El Magazín Cultural

Gabriel García Márquez o el relojero del oficio

Una escritora Y docente de escritura creativa y literatura de la Universidad Nacional de Colombia revisa la técnica del realismo mágico.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
19 de junio de 2017 - 02:00 a. m.
“García Márquez se sitúa en la categoría de aquellos escritores o escritoras que con su escritura logran volver a cifrar el mundo”, opina Alejandra Jaramillo. / AP
“García Márquez se sitúa en la categoría de aquellos escritores o escritoras que con su escritura logran volver a cifrar el mundo”, opina Alejandra Jaramillo. / AP
Foto: AP

“Se nos fue un grande”. Es la frase que más oí sobre nuestro Nobel el 17 de abril de 2014, ese Jueves Santo en que Gabriel García Márquez, siguiendo los pasos de Úrsula Iguarán, decidió abandonar este planeta y dejarnos con esa sensación de que es la literatura la que termina por ganarle a la vida. Y sí, esa frase que trata de explicar la grandeza del escritor, el periodista, es el lugar común que nos rodea frente a él. Porque la magistralidad de la obra de García Márquez deja cortas las palabras que se dicen sobre ella, aun dentro de las múltiples críticas que se le pueden hacer. Sin embargo, creo que seguirá siendo nuestra tarea, la de escritores y escritoras, la de periodistas y críticos literarios, explicar el sentido de esa grandeza, encontrar las palabras que puedan dar cuenta del milagro de la literatura que en el caso de nuestro Nobel logró llegar a límites impresionantes.

No importa cuántas contradicciones pueda uno tener con la figura de García Márquez, con sus relaciones con el poder, con sus decisiones frente a Colombia, lo fundamental está que nos dejó enseñanzas profundas sobre el oficio de escribir, esa tarea que él realizó como un relojero; con tino y minuciosidad. Hace pocos días hablábamos en mi clase sobre el alcance de la literatura, de los escritores y escritoras, y sus narraciones. Esa nebulosa discusión sobre la buena y la mala literatura. Y llegamos a dos categorías básicas: hay autores que cuentan el mundo y otros que lo descifran. Dicho de otro modo, escritores que dan cuenta de la realidad, del sujeto en las contradicciones cotidianas de la vida, esos son los que la cuentan; otros que tienen ya un talento más elevado, que logran descifrar en esas contradicciones más cotidianas lo que no es visible en el simple trazo del contar, y eso ya va perfilando algo de la grandeza. Sin embargo, habría una tercera categoría, en la que sin duda se sitúa García Márquez, y es la de aquellos escritores o escritoras que con su escritura logran volver a cifrar el mundo.

Porque en esas obras que vuelven a cifrar la vida, hay una decisión abismal de confianza, en que la palabra tiene la capacidad fundacional del universo. Y esos autores, como el escritor de Cien años de soledad no sólo cuentan y descifran el mundo, sino que inventan maneras diversas de contarlo y abren así campos inmensos de significación. Es por eso que muchos colombianos y colombianas nos hemos sentido inventados en algún momento de nuestras lecturas de juventud por García Márquez, por su forma de narrar Colombia. Porque además, aunque se dé el debate eterno de que García Márquez abandonó Colombia y nunca quiso regresar, al punto que algunas personas se preguntan si no es más bien un escritor mexicano, es innegable que él nunca dejó de escribir sobre Colombia, sobre ese mundo del Caribe, que lo acompañó hasta el final de su vida.

Quiero pues relacionar la grandeza de García Márquez, su posibilidad de encontrar una manera de cifrar el mundo con su tarea de relojero. Porque no fue de un talento solitario, desprevenido, que aparecieron las grandes novelas, los cuentos y las crónicas de este autor. No fue como nos lo han querido hacer creer de las palabras que le contaba la abuela en su infancia, ni de su brillante pluma -como simple acto de iluminación- que surgió esa obra. Claramente García Márquez en múltiples entrevistas dio a entender que le bastó con haber pasado su infancia en Aracataca y años después recordar la manera de hablar de su abuela, para poder escribir sus mejores obras. Es más, en la entrevista que dio para el Paris Review llega a decir que su vida como escritor empezó cuando a los treinta y tantos años su madre le pidió que la acompañara al pueblo a vender la casa familiar y él dice que cuando llegó al pueblo descubrió que ese era el mundo que él debía contar, no los cuentos intelectuales en que había incurrido en los primeros años y agregó que la visita a Aracataca fue una extraña manera de lectura, porque todo lo que vio le parecía estarlo leyendo, es decir, porque ese mundo era pura literatura.

Ahora bien, entre ese año en que va con su madre a Aracataca hasta los primeros años de la década de los 60 cuando escribe finalmente Cien años de soledad, faltaban diez para que nuestro escritor aprendiera todo lo que fuera posible sobre la técnica de escribir y así ser capaz de construir las apuestas narrativas que lo llevaron a escribir obras maestras de la literatura como Cien años de soledad y El otoño del patriarca. Fue así, entre los primeros libros sobre el mundo de Aracataca y su máxima novela hubo muchos años de trabajo incansable que le permitieron construir su relación con lo insólito del mundo caribeño, con el sopor del clima, el lenguaje de los habitantes de esa zona y los paisajes. Una larga travesía de descubrimientos técnicos que algunos han creído como una simple destreza para contar historias.

Así fue, de un trabajo minucioso con las palabras, con las maneras de contar, como García Márquez le torció el destino a la literatura latinoamericana. Es pues de la observación cuidadosa de la literatura y sus técnicas, de la lectura juiciosa como García Márquez fue construyendo su obra. Fue en el oficio del escritor, en ese sentarse diario a leer, pensar y a escribir el mundo, que ese joven escritor fue labrando las maneras de escribir que hoy celebramos por su potencia, por haber cifrado una vez más el universo en la palabra, en las decisiones narrativas, en esa inteligencia escritural que nos deja como enseñanza.

Durante los últimos treinta años hemos visto transformarse en Latinoamérica el concepto del oficio de la escritura. Han aparecido talleres literarios y programas universitarios dedicados a la creación literaria. Gracias a esa concepción de escritor como alguien que se hace con el trabajo y con la lectura (sin negar que hay talentos más grandes que otros) el campo literario es hoy un terreno donde las personas que escriben pueden compartir experiencias, lecturas, descubrir las maneras en que los autores y autoras que los antecedieron contaron, descifraron y volvieron a cifra el mundo. Y en este cambio de paradigma sobre la escritura creativa, la escritura de García Márquez será un ejemplo. De un lado por su tarea periodística, como reportero y como creador de medios de comunicación. En este campo especialmente por haber apostado a que la reportería debía escribirse como la literatura, con un narrador y una subjetividad que potencien lo real del periodismo. Por eso, cuando el entrevistador del Paris Review le pregunta si se siente raro con la grabadora, García Márquez le dice que es horrible tener ese objeto ahí, que él nunca ha hecho una entrevista con ese aparato porque él no cree en las palabras grabadas, como si fueran verdades, porque el verdadero periodismo se hace sin esas voces, se hace de guardar recuerdos que luego se conjugan para crear personajes e historias, para contar literariamente la realidad. En segundo lugar, por su insistencia en crear espacios de formación para la creación, como la escuela de cina de San Antonio de los Baños en Cuba, la Fundación Nuevo Periodismo en Cartagena, donde además él mismo dictó clases sobre cómo escribir cuentos, porque aún con los lectores a los que no atrapa, la obra de García Márquez es un tratado de experimentaciones y preocupaciones técnicas que nos quedan para seguir descubriendo al artesano del lenguaje, al escritor de las vivencias de un pueblo y de un país capaz de escribir la segunda novela más importante de la lengua española después de El Quijote.

Por todo lo dicho anteriormente, tenemos que desentrañar, paso a paso, cómo ese joven de Aracataca llega a Bogotá y lee a Kafka en esa edición apócrifa que dice ser traducida por Jorge Luis Borges y que el mismo Borges siempre negó con el argumento bellísimo de que si él hubiese hecho esa traducción habría sabido que no se traducía con el título de la metamorfosis si no de las transformaciones, que era el verdadero sentido alemán. Entender cómo la lectura de ese libro marcó su escritura cuando además subtituló el libro como “El rincón de las pesadillas”, frase que presagia muchos de los cuentos que escribiría a lo largo de su carrera, como “sólo vine a hablar por teléfono” y “el rastro de tu sangre en la nieve”. Leyó también a Virginia Woolf, y a James Joyce, en quienes encontró la potencia del monólogo interior que él usaría de manera desatada y transformada en esos narradores que tiempo después hemos ido normalizando.

Debemos preguntarnos sobre su lectura de Faulkner cuando empezó a escribir sus primeros cuentos, que él, como buen conocedor de las técnicas, llamara años después sus cuentos intelectuales. También cómo empezó su camino para disolver la literatura colombiana de la primera mitad del siglo XX, ese distanciarse de la novela de la tierra o de la novela de la violencia que se escribía en su época, para encontrar cómo reinventar el mundo. Porque gracias a esa distancia que toma con la novelística anterior apuesta a preocuparse más, como le he oído relatar muchas veces a mi colega Nahum Montt, por el dolor de los que se quedan que el de los muertos, porque hay que contar menos muertos y más el sufrimiento de los vivos.

Apuesta que significará un cambio fundamental en nuestra narrativa cuando escribe La mala hora, y en especial El coronel no tiene quien le escriba. Porque además descubre que lo más importante de la literatura está en la encarnación de lo humano, no en lo general, sino en lo contingente, lo particular y por eso el coronel no es todos los colombianos, es ese hombre particular en su manera de vivir la vida y el abandono al que el Estado lo ha condenado. Un camino hacia lo particular que nos lleva a vivir la soledad de muchos.

También tendremos que descifrar cómo construye un universo pleno a través de sus primeros cuentos y novelas que lo llevarán a descubrir cómo contar el Macondo de Cien años de soledad. Desentrañar también sus silencios literarios, sus dudas sobre el oficio, esas innumerables tardes en que la escritura se le desdibujó sintiendo que nada de la vida podía ser contado, hasta volver a encontrar ese elemento narrativo que volvía a darle sentido a la novela. Porque como es bien sabido, esa novela que parecía tan simple de escribir le significó pasarse cinco años en silencio, perdido entre posibles formas de contar, hasta que descubrió que debía contar lo insólito con la naturalidad con que lo contaba su abuela, y construir una novela total con un monólogo interior de una voz que nadie sabe quién es y así poder entrar en la intimidad de todos los miembros de una familia durante cien años de su existencia.

Si asumimos el reto de repensar esta obra descubriremos, pues, la inteligencia de la escritura de García Márquez, decisiones como contar cien años de la vida de una familia en un tiempo simultáneo donde todos los segundos existen a la vez, la voz múltiple del patriarca y de quienes lo rodeaban en una voz multiforme, la depuración emocional que lo llevó a contar la violencia en ese día a día diminuto de un coronel olvidado por el Estado. Porque si siguiéramos esos procesos de la toma de decisiones del escritor, en su camino de perfeccionamiento y experimentación con la técnica narrativa veríamos cómo iba cambiando de apuestas, cómo entre lo que se imaginaba en un momento para contar una historia y el resultado final hay diferencias que muestran su tino como relojero de la escritura.

Un ejemplo de ello está en El otoño del patriarca. A principios de los setenta, en una conversación con Vargas Llosa, cuenta que cuando por fin había descubierto cómo contar Cien años de soledad, descubrió cómo contar El otoño. Y dice que quería escribir las dos novelas, una con una mano y la otra con la otra mano, pero Mercedes, su esposa, lo habría ahorcado si después de tantos años no lograba por lo menos terminar la primera, así que terminó una y después la otra. Dice también, y aquí radica la transformación importante, que cuando descubrió cómo contar El otoño le pareció que debía contarlo desde la voz del patriarca, para que no pudiera el escritor juzgar a ese ser tan repulsivo que sería el dictador, sin embargo, eso no fue lo que hizo, porque al final logró más bien construir una voz, como ya lo he dicho, multiforme, que podría a la vez hacer hablar al patriarca y a todos los que lo rodeaban, y así darle una densidad abrumadora y reveladora para los lectores y lectoras.

Entonces, creo que la tarea fundamental está en ver esos elementos de la escritura, de las historias todas construidas desde el conocimiento profundo de la literatura, desde ese gesto de relojero, ese hurto abarcador y comprensivo que hizo García Márquez de la palabra como cifra de todas las cosas.

Y esa es la imagen del gran escritor que quiero recuperar, la imagen con la que quiero sentirme acompañada como escritora y como docente de escritura creativa ahora que Cien años de soledad cumple sus primeros cincuenta años. Quiero recordar por siempre la imagen de un hombre frente a una máquina de escribir y frente a un libro, aprendiendo en cada lectura y en cada nueva palabra que escribía los sentidos más recónditos de la literatura como un lenguaje preciso, deliberado, consciente, doloroso, mágico.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar