El Magazín Cultural
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Ha muerto de camión Gonzalo Arango

En el marco de la conmemoración de la muerte de Gonzalo Arango, presentamos este artículo publicado en Cromos en 1976.

Ignacio Ramírez
25 de septiembre de 2020 - 08:26 p. m.
Gonzalo Arango, nacido el 18 de enero de 1931 y fallecido en septiembre de 1976, figura esencial del nadaísmo. / Archivo Particular
Gonzalo Arango, nacido el 18 de enero de 1931 y fallecido en septiembre de 1976, figura esencial del nadaísmo. / Archivo Particular

Gonzalo Arango le tenía miedo a la muerte y esta semana vino la sinvergüenza disfrazada de camión y le asestó un golpe de varias toneladas, dejándole aplastado el miedo confundido entre la poesía del paisaje campesino y su enclenque revolución pequeña, que de todas maneras le alcanzó para cambiar el mundo, porque si algo logró este flacuchento filósofo de Andes, Antioquia, fue cuestionarlo todo y suponer que había dejado ya patas arriba este mundo reloco donde todos nos las damos de saberlo todo aunque en la soledad reconocemos que nadie sabe nada.

Una diezmillonésima de segundo antes, pasando por predios de Tocancipá con rumbo al cielo pedregoso y blanco de Villa de Leyva, Angelita su novia se había quitado las alas con las que Gonzalo hubiera podido salir volando por la ventanilla en lugar de estrellarse contra el suelo duro y frío de donde lo levantaron para traerlo a la funeraria Gaviria, donde entierran a los ricos y a uno que otro excepcional pobre famoso.

Angelita sobrevivió, pero quedó viuda y huérfana para siempre, como les ocurre a las conchas de los caracoles deshabitados cuando se marcha el dueño de la casa.

Pobre muchacho soñador e ingenuo embestido en plena carretera por una máquina sin poesía. La hora suprema embalada con el acelerador a fondo.

Una ola de Providencia se hizo nube y salió a despedirlo. Él nunca sospechó que la muerte fuera de caucho y gasolina. De sí mismo sabía que era profeta pero no maliciaba que a los iluminados los matan sus presentimientos y él vivía recalcando su inmortalidad, que fue tan breve aunque quizás sea eterna.

Gonzalo iba rezando, única forma de leer o recordar la poesía. El sueño eterno como una obsesión inseparable le daba vueltas en cada una de las actitudes, en cada una de las palabras y de los pensamientos.

Cuando al finalizar la década de los cincuenta lanzó sus primeros manifiestos de gestación nadaísta y una horda de jóvenes talentosos cansados de escuchar el aullido lupino de los poetas de entonces, decidió unirse al profeta, el tema de la vida y la muerte era ya una constante de identidad en el alma de ese hombre bueno que murió de camión hace tan pocas horas.

En sus épocas incendiarias, cuya magnitud de conflagración sólo alcanzaba al espíritu, Gonzalo tenía dos grandes amores filosóficos: Fernando González y Albert Camus; al primero lo rescató de un anonimato tuerto al que lo había sometido la sociedad avergonzada de verse retratada en sus libros; al segundo le siguió los pasos de extranjero, aunque no soñaría jamás que la muerte de Camus podía ser un lejano vaticinio de la suya: el premio Nobel argelino había desaparecido en 1960 —cuando nacía el nadaísmo— en un accidente de tránsito similar al que dejó a Gonzalo sin el “orgullo de estar vivo, de tener alma, sexo, ombligo, lo que es mejor que ser inmortal”.

Hoy, pasado el aleteo de la noticia de su rastro de sangre en el asfalto, repasados sus escritos subrayados y vistos sus amigos los nadaístas de entonces conmovidos ante su ausencia, respetuosos y tímidos en las catedrales y en los cementerios que fueron escenario 15 años atrás de su sagrada rebeldía, hemos descubierto con cuánta razón Gonzalo Arango, el que fue “Aliosha” en Cromos muchas veces, afirmaba que lo único que valía la pena era vivir con efusión, sin miedo, solo estoico y avaro con la muerte.

Y quisimos indagar qué clase de volcán estaba a punto de hacer erupción bajo ese forro enhuesado. Todas las respuestas están en sus Prosas para leer en la silla eléctrica. A través de ellas el poeta entabla diálogos que jamás sufrirán de anacronismo porque la muerte es lo único que descalabra al tiempo... y en cierta forma, dentro de lo que el movimiento nadaísta predicaba, Gonzalo ya alcanzó la inmortalidad, “ese infinito que dura tanto como un fósforo encendido”.

Uno se pregunta, tras imaginar el estruendo del camión y repasar raudamente las páginas de sus libros: ¿qué será la muerte para un hombre que anduvo siempre tan aferrado a la vida? Y Gonzalo responde desde el libro:

—Nada termina nunca. Nada empieza. Todo es presencia. Todo existe en trance de revelación. También lo que no existe existe en las posibilidades infinitas de la nada. Y la belleza es inextinguible para nombrar el nuevo rostro de las cosas. Pues la belleza no es eterna sino en la medida en que muere para vivir: se eclipsa con la palabra, y resucita del silencio del que retoma su energía creadora. Invoca la verdad y los mil rostros de la vida, y es efímera como el dolor y la dicha.

Pero, usted que estuvo siempre tan ligado a las cosas del espíritu, tan atemorizado frente al dolor físico, quizás pueda decir ahora ¿qué se siente cuando un golpe de ruedas y madera lo separa a uno de la vida?

—... el corazón humano se endurece en el contacto con un dolor tan bruto...

Su vida, Gonzalo, fue un afán desmedido: cuando se dio a protestar prendió hogueras de escándalo; cuando se acercó al misticismo se encerró y cerró los ojos, cuando escribió lo hizo de manera vertiginosa, como acosado por algo, por alguien...

—Efectivamente: todo lo escribí acosado por la muerte, por una terrible necesidad de vivir, de apasionarme, para no perecer en el desierto. El pan mata el hambre pero mi pasión no es el pan sino el paraíso. El agua que sacia apaga el fuego del espíritu, pero mi pasión no es el agua sino la sed.

¿Esa pasión de sed buscaba una fuente donde pudiera apagarse?

—De la muerte se dice que es tan natural como la vida, y que nada hay que hacer contra el destino. Yo no veo las cosas con un rigor tan lógico. Siempre confesé un terror sublime por la muerte, y por eso me hice escritor, para no morir como mueren las flores. Y me hice escritor no por vocación, sino un día horrible en que dejé la religión por el arte, contra mi voluntad pero ungido por la salvación. Fue la muerte de Dios la que me arrojó bruscamente en brazos de la literatura.

Pero esta afirmación puede volverse boomerang en contra suya. Usted dejó a Dios por la literatura, en un principio, pero al fin dejó a la literatura porque encontró a Dios.

—El infierno se abría a mis pies, pero se me había dado una brújula para cruzarlo: la libertad. Ya Dios no era responsable de mí, sino yo mismo, y la libertad era una responsabilidad tan pesada como una culpa: con ella podía salvarme o condenarme.

Pero eso no explica sus metamorfosis, que fueron varias...

—En esta mutación de mi alma inmortal en alma trágica se me reveló por primera vez mi devoción a la tierra de la que había vivido separado, y di el salto desde mi soledad metafísica a la solidaridad prometida por el amor al mundo y a sus seres vivientes.

¿Al nacer su misticismo, muere su literatura?

—Mi literatura es algo más que palabras: es mi errancia por el silencio.

Gonzalo, usted propició siempre tumultos, hizo rabiar y reír a la gente, prendió llamitas y se fue, convocaba multitudes y siempre quedaba solitario. ¿No fue feliz jamás?

—No hay nada tan triste como la felicidad.

¿Y qué de la experiencia, el golpe que le quitó la vida?

—El sol de la mañana doró mi cuerpo y mi sonrisa. Entonces comprendí que mi reino era ese, el reino puro y verde de los seres sin pensamiento. Un átomo de luz en la radiante energía del cosmos. Noté que mi sexo se puso tenso por la alegría de mi alma, y mi alma se estremeció. Una colmena de angelitas suspendida en lo alto chorreó unas gotas de miel.

¿Y más allá?

—Más allá del horizonte me esperaban las ciudades del sol. Se trataba de mi vida en el tiempo y del tiempo en la misteriosa eternidad.

¿Valió la pena vivir?

—Lo que vale la pena es vivir dramáticamente, creadoramente, afirmando en cada paso, en cada acto, no solo la vida, sino su sentido...

Gonzalo Arango proclamaba su ansiedad de vivir la inmortalidad en la tierra y bajo ella empieza a nadaizarla. Sobre el valor de su obra literaria se armarán trincheras de pacotilla o vanguardias de incienso, pero antes se debe recordar que para Gonzalo era más importante la vida que la literatura. Tal vez por eso, convencido de la idiotez de las polémicas y de la inutilidad de los infantiles combates deletéreos, alguna vez escribió para otro un epitafio que puede ahora servir para él: “Uno que era hombre yace bajo estas piedras. No hay inscripción ni símbolo que delate la grandeza. En el agujero todo negro de olvido reposa un montón de huesos petrificados por el sol y por los vientos arenosos que soplan en la soledad”.

Por Ignacio Ramírez

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