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Semanario (opinión)

Esta es la historia de alguien que entró a un periódico sin siquiera haber pensado que fuera posible, de alguien que entró como una persona y ahora es otra, de alguien que escribe porque ya no hay otra forma de vivir. De alguien que fue transformada por un periódico que más parece el hogar de ideas que van, vienen y se revuelven.

Juliana Vargas
05 de julio de 2020 - 10:08 p. m.
Redacción de El Espectador, periódico fundado en 1887.
Redacción de El Espectador, periódico fundado en 1887.

Hace poco tiempo había un periódico.

Hace poco tiempo, ese periódico me recibió.

Que si quería, que escribiera. Que escribiera sin pensar mucho en el qué dirán o en el tema. Que comenzara con una palabra, y esa palabra llevaría a otra, y a otra, y a otra.

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Que escribiera porque era reflexión y catarsis, y lo hiciera sin mirar likes, retweets o seguidores. Que el fin de un artículo no era llegar a cien, mil o un millón de lectores, así suene contradictoria. Que, realmente, su esencia estaba en el número de corazones que lograba abrir. Que escribiera, que escribiera cuanto quisiera, pero que tuviera cuidado, que escribir es igual que blandir una espada, y podía tanto proteger como matar.

Hace poco tiempo había un periódico.

Hace poco tiempo, ese periódico me abrió sus puertas.

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Que ya habría tiempo para volver al mundo de siempre, a ese que iguala, aplasta y consume. Que ya habría tiempo para extrañar la rutina que, en sus ratos libres, me permite hablar desde puntos cardinales, abrazar una fogata diurna y escuchar melodías a cuatro manos. Que por qué no, por ahora, hacer de cardinales, fogatas y baladas la norma. Que escribiera y también caminara. Que caminara junto a ellos y, mientras tanto, habláramos.

Y entonces hablamos del amor, que, por supuesto, era un sentimiento “¿Y por qué no puede ser voluntad? ¿Por qué no puede ser una decisión?” Entonces me exhortaron a tener fuerza de voluntad, a escribir por todo y a pesar de todo, porque debía tener un para qué y deshacerme en el papel para luego revivir.

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Y entonces hablamos de la justicia, del linchamiento social y de los adornos del pensamiento. Cada idea que tenía, cada prejuicio, cada cita textual que recordaba fueron rebatidas una a una. Llegué al punto en que pensé que mi cabeza iba a explotar y fue precisamente en ese punto en que salieron artículos. Las palabras se concatenaban y mis manos se movían inconscientemente. Descubrí, amé, sumé. Si antes le temía a la incertidumbre, ahora la saludaba como a una vieja amiga. Escribir me otorgó introspección, revelaciones y la felicidad de transformar la realidad a mi alrededor.

Hace poco había un periódico tan amable como infame, que obligaba a sus periodistas a pensarse y repensarse, a destruirse y reconstruirse, y así era como publicaban notas. No como papel, sino como parte de sus entrañas.

Si escribir en sí es una revolución, entonces El Espectador también lo es, y lo seguirá siendo.

Por Juliana Vargas

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