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Fe de ratas (Cuentos de sábado en la tarde)

El Profe

Pablo Rodríguez Durán
27 de junio de 2020 - 09:50 p. m.
Fe de ratas (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Archivo particular

Bueno, queridos lectores, ¿vamos bien en medio del laberinto? No es tan complicado si saben contar. El UNO es Tao, es I de I Ching, es cambio, es lo inmutable en su mutabilidad constante y perenne. El DOS es yin yang, latidos primigenios del cosmos que representamos con un círculo dividido por una línea curva, la cual separa el blanco del negro y el negro del blanco, con el coqueto detalle de que hay un punto blanco en la mitad negra y viceversa, es decir, que no puede existir una sin la otra (noten, por favor, cómo este pequeño y en apariencia insignificante punto le da en su madre al principio aristotélico de no contradicción, ese que dice que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo lugar); el TRES es la cópula entre ellas; interacción que engendra las Diez Mil Cosas, es decir una miríada de fenómenos y creaturas variopintas naciendo, dejando su huella por el mundo y retornando al Tao una vez cumplido su tiempo de vida. El CUATRO son las cuatro imágenes o 四象. El CINCO son los cinco procesos, que en chino se escriben así 五行 y que en occidente los hemos traducido como elementos porque no entendemos el cambio (Quizás por culpa del cabrón de Platón y su puta caverna) así que, aunque se me olvide a veces y diga “elementos”, tengan en cuenta que son” procesos” porque a los chinos les importa más el cómo que el qué…y como

—Uy Profe, eso no se lo va a publicar ni su mamá. ¿Qué necesidad de insultar a los pobres griegos? No joda, además ¿No puede hablar de las bondades de la cosmogonía china sin vilipendiar nuestra tradición? Y si no puede ¿podría por lo menos evitar las groserías en mexicano, que le salen de la chingada—interrumpió Aguirre, más por costumbre que por auténtica necesidad.

—Será la suya, Aguirre. Su tradición, digo, no su mamá. A mí no me meta en sus ansiedades ontológicas. Además, no me caen mal todos los griegos. Heráclito, por ejemplo, sí entendía el cambio. Recuerde esa famosa frase, Aguirre, «Nadie se baña dos veces en el mismo río», pero bueno, no me desconcentre que esta parte es importante —el Profe volvió a hundir su nariz en las páginas amarillentas frente a sí.

…Y como el yin y el yang están en todo, los cinco procesos no son la excepción. El ciclo yang es de “creación” y se puede entender claritito, pues gracias al agua es que la madera, o sea el árbol, crece, y luego cuando la madera se tala y se seca se puede hacer fuego, y el fuego consume la madera, de la que quedan cenizas que se convierten en tierra, y luego en la tierra bien debajito se van incubando los minerales, que son el metal, del que luego sale el agua y volvemos a empezar.

Le suferimos leer: Pelo malo (Cuentos de sábado en la tarde)

—Pero Profe, espere. Yo entiendo que la madera hace fuego y que el agua nutre el árbol y toda esa güevonada que, en efecto, es obvia, sobre todo para un campesino conectado con los ciclos naturales como eran los chinos de antaño. Pero ¿cómo está eso de que el agua sale del metal? Yo, por lo menos, nunca he visto que el oro se vuelva jugo de naranja.

—Aguante Aguirre, cállese y déjeme terminar.

Pero también hay un ciclo yin, o sea inverso, que no es exactamente de “destrucción” pues los verbos cambian, en donde el fuego funde el metal, que luego se forja en un instrumento capaz de talar la madera, y la madera echa sus raíces sobre la tierra, o sea la coarta, la agrieta; y luego la tierra contiene al agua, o si no estaríamos todos aún con branquias porque todo sería agua, y pues el agua apaga al fuego…

—¿Me va a rebatir también que el agua apaga al fuego?, Aguirre—profirió el Profe elevando la mirada y con gesto soberbio buscando esquivar una pregunta que no tenía ni idea cómo contestar.

Y el tema es que eso no es lo realmente importante, sino las metáforas y relaciones que se desprenden de cada uno de estos elementos. A cada “elemento” corresponde un órgano del cuerpo, una emoción, un color, un sabor, un animal, una nota musical y muchas cosas más. Por ejemplo, metal es pulmón, que alberga la tristeza; agua es riñón, aquí yace el miedo (¿o nunca se han preguntado uno porque se orina del susto?); el hígado es madera, ira contenida; en el corazón, que es fuego, reside la alegría desbordada (que también enferma) y en el bazo, símbolo de la tierra y la madre, se sitúa la ansiedad…

—Espere, espere, espere, Profe. Ya me di cuenta que no sabe cómo es que del metal surge el agua—dijo Aguirre, a quien no se le iba ni una coma —pero ¿cómo es que la alegría está en medio de semejante sancocho de emociones tan feas? ¿O es que la alegría es algo malo para los chinos?

—¿No fue Usted el que me dijo que en sus retiros hippies se dio cuenta de que no existía lo malo y lo bueno, ni lo bello y lo feo, que esos eran sólo juicios de la mente egoica, y que lo único que existía era amor, Aguirre? Sea congruente, hermano.

Aguirre

Quizás nunca se lo diría, pero la verdad es que Aguirre disfrutaba sobremanera las visitas al Profe, y las lecturas de un libro en donde, si bien con los sesgos eurocéntricos propios de un hombre erudito pero no sabio como era el Profe, ciertamente había una gran dosis de sabiduría. Que el Profe no fuera capaz de vivirla en su cotidianidad era otra historia. ¿y tú sí la vives, Aguirre? Bueno, luego se ocuparía de eso. Lo cierto es que algo le había inspirado, y, recordando la primavera del 2020 se sentó y se puso a escribir

El cerdo aún no terminaba de esconderse en su corral cuando la rata, ávida por salir a ver el mundo tras doce años de larga espera, se frotaba las manos y meneaba la cola. Con la rata reinicia el zodíaco chino, se cierra y comienza nuevamente el círculo, figura geométrica que es metáfora de cómo esta cosmogonía milenaria concibe el tiempo: sin génesis ni apocalipsis, el mundo siempre ha existido y seguirá existiendo, estemos los humanos o no en él. Y aquella rata vestía un ajuar de metal, que en los “cinco elementos” (Sólo por llevarle la contraria al Profe, Aguirre decidió no poner “procesos”) y la Medicina Tradicional China está asociado al pulmón como órgano y a la tristeza como emoción. El virus inflama los pulmones ¿Acaso nos quiso recordar la importancia de estar vivos al mostrarnos casi con ironía cuán valioso es sólo poder respirar? ¿O buscaba simplemente desvestir una dilatada tristeza que nos azota inmisericorde por nuestra forma de habitar el mundo?

Desde la más pura ciencia carente de emociones y libre de elucubraciones poéticas el virus no fue más que un organismo producto de la evolución cuyo único fin es (tal como el nuestro) reproducir sus genes, para lo cual se vale de una proteína que funciona como llave para abrir la cerradura en la superficie de nuestras células e ingresar al pulmón. El virus no es bueno ni malo; es sólo un organismo biológico al cual nuestras alegrías o sufrimientos le son indiferentes, y lo que debemos hacer es valernos de nuestra razón para crear algoritmos que permitan predecir el comportamiento de la epidemia y redoblar los esfuerzos para el pronto hallazgo de una cura mediante la rigurosa implementación de modelos matemáticos.

Desde una visión un poco más cálida que la frialdad objetiva de la razón, la faena del virus no estuvo exenta de sufrimiento. Sufrieron los enfermos y los familiares de los muertos; sufrieron los médicos y enfermeros en medio de su heroica faena; sufrieron los trabajadores que se quedaron sin empleo y los viajeros alejados de su hogar. Sufrieron los pobres, como siempre han sufrido, y sufrieron también los ricos, quienes en medio de ostentosas comodidades se sentían más encerrados que nunca. Sufrió la bolsa al ver caer sus rojas líneas al abismo y la economía al contemplar sus números y porcentajes desangrarse; sufrieron los gobiernos, con patadas de ahogado intentando fútilmente controlar con decretos la pandemia y sufrió, en fin, todo un sistema que creía haber dominado a la naturaleza y se vio súbitamente envuelto en una guerra frente a un enemigo invisible que nos demostró, con diáfana luz, nuestra fragilidad.

Quien no sufrió fue el planeta, en cuyos cielos despertó un azul olvidado; ni tampoco los mares, que a pesar de todo nunca dejaron de humedecer la arena con sus olas de sal…

Aguirre recordó un verso de Neruda ¿Si todos los ríos son dulces / de dónde saca sal el mar?, y también que en chino el ideograma para “mar” 海quería decir “la madre de todas y cada una de las gotas del mundo) Los animales salieron incrédulos a las calles de metrópolis fantasmas y de fiesta estaban las selvas y manglares, que pedían a gritos inaudibles una pausa, un respiro de tanto fuego, tala y destrucción.

Visto así hubo dos hechos tangibles: el primero fue la palpable recuperación de los ecosistemas y un gradual retorno al equilibrio del planeta tierra, que más que un hogar es una extensión de nuestro propio ser. El segundo fue el caos del sistema financiero, la insurrección de los porcentajes y la revelación de una descarnada injusticia social, fruto de un sistema que oscila entre lo amoral y lo abiertamente inmoral y que venimos cargando como un lastre desde tiempo atrás, pero que terminó de desnudarse por la impotencia de todas las intangibles instituciones humanas frente a la crisis; las mismas que con horror vimos desplomarse y unimos esfuerzos en la “lucha” contra el virus para preservarlas. ¡“Lucha”! ¡“Guerra”! ¡“Batalla”! ¿pero no que el virus no es más que un organismo producto de la evolución que busca reproducir sus genes? la realidad se esforzaba por demostrar que este “brutal enemigo” en realidad estaba regenerando un planeta ajado por nuestra estulta (e incomprensiblemente aplaudida) adicción al dinero y al poder.

Quizás esta guerra se venía incubando desde hace tiempo ya en los oscuros rincones de un caldo espeso y trasnochado que la ciencia no alcanza o no quiere ver, pero que la especie ya intuía y la pandemia, más que una pasajera y contingente coincidencia, fue el detonante que nos puso frente a un dilema fundamental: si nos detenemos y paramos la máquina, colapsan las instituciones humanas, pero si no la paramos, nos extinguiremos como especie. Y este dilema trasciende la experiencia frente a la pandemia en particular. El virus, en realidad, no fue más que otra generosa alerta del mundo natural, del mismo tenor que la desaparición de los glaciares y la polución de los océanos, que lloran lágrimas de petróleo; del dolor de la tierra, indigesta de tanta basura en su vientre; del cambio climático, que algunos gobiernos se esfuerzan por negar y otros simplemente se hacen de la vista gorda; y de la desaparición de las abejas, que aunque pueden volar contraviniendo las leyes de la física, ven con resignación su ocaso merced al hacer humano que tanto criticó Lao Zi: ese ávido obrar desligado del Tao, de la observación consciente de la naturaleza y su perfecta espontaneidad.

Durante la etapa más álgida de la pandemia, detener la incesante máquina de la producción, el lucro y el progreso no fue una alternativa, sino una necesidad objetiva. Tuvimos, por obligación ética, que renunciar a algunas de nuestras preciadas e innegociables libertades individuales, entre ellas la de tránsito, pues durante la pandemia (la primera que vivimos como sociedad globalizada en la historia) fue claro que la comunidad debía primar por sobre la individualidad. Desde el exterior era claro el rumbo: o nos encerrábamos o nos jodíamos; ahí nunca hubo dilema, sólo terquedad. Desde el interior, sin embargo, el sacrificio de las ilusiones situó al individuo frente a una feroz bifurcación. Un camino conducía a la aceptación de la realidad como es, por oposición a como querríamos que fuera. Vimos impresos en las huellas de aquel sendero la sabiduría para navegar al son de los cambios, el entendimiento de que en la vida hay momentos de viento en popa, pero también recias tempestades, y también la inevitable humildad que brota al percatarnos de nuestra propia fragilidad. En el otro sendero divisamos la ira, la resistencia, y la tristeza que con esas metáforas dignas del orden nos pronosticó la rata (¿o sería el murciélago?); rata de metal, del pulmón, de la nostalgia y la respiración. Lo único cierto es que la decisión entre recorrer uno u otro camino, entre aceptar la realidad o luchar contra ella puede ser la diferencia entre hacer del sacrificio una ofrenda por un poco de sabiduría y convertir la pérdida en la leña del sufrimiento que aviva el fuego de las insanas ilusiones. Se trata de una decisión individual, y al mismo tiempo colectiva: el sendero por el que optemos fijará cómo habitamos el mundo desde el más innegable presente, al tiempo que esculpirá la huella de nuestro paso por la tierra como especie, nuestra permanencia o extinción.

El susurro del cosmos: un cambio en nuestro modo de vida es tan necesario como inevitable. Quizás no fue casualidad que la epidemia comenzara allá donde la piedra angular de toda una filosofía es el I Ching易经, el Clásico de las mutaciones, y que ese 易, (sea un camaleón o el manifiesto vaivén entre el sol y la luna) significa cambio. Quizás sea desde este recogimiento en que, soltando las armas de una guerra ilusoria, podamos cabalgar hacia adentro y preguntarnos si no es acaso la ignorancia la diestra forjadora de nuestros propios grilletes, o bien reflexionar si los períodos de necesaria introspección y observación de hábitos, pensamientos y emociones no son el tanque de oxígeno que necesita el buzo para sumergirse en los rincones y los límites de una libertad que nunca ha estado afuera. Quizás, aunque no colapse ningún sistema ni se caigan las ideologías ni las fronteras, cuando volvamos a salir a la calle nos podamos sacudir, aunque sea un poco, la ira de la guerra; y logremos reemplazarla, aunque sea un ápice, por la gratitud del respirar.

Aguirre salvó el archivo, cerró la computadora y prendió, satisfecho, uno de los faritos sin filtro que le había regalado el Profe. Decidió que no compartiría este ensayo con nadie. Bah, como sea, tampoco era nada del otro mundo. Además, al parecer el planeta entero ya había olvidado la pandemia del año de la rata.

El Profe

El gran problema del paradigma científico es que para demostrar el patrón abstracto de las respuestas contrastables con la realidad objetiva, que con tanta avidez y ansiedad buscan sus adeptos, se necesita un poco de fe. Cualquier lacayo del racionalismo y la ciencia abriría los ojos y pegaría un grito en el cielo, pero tranquilo, queridos lectores, que este libro no va dirigido a ellos, sino a ustedes, que por lo menos ya saben que el universo no es más que la cópula constante entre el yin y el yang, es decir los latidos primigenios del cosmos en complementaria dicotomía: el sol y la luna, el hombre y la mujer, lo brillante y lo opaco, la razón y las emociones…

Bueno, decía, ciencia, razón, ¡fe! O bueno, no digamos fe, sino confianza. Confianza, cuando menos, en que su teoría se va a probar cierta y también en la intuición siempre anterior a la conceptualización del fenómeno. Y hablando de indignación, porque seguramente alguien rebatirá este punto con un tratado perfectamente argumentado, lo que sí les puedo decir es que la ciencia no trae nada. Ni paz, ni felicidad ni sosiego. Trae, sí, una exacerbación del ego de la chingada, el hipócrita aplauso de una partida de colegas frustrados quienes entre elogios se aseguran de dejar algunas espinitas de bambú que penetren en los intersticios entre uña y carne, el mantenimiento de la ilusión de que hay un yo independiente a la realidad externa y la comprobación “científica”, es decir apegada a un discurso enunciativo y carente de todo sesgo emocional. Ah ¡qué cabrón eres Tales de Mileto! Por eso…

—Oiga Profe, ¿no le parece un poco demasiado? —interrumpió Aguirre —. Digo, no me malinterprete, estoy de acuerdo en general, pero pareciera que Usted está en contra de la ciencia por considerarla dogmática, lo cual es ontológicamente imposible, y además ¿Tales qué culpa tiene? —Aguirre sostenía un cigarrillo apagado entre índice y pulgar y un encendedor apoyado sobre la palma de su mano, soportado por el anular y el meñique.

Encorvado sobre su sillón, el Profe auscultó la expresión de Aguirre por encima de sus gruesos lentes.

—Qué va Aguirre, es que ya me harté. Este discursito de la ciencia nos esta llevando al abismo de nuestra desaparición como especie. ¿Se acuerda de la jodida “paradoja” de Needham? Quien se preguntó por qué los chinos no “progresaron” hacia la ciencia moderna si tenían todas las condiciones dadas para ello y terminó concluyendo que fue por culpa del I Ching, y que más valía tirarlo al mar (no “tirarlo” como metáfora de las monedas para preguntar al oráculo sino literalmente deshacerse del libro), pues fue culpa de este supersticioso y anticientífico agüero que los chinos nunca desarrollaron la ciencia, y he ahí la respuesta a su paradoja. Hágame el favor. Y qué me dice del premio Nóbel ese de física de quien ya se me olvidó el nombre otra vez, que descubrió que todo está en constante cambio, incluso la más pequeña de todas las moléculas, un cambio tan vertiginoso que no alcanzamos ni siquiera a dimensionarlo, o en otras palabras, la misma mierda que Buda descubrió al sentarse a respirar y sentir hace más de dos milenios y medio. La gran diferencia es que el Buda lo hizo mediante el cuerpo (pues se medita con el cuerpo, no con la mente) y el científico con una máquina que de lo cara seguro le quitó el pan de la boca a una, por no decir a varias naciones africanas. Mejor dicho, lo que estoy intentando decir, Aguirre, es que la recompensa al conocimiento desde el nivel del cerebro no es nada sin su entendimiento al nivel de la experiencia, ésa es mi pelea con la ciencia ¿ya entendió, güevón?

—Ahora sí, pero el texto parece decir otra cosa, Profe. ¿Y por qué no lo pone así como me lo acaba de decir?

—No sé, me suena medio a libro de autoayuda barata. Pero vea, para que me entienda, le voy a dar un ejemplo muy claro, Aguirre. ¿Se acuerda del virus que casi nos mata durante el año de la rata?

—Qué pregunta tan boba, Profe, quién no se va a acordar del virus del año de la rata, pero venga, una cosa antes de que siga con su monserga —aprovechó Aguirre para comentarle, recordando su ensayo inspirado por la lectura del día anterior —¿A Usted no le parece raro que justo haya sido el año de la rata de metal cuando eso pasó? Es decir, el metal en los cinco elementos…procesos, perdón, está asociado al pulmón como órgano, a la tristeza como emoción y, más importante aún, a la respiración ¿sí o qué? ¿Y acaso el virus no era una vaina que mataba inflamando los pulmones? O sea, ¿no sería una suerte de señal de un universo perfecto, que tenía que nacer en China, para recuperar una sabiduría ancestral y, de paso, recordar el privilegio de estar vivo y poder respirar? —Aguirre amagó prender su cigarrillo, pero a último momento se arrepintió.

—No sea tan hippie, Aguirre. —le cortó las alas el Profe, no sin darse cuenta de que las ideas de Aguirre tenían sentido. Sintió una mezcla entre orgullo y envidia. Por supuesto, no se lo diría —. Bueno, pues todo el mundo tenía versiones distintas, y era normal, pues encerrados sin tener ni puta idea de qué hacer con nosotros, el mono alebrestado de la mente se terminó de rebelar. En fin, algunos hablaron de una señal alienígena, los conspiracionistas (quizás más xenófobos que auténticos conspiracionistas) decían que los chinos lo habían inventado y en un descuidó se les voló, como si tuviera patas y libre albedrío el virus; los otros conspiracionistas estaban convencidos de que los gringos se lo habían metido a China y les salió el tiro por la culata; los religiosos a rajatabla decían que era un castigo divino, y otros (seguro que Usted fue uno de ellos, Aguirre) que era resultado apenas natural de las conjunciones planetarias entre Urano y Plutón, y las cuadraturas con Marte, y Capricornio en Saturno encerrándonos en nuestro propio ego para renacer y esas mamadas. Los filósofos, que hacemos preguntas, a veces por curiosidad y otras por joder, nos preguntamos por la auténtica libertad (yo, por lo menos) y, una vez en cuarentena, durante aquella primavera del año de la rata, nos cuestionamos si no éramos acaso nosotros, mediante la ilusión, los creadores de nuestras propias cadenas.

Aguirre estaba sorprendido de cuán parecidas eran las ideas de ambos con relación a aquella lejana pandemia. Por supuesto disimuló su emoción, pues sabía que no había nada peor que elogiar al Profe. Haciendo una mueca incomprensible reviró.

—Ajá, ¿y eso no es esoterismo? Digo, no está mal, yo pensé lo mismo, pero es esoterismo. Para mí, aquella pandemia, por un lado, fue una reacción de la espontaneidad de la naturaleza para tomarse un respiro, porque la traíamos seca y, por otro, un momento de introspección necesaria; un tanque de oxígeno invitándonos a hacer inmersión en los más ocultos rincones y límites de la libertad. Y ya que Usted mencionó el budismo, digamos que desde esa perspectiva la cuarentena podía emplearse como herramienta para hacer consciencia de que nuestra ignorancia era la fiel proveedora de un bosque de kalapas al arquitecto de las reencarnaciones. Era, en resumen, un aprendizaje trascendental del alma.

—No, Aguirre, lo mío no es esoterismo, sino sentido común, y yo nunca hablé de alma ¿cuál alma si no somos más que un cúmulo de burbujas explotándose a toda velocidad desde que nacemos hasta que morimos? ¡No ve que ya lo dijo aquel científico cabrón! Pero bueno, volviendo a mi punto, para la libertad en esta vida y sin lecciones trascendentales del alma no hay mejor fragmento que el inicio de Shantaram. Si no se ha leído ese libro, Aguirre, léalo. No me acuerdo exactamente cómo va, pero es algo así: “Mucho tiempo y casi todo el mundo me tomó aprender lo que sé del amor, el destino y las decisiones que tomamos; pero el auténtico núcleo de este aprendizaje me llegó mientras yo estaba encadenado a un muro y siendo torturado. Supe, de alguna forma, entre los inmisericordes alaridos en mi mente, que incluso en medio de aquella impotencia, yo era libre: libre de odiar a mis torturadores o de perdonarlos. No suena como la gran cosa, lo sé, pero en medio de aquella frágil impotencia, cuando es todo lo que tienes, esa libertad es un universo de posibilidades, y la decisión entre odiar o perdonar puede convertirse en la historia de tu vida.”

—Oiga, ese fragmento está brutal, Profe —dijo Aguirre más en tono de admirador que de par. Tardaron más las palabras en salir de su boca que él en arrepentirse. Por suerte, al Profe la loa le entró por una oreja y le salió por la otra.

—Y entonces los científicos más recalcitrantes y los más consagrados racionalistas, Aguirre, aunque sabían que el virus no era más que un organismo que, desde el punto de vista evolutivo, sólo quiere pasar sus genes a la próxima generación, igual creían que era algo malo, malísimo, para nosotros, pues hizo tambalear todas las instituciones humanas cuando en realidad los humanos al virus le importamos tres chingadas, pero yo sí creo que fue una bendición, un bálsamo tal como Usted dice, para darle un respiro al pobre planeta que en este afán de fama y fortuna lo traíamos jodido…bueno, lo traemos, porque eso sí que no ha cambiado.

»Y entonces, a partir de esto, pusimos toda nuestra energía en salvar la economía “que es tan vida como la salud”, por ahí decían. Eso sí es estar ya amordazado de ceguedad, en fin, lo que quiero decir es que la explicación racional del virus dejó a todos los lacayos de la razón esperando volver a la normalidad, como si la normalidad no fuera el problema desde un inicio; como si hubiera algo más anormal que la jodida normalidad y como si todo el sistema tan intrínsecamente inmoral en el que vivimos no hubiera sacado el más reluciente cobre de su impudicia durante la pandemia. Los privilegiados cagados del susto por el colapso del sistema financiero y la desaparición del Estado nación ¡no vaya y sea que me quede sin país al que hacerle fuerza durante el mundial! …Y dígame Aguirre, ¿cuando sólo se buscan las respuestas y no se hacen las preguntas como “¿qué es la libertad?”, se puede llegar la calma?

—¿Y a usted le llegó la calma?, Profe, porque yo lo veo medio agitado. Tome, fúmese un cigarro, mejor —Aguirre le ofreció el último de aquella cajetilla al Profe. El suyo aún bailaba entre sus dedos —Pues vea Profe, por una vez estamos de acuerdo. En efecto, yo tampoco veo el virus como un castigo divino y creo que lo único cierto es que su llegada fue un detonante que desnudó un sistema asquerosamente inmoral, y no me malinterprete, que comunista nunca he sido, pero no hay nada más enfermo que aplaudir adicciones tan enfermas como el dinero y el poder, y eso es lo que pasa hoy en día. Aunque claro, la adicción nunca es a un objeto, sino a una emoción, pero no nos desviemos. Digamos que sí, al virus le son indiferentes nuestras tristezas o alegrías, así como a nosotros nos son indiferentes las vidas de todos los animales que nos tragamos, seres sintientes todos ellos, como nosotros, que pasan la vida entera encerrados sin poder ni siquiera moverse mientras nosotros jugamos a Dios creándolos y comiéndonoslos.

—Ay Aguirre no vaya a comenzar con su cantaleta del vegetarianismo, que estamos hablando de otra cosa —dijo el Profe resoplando mientras tiraba la nuca hacia atrás en señal de hartazgo.

—Pero es que están conectadas. Vea, mi rollo nunca ha sido con comer o no carne, pues entiendo las aristas filosóficas de definir la vida y demás, sino con la forma en que obligamos a vivir a los animales que nos comemos, sin ningún miramiento a su sufrimiento, tal como el virus hace con nosotros, y tal como nosotros, quizás ya por esa racional desensibilización, hacemos con otros seres humanos a pesar de, esa sí, una cantaleta tremenda con los supuestos derechos humanos y libertades individuales. Hemos olvidado sentir el sufrimiento de los otros, eso que en budismo se llama compasión y en chino 仁.

—Según la interpretación confuciana Aguirre, porque acuérdese que ese ideograma en realidad no es más que una línea continua y una quebrada: yin y yang

—Sí, Profe, no importa. Igual para Usted todo es yin y yang. Y ya que estamos en el sufrimiento, pues es clarísimo que la gente sufrió, sobre todo los herederos de los privilegios del sistema, que se sintieron más encerrados que nunca en medio de sus fútiles comodidades. La libertad, Profe, efectivamente nunca ha estado afuera. Por eso me gustó el fragmento de…¿Shantaram, se llama? Bueno, lo que quiero decir es que se volvieron a ver cielos azules, a salir los animales, a refrescarse las selvas ¡Puta vida! Es que le damos duro al planeta, y la tierra calladita, sólo da y da sin quejarse jamás. Y es que nosotros no somos parte de la naturaleza, Profe, sino que somos la naturaleza, pues en un todo, las partes no se separan. Y mientras eso pasaba todos preocupados por las instituciones ilusorias humanas ¡no joda! Usted lo dijo: la economía, las libertades individuales, las putas líneas de la bolsa que caían en picada al precipicio. Yo la verdad rezaba por un colapso total; y ¿qué es lo que nos pedía el virus? ¡pues un poco de humildad, carajo! Humildad, compasión y gratitud. Y no es discurso new age, así que no me miré así, Profe marica. Es la “humildad” de reconocernos falibles y mortales; “compasión” por todos los que debido al inmoral sistema que tanto defendemos quedaron jodidos y gratitud porque esa vaina inflamaba los pulmones y no nos dejaba respirar.

—Y vea que la tierra quedó peor de jodida después de todos los tapabocas y guantes desechables que le echamos al vientre, Aguirre güevón —dijo el Profe echando una carcajada.

—¡Claro! Y en vez de mirar hacia arriba literalmente y hacia abajo metafóricamente, o sea hacia el cielo y hacia el corazón y el estómago, que nos habla con más lucidez que la puta cabeza, ¡hicimos todo lo contrario! Subimos todo a la cabeza y con los ojos nos quedamos mirando el suelo infértil de nuestras ciudades, nuestras Constituciones, nuestros Derechos fundamentales, ¡cómo si esa mierda fuera palpable! Cómo me acuerdo durante la pandemia a todos los gobiernos lanzando patadas de ahogado y mientras todo lo que se estaba derrumbando eran ilusiones, lo que se estaba recuperando, léase los ecosistemas y el planeta, era algo tangible. Yo lo único que digo Profe, es que dejemos la hipocresía. Coma carne, pero no tape el sol con un dedo, los animales viven jodidos. Apoye al sistema, pero reconozca su intrínseca inmoralidad; apoye las libertades individuales, pero sea consciente de que esta forma de habitar el mundo nos va a llevar a la extinción como especie, si es que no logramos acabar con el planeta y no sólo desaparecer nosotros. Y no se lo digo sólo a Usted, que sé que es un hombre sensible, aunque se las quiera dar de gélido filósofo, sino a todo el que lo quiera escuchar. El cambio que se pedía era más individual que colectivo, porque es inevitable reflexionar sobre la vida en medio de un encierro forzado. El cambio invitaba, en pocas palabras, a enraizarse en la respiración para entender el presente y así liberarse de los grilletes ilusorios que le coartan la libertad ¿O qué, me lo va a negar Usted que se la vive hablando de la respiración como metáfora de la vida?

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Aguirre se recostó en la silla tras terminar su discurso y, como rebelándose frente al privilegio de tener pulmones sanos, accionó el encendedor y prendió su cigarrillo. La flama coqueteó con el papel y el tabaco. Inhaló. el cigarrillo, obediente, se sonrojó en su punta y, acto seguido, Aguirre soltó un perfecto círculo de humo, el cual, si hubiera estado atento al presente, se habría dado cuenta que era la perfecta metáfora del cambio y el tiempo.

Por Pablo Rodríguez Durán

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