El Magazín Cultural

Garrincha: "Los jugadores de fútbol no somos más que payasos"

El cuerpo de Garrincha, que estaba enterrado en el cementerio de Magé, en las fueras de Río de Janeiro, desapareció, probablemente porque la familia movió sus restos a un nicho para darle lugar al cuerpo de un familiar. La historia de Garrincha sigue escribiéndose, aún después de que pasaron 36 años de su muerte.

Fernando Araújo Vélez
19 de junio de 2019 - 07:09 p. m.
Garrincha, a la salida de una gambeta, con la camiseta del Botafogo en sus años de gloria.  / Cortesía
Garrincha, a la salida de una gambeta, con la camiseta del Botafogo en sus años de gloria. / Cortesía

“Yo no leo nunca las páginas deportivas de los periódicos ni oigo lo que dicen en la radio. Me volvería loco. Un día soy un genio del fútbol. Otro, mi vida privada está en todos los titulares y ya no soy un genio del fútbol porque casi nunca, al hablar de mí, se habla de fútbol sino de lo que hago fuera de la cancha. Yo lo que hago afuera, la novela de la vida de Garrincha, como la llaman por ahí, hacen que se olviden del fútbol que yo juego. Entonces no se puede distinguir. Por eso no leo lo que escriben de mí. Si hablan bien, son mis amigos. Si hablan mal, son mis amigos también. ¿Para qué molestarme? Soy un hombre feliz. Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí” (Declaraciones tomadas de una entrevista a Alvaro Cepeda cuando Garrincha jugó en el Junior, años 60).

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Para él, un tipo de piel curtida, piernas arqueadas, físico de payaso-barrio barato y andar despreocupado, la pelota siempre fue lo de menos. Si no aparecía una había que inventarla, con cualquier trapo y de cualquier manera. Medias, papeles, cuero, limpión… Si aparecía había que jugar donde el dueño dijera. Todo con tal de jugar, todo con tal de sentir la pelota pegada a la piel. Lo único importante, impostergable, vital, era jugar. En la playa, en el peladero de la esquina, en el potrero. Con los amigos, los enemigos, el policía, los tíos o los desocupados. Así creció él, Manoel dos Santos… Así se acostumbró a vivir: Garrincha. Con los años aquel jugar y jugar se volvió obligación. Entonces llegó el Botafogo, años 50. Y los primeros billetes, los estadios, la selección, la idolatría…

“Los jugadores de fútbol no somos más que payasos. Salimos al campo de juego a divertir a un público que paga para vernos ganar o para vernos perder. Igual que a los payasos en el circo nos aplauden si lo hacemos bien y nos insultan si lo hacemos mal, pero de ambas maneras los estamos divirtiendo, y si nos dejáramos llevar por los insultos o los aplausos no podríamos hacer bien nuestro papel…”

Ser ídolo fue tener que ser responsable. Ser ejemplo, aunque él jamás los hubiera tenido o deseado, aunque él nunca hubiese pretendido serlo. Le enseñaron modales, a hablar en público, a vestirse. A comienzos de 1958 lo citaron para que hiciera parte de la selección de Brasil que jugaría el Mundial de Suecia. “La posibilidad del título por fin, de la gloria, de la inmortalidad”, le dijeron. Y él se embarcó hacia aquel destino. Suecia le sonaba a frío y a rubio, a nieve. Y él tan moreno, tan hecho al sol, tan sudor.

“Se acostumbra uno a todo, a lo bueno y a lo malo…”

Su pueblo, Pau Grande, era un pueblo pequeño, pueblo de favelas, de casas con piso de barro, de siete niños en la misma habitación, de un litro de leche para todo el día. Allí nació el 18 de octubre de 1935, allí creció, y allí consiguió su primer trabajo en una fábrica de confecciones.

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“A las siete de la noche volvía a la fábrica después de jugar en la tarde, porque mi padre trabajaba también en la fábrica como celador. A las 10 de la noche llegaba a la casa, y a las seis estaba de nuevo en el trabajo. Tanta pobreza y tanta fábrica no me dejaron campo para ser vanidoso ni siquiera años después, cuando gracias al fútbol lo tuve todo”.

Su pueblo lo vio jugar por siete años en el Sport Club América, el equipo de la fábrica. Un día de 1951, nadie nunca supo por qué, enfrentó a otro conjunto de fábrica de camisa en Río de Janeiro y fue la historia de siempre. Lo vieron, le halaron, lo convencieron… Dos años más tarde Manoel dos Santos debutó con el Botafogo anotándole dos goles al Flamengo. Entonces comenzaron a llamarlo Garrincha.

“El Garrincha es un pájaro muy veloz, pero no es nada, no hace nada. No es un pájaro fino… Más bien es un pájaro maluco, un pájaro pobre que no hace nada pero que es más veloz que todos los otros pájaros”.

Una tarde cualquiera, tendría 10 o 12 años, Manoel se fue como todas las tardes a cazar pájaros con su cauchera. Entrada casi la noche regresó a casa corriendo con un pajarito entre sus manos. Estaba herido, no podía volar. El niño no sabía qué clase de ave era y le preguntó a su hermana. Ella, Rosa dos Santos, le dijo “es un garrincha, igualito a ti, vuela mucho pero no sirve para nada”. El niño se fue con el pájaro a su rincón predilecto. Lo curó.

“Sí, el garrincha no es nada, no sirve para nada pero es muy veloz. Mire, el garrincha soy yo”.

La Copa del 58 comenzó el 8 de junio. Favoritos, apuestas, la ruleta de las oportunidades girando y girando. En fin, el fútbol. Brasil debutó ante Austria. Tres por cero. Didí, Vavá, Zagalo. “Fue demasiado”, dijo la prensa. Luego, 0-0 contra Inglaterra. Ni Didí ni Vavá ni Zagalo ni Nilton Santos. Decepción, temor, apatía… Poco fútbol… Ni un céntimo de imaginación.

“En Pau Grande aprendí tres cosas, a ser humilde, a coser y a jugar al fútbol. En ese mismo orden”.

Del juego contra la Unión Soviética dependía el futuro. Era ganar o ganar. La noche antes, noche del 14 de junio, Vavá y Nilton Santos solicitaron una reunión urgente con Vicente Ítalo Feola, el técnico del equipo, un hombre pesado adicto a las golosinas. “Mire, don Vicente, el problema es que no tenemos cómo ganar. Sólo hay una salida, que usted ponga en la titular a los dos muchachitos que tiene en el banco, Pelé y Garrincha. No hay de otra. Si juegan ellos, ganamos la Copa, si no juegan, no jugamos nosotros”. Nilton Santos acabó su discurso y se marchó, seguido por Vavá. Feola buscó en su armario el fólder donde consignaba lo que ocurría en y con la delegación. “Garrincha, 23 años, débil mental”. “Pelé, 17 años, pies planos”. Cerró el documento y llamó al psicólogo del grupo, Joao de Carvalhes. “Con respecto a Pelé, podemos hacer algo. Lo del otro, Garrincha, es irremediable, no hay ningún asomo de inteligencia en él”, sentenció. Al día siguiente, los dos hicieron trizas la defensa de los soviéticos. Nunca más salieron de la línea titular. Con ellos, Brasil pasó por encima, barrió a Gales, Francia y Suecia y fue campeón del mundo por vez primera en su historia.

“Fue divertido todo. Pero posiblemente lo más divertido fue que el rey Gustavo Adolfo nos regaló un reloj de otro a cada uno de los del equipo. Una tarde, dos años después, al final de un partido en el Maracaná, descubrí que me lo habían robado”.

Pelé y Garrincha se vieron por primera vez a finales del año de 1956 en un partido de fútbol. Esa tarde ganó el Santos 4-0. Los cuatro goles los anotó Pelé. Nunca fueron amigos, pero se hablaban. Jugaron juntos tres Mundiales, le dieron a Brasil dos títulos, infinidad de alegrías, vida, ilusión, pero eran distintos, diametralmente diferentes. Garrincha siempre fue el loco de la punta; Pelé, el ejemplo. Decían que uno nació para sufrir y el otro para triunfar. Dijeron que uno fue parido por una de sus hermanas, violada por su padre. El otro fue el hijo toda la vida esperado por su madre. Día y noche, infierno y cielo. Pelé se dejó ver con las mujeres más famosas del mundo. A Garrincha el pueblo le ofrecía sus hijas para que les engendrara hijos. O Rei y el Ángel de las Piernas Torcidas…

“¿O Rei? Nadie es rey en el fútbol, no somos reyes de nada. Somos jugadores de fútbol profesional. Somos, ya lo dije, payasos. Todos somos iguales. Yo soy igual a Pelé, y detrás de cada gol suyo está uno de nosotros, uno del conjunto. El público aplaude a uno, no a todos. Es el fútbol. Lo de los reyes lo inventaron los periódicos…”

La última vez que se encontraron fue durante los carnavales de Río, en 1980. Pelé estaba en el palco de honor, sentado al lado del presidente y de las altas personalidades del gobierno. El pueblo cantaba y aplaudía. Las carrozas pasaban, se iban. Pasó una que decía “de los potreros a la Jules Rimet”. Dentro iba un hombre flaco, casi amarillo, sudoroso, sentado en una butaca, mirando sin mirar, vestido con el uniforme de Brasil. “Mané, Mané, soy yo, Pelé, Mané, soy yo, Pelé”. La carroza pasó sin que nadie la detuviera, como en cámara lenta, en medio de la samba y la alegría.

“El dinero no hace la felicidad”.

Tres años más tarde, el 20 de enero de 1983, un empleado de hospital recibió el cadáver de un hombre que debía estar por los 50 años. En una ficha de identificación escribió: Nombre, Manoel Da Silva. Nacionalidad, desconocida. Luego supo que aquel hombre sin identificación era Garrincha, y Garrincha fue enterrado en Magé, y miles de personas fueron a su sepelio, y se le erigió una estatua y fue reverenciado como lo merecía. Sin embargo, el año pasado un familar retiró sus restos. Garrincha fue a dar a un nicho. Luego desapareció. Ayer los diarios de Río de Janeiro difundieron la noticia, luego de que la oficina de prensa del alcalde, Rafael Tubarao, informara que no habían encontrado su cadáver. “Teníamos previsto hacerle un homenaje en octubre”, dijeron.

“El garrincha es un pájaro muy veloz, pero no sirve para nada, no hace nada. Mire, el garrincha soy yo…”

Por Fernando Araújo Vélez

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