El Magazín Cultural

Gabriel García Márquez: "En París, había llegado a pedir en el metro"

Atravesamos un jardín repleto de flores –con unas esplendorosas orquídeas– para finalmente llegar al lugar donde Gabriel García Márquez se hizo construir un estudio aislado para trabajar.

Kim Manresa y Xavi Ayén
04 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
Gabriel García Márquez y su mujer, Mercedes Marcha, quien fue fundamental para que los periodistas catalanes Manresa y Ayén pudieran entrevistar al autor de Cien años de soledad.  / Kim Manresa y Xavi Ayén
Gabriel García Márquez y su mujer, Mercedes Marcha, quien fue fundamental para que los periodistas catalanes Manresa y Ayén pudieran entrevistar al autor de Cien años de soledad. / Kim Manresa y Xavi Ayén

Le sorprendemos ante el ordenador, pero no en el momento mágico de la escritura, sino leyendo por internet la prensa internacional. Amablemente nos invita a tomar asiento y nos deja claro que hará una excepción sometiéndose con resignación a esta entrevista, porque no ha sido capaz de resistirse a la confabulación de su entorno familiar y afectivo; en ese momento, nos agarra por el brazo y nos pregunta, en un susurro: “Y ahora dígame, ¿cuánto le han pagado a mi mujer?”. 

(…)

Mientras habla, va bebiendo un refresco de cola, una adicción sólo superada por su necesidad de permanente contacto con las noticias e informaciones que le llegan por teléfono, internet, fax y correo –a menudo, de fuentes de primera mano– sobre la actualidad del mundo y, en especial, de su país, Colombia.

Reticente a hablar de su vida privada (“para eso ya está mi biógrafo oficial, el norteamericano Gerald Martin”), cuenta que “el año 2005 me lo he tomado sabático. No me he sentado ante la computadora. No he escrito una línea. Y, además, no tengo proyecto ni perspectivas de tenerlo. No había dejado nunca de escribir, este ha sido el primer año de mi vida en que no lo he hecho. Yo trabajaba cada día, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, decía que era para mantener el brazo caliente…, pero en realidad era que no sabía qué hacer por la mañana. He dejado de escribir, creo que no voy a hacerlo nunca más”.

(…)

“Llegué a Barcelona en 1967, cargando una piel de caimán de dos metros que me regaló un amigo. Quería venderla, porque necesitaba el dinero, pero me lo pensé mejor y al final no lo hice. Todo fue muy rápido, en los años que viví en Barcelona, hasta 1975, pasé de no tener para comer, –en París, había llegado a pedir en el metro– a poder comprarme casas. Ramón Vinyes, el ‘sabio catalán’ que aparece en Cien años de soledad, me había ‘vendido’ hasta tal punto la Barcelona idealizada de sus recuerdos de exiliado, que no dudé en ningún momento. Ahora da casi vergüenza decirlo, pero nos lo pasamos muy bien, aunque ahora, al pensarlo un poco, nos damos cuenta de lo triste que era todo”.

Por Kim Manresa y Xavi Ayén

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