El Magazín Cultural

Frida Kahlo, un autorretrato de pasión

La figura y artista más importante de México en el Siglo XX aprendió a pintar en su lecho de enferma, fue elogiada por el surrealista André Bretón, enamorada por el muralista Diego Rivera y acusada de complicidad en la muerte de León Trotsky. Se cumplen 110 años de su nacimiento.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
06 de julio de 2017 - 04:53 p. m.
Frida Kahlo después de una operación, 1946.
Frida Kahlo después de una operación, 1946.

A Frida Kahlo la vida no le regaló nada, pero ella, obstinada, pasional, le robó días, amores, una que otra alegría, y sobre todo, un lugar especial dentro del espacio de los inmortales. A los seis años, en 1913, le descubrieron una poliomielitis. Caminó el resto de la vida como con un acento en su pierna izquierda. Luego, en septiembre de 1925, a los 18, un tranvía embistió el bus en el que viajaba con su novio, Alejandro Gómez Arias. Se le rompieron varios huesos, algunas vértebras se desplazaron, y su pie derecho quedó vuelto añicos. Entonces comenzó a pintar con acuarelas y óleos que tenía su padre, y en un caballete especialmente fabricado para que ella trabajara desde su cama, con un espejo colgante en el que se podía ver y copiar. (Galería Frida Kahlo, 110 años de leyenda).

Estuvo un año postrada. Obligada a pensar y a soñar. Cuando pudo volver a la calle fue en busca del muralista Diego Rivera para que le diera una opinión sobre sus pinturas. Rivera, toda una institución del arte y la revolución en México, se impresionó con sus autorretratos y con su personalidad. Desde entonces, unidos, emprendieron una turbulenta historia de amores, infidelidades y tragedias. Se casaron en el 29, se divorciaron 10 años más tarde, y se volverían a casar.

Alguna vez, poco antes de que se separaran, la acusaron de conspiradora, pues fue ella quien convenció a Rivera de que intercediera ante el gobierno para que México le ofreciera asilo al ideólogo comunista León Trotsky, perseguido y amenazado de muerte por su antiguo camarada, José Stalin. Cuando Trotsky llegó a Tampico, México, en enero del 37, su pasado como hombre fundamental dentro de la revolución bolchevique de octubre del 17, sus ideas, su lenguaje, sedujeron a la pintora. A los pocos días se lo llevó a su “Casa Azul”, en Coyoacán, a las afueras de la capital federal. Allí, entre charlas políticas y conversaciones triviales se fueron enamorando y desenamorando, hasta que una noche a fines del 39 Trotsky y su mujer, Natalia Sedova, decidieron marcharse.

Un año más tarde, cuando los partidarios de Trotsky supieron que su líder había sido asesinado con un hachazo en la cabeza y por la espalda, por un hombre que dijo llamarse Jacques Mornard, voltearon sus dedos acusadores hacia Frida Kahlo. No obstante, con el tiempo se sabría que el asesino se llamaba en realidad Ramón Mercader del Río, y era un obsesivo stalinista que nada tenía que ver con ella. Para el estado soviético fue un héroe; para el resto de los socialistas, no pasó de ser un hijo consentido y reprimido por su madre, Caridad del Río, la autora intelectual del crimen.

Kahlo pocas veces habló del asunto. Por aquellos tiempos estaba dedicada de lleno a sus pinturas, más que nada autorretratos, pues su ser, según ella, “era el motivo que mejor conocía”. En 1938 el padre del surrealismo, André Bretón, le dijo que le encantaban sus obras. Para ella, los elogios de Bretón fueron una motivación más que especial. Meses más tarde, el 10 de marzo, le organizaría una exposición en París, con la colaboración del artista Marcel Duchamp, en la Renou et Colle, pero a Frida Kahlo, mujer de su tierra, amante de lo indígena pese a su sangre húngara, no le agradaron ni París ni sus círculos artísticos. Algo similar le había ocurrido en Nueva York un año antes, cuando tuvo que ir en persona a su primera muestra individual, la de la galería de Julien Levy. (Leer Yo elegí a Frida Kahlo).

Huraña, fastidiada, sonrió casi obligada ante el éxito con los críticos y compradores, pero comprendió que tal vez, si seguía así, podría vivir de sus cuadros e independizarse de Diego Rivera. En Nueva York le compraron todos los trabajos que expuso y le encargaron otros. El actor Edward G. Robinson adquirió cuatro, a 200 dólares cada uno. Conger Goodyear, Presidente del Museo de Arte Moderno de Nueva York y Clare Boothe Luce, editora de la revista Vanity Fair, le pidieron otros tantos. Independiente, feliz como pocas veces en su vida, se dedicó a coquetear con unos y otras, entre ellas María Félix.

A finales del 39 dijo que Rivera había sido “el segundo gran accidente de mi vida”. Se divorció de él, pero a los pocos meses lo volvió a recibir y se casó de nuevo, ahora bajo sus propias condiciones. La primera era que no tuvieran relaciones sexuales. Le molestaba Rivera en lo físico, pero más que eso, no quería quedar embarazada de nuevo, luego de tres pérdidas con sus respectivos dolores, traumas, angustias y postraciones. Frida Kahlo murió de una neumonía en el 54, y fue despedida por cientos y miles de admiradores en un ataúd cubierto por la bandera de la hoz y el martillo. Entonces comenzó a escribirse su leyenda.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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