El Magazín Cultural
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Fuego

En este cuento, un bombero y un funcionario de Medicina Legal cuentan su visión de los hechos en el Palacio de Justicia en el momento en el que pudieron ingresar al edificio después de la toma y la retoma.

Ricardo García
16 de noviembre de 2015 - 03:26 a. m.

Uno ve cosas raras en este trabajo, cosas que a veces molestan un poco cuando apago la luz y trato de dormir algo antes de entrar a turno de nuevo. Igual uno se va endureciendo con los años. Hay recuerdos que después de un tiempo dejan de importar. Mi jefe dice que eso se llama ser profesional. Mi papá siempre me dijo que así es que se hacen los hombres.

Cuando uno se pone el uniforme, ve mucho sufrimiento. Como esa vez que sacamos a un joven de un carro destrozado. No estaba borracho, pero iba muy rápido. Apenas si hablaba cuando logramos romper una puerta para que saliera de las latas retorcidas. No tenía mayores heridas y en un par de horas lo llevaron a la casa. Más tarde nos llamaron para forzar la puerta de un apartamento en donde nadie respondía. Entramos y ahí estaba el mismo muchacho, los pies colgando por encima del piso, la mirada perdida hacia el techo. Luego supimos que había sacado el carro de sus papás sin permiso y, con la culpa del accidente encima, decidió colgarse en su cuarto.

Es curioso que me venga a acordar de él justo ahora. Llevo años sin pensar en esa noche y, de pronto, lo veo de nuevo, suspendido en su cuarto en la oscuridad de una madrugada fría. Creo que nunca terminé de entender qué le había pasado. Sí, lo comprendí, pero sólo hoy entiendo de verdad de qué se trata la culpa.

En la tarde comenzaron los rumores de que había un incendio en el Palacio de Justicia. Unos decían que era entre el segundo y el tercer piso, que todo había comenzado en la biblioteca. Pero apenas eran rumores, pues nosotros éramos testigos, de primera mano dirán algunos, pero testigos no más. Quienes mandaban eran los militares y punto.

Poco antes de que cayera la tarde, vimos humo de verdad. Mi superior pidió permiso para comenzar a bañar por fuera el edificio y evitar que la estructura fuera cediendo a las llamas. Preparamos los hidrantes y nos alistamos para entrar. Los militares dijeron que no.

Con la llegada de la noche, el fuego pintó de rojo todo el cielo y nosotros seguimos ahí un buen rato, mirando cómo el Palacio se consumía entre las llamas y las balas.

Yo fui de los últimos en entrar al edificio cuando terminó el operativo, cuando ya las llamas se habían ido y lo que quedaba era una ruina humeante de la que salieron unos pocos. Los militares nos dijeron que laváramos bien las paredes y el piso. Todos hicimos caso. Hicimos caso porque los que daban las órdenes eran ellos y nos quedaba claro que todo el mundo había muerto en el ataque y con ese tipo de poder no se juega.

Con unos compañeros de la Cruz Roja quedamos encargados de comenzar a bajar los cuerpos de los pisos de arriba. La orden era ponerlos en las primeras plantas y también lavarlos.

Lo repito: uno ve cosas raras en este trabajo. Entre el tercer y cuarto piso nos encontramos con un círculo hecho por algo que unas horas antes habían sido personas. No sabemos quiénes eran, ni por qué las llamas los encontraron en este lugar. Probablemente salieron de sus oficinas para no morir asfixiados. Pero el incendio fue muy grande y el plomo llegaba de todo lado. Casi que los entiendo. Antes de morir, estas personas se abrazaron y en ese gesto los encontró su última hora.

Sigo viendo esta imagen cada día, antes de entrar al turno, mientras frito un huevo en las mañanas frías. Hoy comprendo al joven del carro. Hoy entiendo que mi papá no tenía razón. Ser hombre es no olvidar.

Avanzamos a trote de guerra por la entrada que habían violado los tanques y antes de perdernos en la oscuridad del interior, todo tan destruido y tan vuelto ceniza, oteamos la plaza y la tarde acerada, y en esos segundos reparamos en el dintel astillado y en la forzada curvatura de los arcos, corrompidos a razón de golpes de tanque, pero fue entonces cuando el comandante nos avistó y espetó muévanse, huevones, que no tenemos todo el día y agitamos la mirada suspendida para tomar camino al segundo piso y luego al tercero y al cuarto sin distinguir bien las formas humanas de las formas inanimadas, porque los tipos derretidos de una máquina de escribir se asemejaban en forma y suerte a los huesos estragados que recogíamos de entre los escombros, y de pronto todo nos pareció una sola masa negruzca como el fondo de una olla leñera, por lo tanto levantamos pieza a pieza, escritorio a escritorio, de sur a norte del edificio, en busca de objetos con la forma de una calavera, una tibia, una mandíbula a media palabra, aunque sufrimos la mala suerte de tener como chaperones a dos soldados rasos, de rostro tierno y tostado al sol de campo, con el ojo vigilante sobre cada movimiento que ejecutábamos, dos cancerberos a las puertas del infierno que registraban la naturaleza de los huesos errantes entre la ceniza y el olor de chamusquina, y por el radio recibían órdenes en clave militar, ya saben, en los detalles está el demonio, y entonces hueso que guardábamos, hueso que ellos extraían y abandonaban en la vecindad de un cuerpo ajeno, para que así se confundiera la falange de un magistrado con el metacarpo de un guerrillero, y de ese modo todos por fin fueran uno, aunque siempre para ellos hubieran sido uno, aunque el fuego los hubiera juntado en una comunión atrabiliaria, o lo destruían con un golpe de toro iracundo, o con cierto género de bondad macabra lo dejaban en su lugar, como un tributo al olvido, pues ya nadie reconocería ese cuerpo incompleto, esa geografía accidentada sin carne ni nervios, y los soldados imberbes nos dijeron los cuerpos del baño, sólo levanten esos, orden de mi comandante, y así iban pergeñando las pautas de la desmemoria, mientras por los ventanales entraba una luz plomiza, anuncio de lluvia, y una brisa vagarosa descorría los archivos a medio quemar, el mismo soplo frío atrabancado en los baños, dispuesto entre los cuerpos retorcidos de los magistrados, todos con la misma cara que les había otorgado el fuego, dispusimos las bolsas blancas en una fila marcial y levantamos al primero a una señal del soldado más autoritario, ignorábamos de quién era ese cuerpo embarazado de metralla, ojalá tenga los dientes intactos, pensé, desandamos el camino hacia el primer piso y sólo entonces observamos los boquetes en las paredes, la voluntad física de la guerra, y cruzamos una mirada tímida y secreta, aunque permanecimos firmes hasta alcanzar la salida y bajar por las escalinatas destrozadas del Palacio, había pasado por allí una horda furibunda de elefantes, y en la planicie de la calle descargamos al primer muerto, sin honra y sin pompa, como se deshace uno de un fatigado saco de piedras en una escombrera polvosa, y al volver a los baños los cuerpos derrotados estaban en distintas posiciones, unos sobre otros, al modo de un sacrificio carnívoro, y aquellos que fenecieron en la región de la puerta de pronto se suspendían inanimados en la región de los lavamanos, y uno de los soldados, que permanecía con el gesto rígido, nos dijo ahí están, todos suyos.

Por Ricardo García

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