El Magazín Cultural

Golpe (Cuentos de sábado en la tarde)

La golondrina estaba parada junto al ventanal que da a la terraza del último piso de la biblioteca. Cuando la vi aparté el libro y empecé a leerla a ella. Casi no se movía, y era difícil entender cómo lograba mantenerse en pie después del golpe tremendo que se dio contra el ventanal.

José Hoyos
31 de agosto de 2019 - 07:57 p. m.
Cortesía
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Era para que hubiera quedado rígida y tumbada en el piso. Estaba aturdida y desorientada, mareada como un marinero en tierra. Se sostenía mediante un esfuerzo descomunal. El vidrio del ventanal la hizo creer que la realidad continuaba, que había vida después del vidrio. Es muy convincente el reflejo del vidrio, incluso el ser humano está convencido de que el mundo no es un reflejo, de que en este lado del vidrio está Lo Real. Hay reflejos tan falsos que son entendidos como una verdad, según es costumbre por estos tiempos. Cualquiera que la hubiera visto habría dicho «qué extraño, una golondrina inmóvil parada en la baldosa, sería fácil echarle mano». El atontamiento la volvió presa fácil. Es joven, seguro que hasta ahora nunca había sufrido un golpe. No es tanto la contusión física lo que la tiene conmocionada, sino la revelación devastadora de que ese paraíso de vuelos y árboles y sol y viento de repente se convierta en un golpe seco capaz de arrebatarle el vigor de la juventud y depositarla en el estanque oscuro de la adultez. Me pareció que en ese momento exacto la golondrina maduró. Le llegó la madurez con su mensaje fatídico: «Lo mejor de tu vida ya pasó y ni siquiera te diste cuenta». Se ha hecho adulta, y eso siempre viene con un golpe, con una sucesión de golpes. Bonita forma en que llega «la edad madura y la ‘perfeta’». Hacerse adulto significa darse contra un ventanal, tan duro, que quede extirpada la capacidad de volar. Y a eso lo llaman crecer. La adultez es de lo más jodido que puede pasarle a un ser vivo: el largo momento en que la muerte deja de ser una abstracción. Y no hablemos de la vejez. Pero a esta golondrina le bastaron veinte minutos y echó a volar de nuevo con una salud casi insolente. Su vocación de vuelo se parece a la de los buenos y viejos poetas. Tuvo la segunda oportunidad que solo reciben los seres atemporales. Perdió tres o cuatro plumas, cosa que no la inmutó, porque el instinto le dice que lo natural es ir dejando cosas por el camino y después dejar el camino. Hay que estar tocado para recibir el favor de llevar una vida ajena al tiempo. Siguió habitando el saludable submundo de las cosas sin edad. Esa costumbre de complacerse creyendo que las imágenes externas y relojeables son el mundo es un arrebato exclusivo de los simpáticos ejemplares humanos. Lo Real tiene una capacidad de ficción tan elevada, que consigue hacernos creer que continuará después del vidrio. Y la adultez no es más que su mecanismo más eficiente. Nada más animal que una consciencia.

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Por José Hoyos

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