cuerpo.

Si es cierto que los códigos canónicos aceptan el ejercicio de la prostitución como un mal necesario, también es cierto que esta es rechazada por la sociedad y confinada a la periferia como ejercicio público pecaminoso. En Los cortejos del diablo, como en la tradición judeocristiana, las prácticas sexuales que se hacen públicas se constituyen en una doble falta o doble pecado, rechazado de tajo por la sociedad fiscalizadora que sigue de cerca las normas de la Iglesia. No obstante, estas faltas -—-que son el rompimiento de las reglas— se hacen mucho más relevante cuando son realizadas por mujeres o cuando la condición social de esta se aleja del centro económico dominante.

Catalina de Alcántara, por ejemplo, es quizá el personaje femenino creado por Espinosa más relevante e “insubordinado” de su novelística. En ella no sólo se conjugan la belleza física, que despierta el deseo de los jerarcas de la Iglesia, sino también una “enigmática personalidad” acompañada de una respetable posición económica. La imagen que proyecta no obedece a la de una mujer de una cultura colonial anclada sobre los valores patriarcales católicos. Hay en ella un halo de rebeldía en el cual se tensionan las fuerzas de represión (creadas por la cultura dominante) y subversión (utilizada por la cultura dominada).

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Lo que caracteriza, en el fondo, a este personaje femenino creado por Espinosa, es el sentido de transgresión de los valores hegemónicos. Para la tradición cristiana, el valor de la mujer ‘es’ en su relación con el hombre. Es este quien le da su ‘significado’ y la define en el concierto social. Contrariando lo anterior, Catalina de Alcántara tiende un puente de conducta que, en el contexto histórico de la obra, es asociado al ‘escándalo’ y, por lo tanto, al rompimiento de los rasgos que fundamentan la esencia de los valores patriarcales.

“Aunque a vista de todos aparecía como viuda, los menos discretos aseguraban que nunca fue casada y que su viudez era sólo una impostura con la cual pretendía tender un lienzo sobre su vida desorbitada y orgiástica”.

Uno de los rasgos fundamentales del patriarcalismo es el matrimonio, en el cual no sólo se inserta el sentido de protección del hombre hacia la mujer, sino también el concepto de orden como norma de la razón. Esta aserción, se hace mucho más explícita cuando, desde la Epístola de los Efesios, capítulo 5, versículo 22, la Biblia nos dice que “las casadas deben estar sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia”.

Al estar por fuera de los parámetros que delinean el orden, Catalina de Alcántara subvierte la figura arquetípica de la mujer dentro del contexto histórico tradicional y le imprime un carácter subversivo:

“Con su fantasía rivalizaba la del pueblo raso. No bien se supo que alimentaba en su mansión una jauría de podencos españoles, empezó a relacerse que la propietaria sostuviese comercio camal con los animales (...) Un negro escapado de la casa de la viuda, afirmaba que, en las noches de luna llena, la vampiresa se untaba de carne molida los muslos y las entrepiernas y ponía a los perros a lamerlos horas enteras, todo lo que ella demorase en obtener una progresiva y delirante satisfacción”.

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Esta subversión, por lo tanto, no sólo se refiere a su comportamiento público social, sino también al privado y al sexual. No sólo no sigue los postulados morales fijados por la Iglesia y el sistema patriarcal, sino que se burla de ellos y los minimiza, rompiendo de esta manera con los códigos cristianos de la época, con las exigencias de castidad como una de las virtudes de la mujer ‘de bien’ y la reclusión de esta al espacio cerrado del hogar, su estado natural.

Catalina de Alcántara, por el contrario, “llegó a constituirse, no ya en una amenaza pública, sino en una amenaza metafísica. Su cortejo de esclavos raras veces salía y las provisiones eran depositadas frente a la puerta cochera, donde permanecía un recado a veces horas enteras hasta cuando la dueña de casa se apersonaba y dirigía el traslado de las cajas, tambores, garrafas y envoltorios. Era tal, no obstante, la afluencia de víveres, gollerías y damajuanas a aquel lugar, que el vecindario tuvo por fuerza que imaginar unas orgías tumultuosas. Alguien aseguraba que, al recibir a sus amistades, la viuda de Alcántara aparecía siempre completamente desnuda, en una bañera chapeada de malaquita”.

Hay en esta actitud, sin duda, una intención explícita de romper con la imagen restrictiva de la mujer, aquella, como dijimos, que la asocia a los deberes conyugales, a la crianza de niños y al puente que refuerza los lazos del hogar y la familia.

Al romper con la imagen enmarcada en la tradición Catalina de Alcántara crea otra imagen, rebelde y violenta, que busca una identidad de igualdad en el contexto falocentrista. De ahí su burla sarcástica hacia la Iglesia y hacia los elementos ‘sagrados’ que la constituyen (“Ninguno, por supuesto, que conociera a Catalina se hubiese tragado la fábula según la cual la túnica que esperaba en el baño a sus huéspedes era la túnica inconsútil”39.), de ahí igualmente su cercamiento amoroso al obispo Ronquillo de Córdova, el anciano prelado que cayó rendido a sus pies y que tuvo que huir más tarde de la ciudad porque la fogosidad sexual de la ‘vampiresa’ lo estaba llevando a la tumba.

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En Los cortejos del diablo, el rompimiento del eje de la territorialidad patriarcal, que hace de la mujer un ‘ser estático y cerrado’, tiene su voz en el sexo, cuyo lenguaje de seducción quiebra el silencio de hermeticidad que tiene como espacio concreto los territorios de la casa. Visto de esta manera, el sexo se instaura aquí como un arma de gran poder que cala en la autoridad eclesiástica, que mueve los hilos que constituyen el centro hegemónico de la Iglesia.

Lo anterior es relevante en el contexto histórico de la novela, cuando el Santo Oficio detiene al loco alquimista Mardoqueo Crisoberilo:

“La Inquisición no tardó en actuar, pero en el momento en que cuatro alguaciles marchaban escoltando al hereje hacia las dependencias del Santo Oficio, Catalina irrumpió en la plaza y protestó alegando que el alquimista era protegido suyo. Los esbirros no hicieron ningún caso de la viuda, más una vez llegados al tribunal, una orden misteriosa puso en libertad al acusado, quien desde aquel día se convirtió en huésped de la mansión de la Calle del Pozo”.

Pero mucho más relevante que la actitud anterior, es el desafío abierto de la viuda a las autoridades civiles y eclesiástica por no haber permitido sepultar el cadáver de su protegido, Mardoqueo Crisoberilo, en un camposanto. Este hecho, la lleva a la idea de recorrer desnuda la ciudad montada en un caballo como signo de protesta, de alzar su voz contra la univocidad del autoritarismo patriarcal:

“La viuda se encontraba, a las siete de la noche, desnuda sobre el caballo árabe que habría de transportarla a través de la ciudad y dispuesta a salir por la puerta cochera de su casa (...). En aquel momento un grupo de cabildantes y familiares del Obispo Ronquillo de Córdova, irrumpió en el patio y, con gritos y ademanes, pidió a la mujer que desmontara de la cabalgadura. Cuando la tuvieron a su lado, radiante en su incomparable desnudez, los emisarios, que apenas podían hilar frase ante el cuadro prodigioso de la hembra que parecía alzarse como una deidad pagana ante sus ojos, explicaron como pudieron entre todos, que tanto el Obispo como el poder civil habían decidido pactar con ella, a condición de que no llevara a cabo la locura que estaba a punto de cometer”.

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Este acto de insubordinación femenina es metaforizado por Lucía Guerra como la quilla del barco que corta el oleaje, pero también como el malecón que recibe el golpe de las olas y sirve a su vez de protección. Nietzsche, por su lado, con relación a esta clase de insubordinación, que pone entre interrogantes el verdadero poder del hombre, nos recuerda en Humano, demasiado humano, que en nuestra cultura occidental el hombre manda, pero es la mujer quien ostenta el poder. A través de su entrega sexual, que es su centro de doblegación de lo masculino, la mujer no sólo se asegura de ser dueña de sí misma, sino también de manipular los actos y decisiones del otro, creando de esta manera un desmantelamiento de las funciones atribuidas a cada sexo, un cambio de roles y de lugares. En otras palabras, la oposición hombre-mujer, tan debatida por los grandes pensadores de la humanidad, desde Platón y Aristóteles, pasando por Rousseau y Nietzsche, hasta llegar a Derrida, deja de ser pertinente, pues lo que se ha venido desarrollando en los últimos siglos es un proceso de deconstrucción que contradice la hegemonía de los valores masculinos.

En este sentido, hay un rompimiento del mito bíblico del paraíso en el que la mujer ha sido concebida como una adición complementaria del hombre y no como un elemento esencial en la construcción de los procesos históricos de la humanidad, vista como una totalidad cerrada y no como una multiciplidad de vectores que existen, no en virtud del otro, si no en virtud de sí mismos, que se halla en una constante búsqueda de interrogación, abierta hacia un afuera —y no hacia un adentro— como lo plantea el escritor cartagenero en su novela capital La tejedora de coronas.

En la obra de Espinosa, y en especial en este título que nos ocupa, la subordinación femenina, configurada por los centros dominantes y legitimados por la cultura, se fragmenta, dando origen a discursos que justifican determinados comportamientos, que arrojan una luz positiva sobre las ‘virtudes femeninas’ más allá de su dedicación absoluta a las labores domésticas y su misión procreadora.

Al producirse una ruptura, una fragmentación de lo hegemónico, muchos aspectos relacionados con la mujer y su función dentro del contexto social pierde su centro. El sexo, por ejemplo, ha tenido siempre en la cultura judeocristiana un propósito procreativo. En la novelística de Espinosa, al convertirse en una forma de manipulación de lo masculino, este alcanza una connotación puramente carnal, de placer, donde la procreación queda por fuera, al igual que el amor. Tanto Catalina de Alcántara, como Genoveva Alcocer y el personaje narrador del relato Noticias de un convento frente al mar, están unidas en la obra del escritor cartagenero por la pasión sexual como una forma de expresión del mundo y de reivindicación de la libertad, pero también por una visión extranjerizante, emancipadora y anticolonialista.

Por Joaquín Robles Zabala

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Omar(hfp55)25 de octubre de 2020 - 02:33 a. m.
Un escritor de una calidad inmesurable. No me explico el porqué no es tan conocido.
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