“Piensa que tu mano debe ser como una pluma que se deja elevar por el viento para poder viajar donde ella quiere”, me decía mi maestro mientras la tinta se impregnaba en el papel de arroz, dejando a su paso pequeños arrecifes que se agrandaban lentamente.
Llevaba años practicando el shodo, pues mi abuelo y mi padre habían sido calígrafos. Había aprendido a dibujar los kanjis y me sabía el significado de cada uno. Podía diferenciar con absoluta perfección los diferentes matices de negro de la tinta, la fuerza justa con que se debe oprimir la cabeza del pincel, y el ángulo en el que se dobla la muñeca para que el trazo tenga majestuosidad y gracia.
Lograba que mis pinceladas se asemejaran a hilos de agua cristalina deslizándose sobre una cuesta rocosa o a ríos de lava incandescente. Mis líneas podían ser ligeras como el aleteo de un colibrí o pesadas como las pisadas de un elefante. Era uno de los mejores calígrafos de mi generación y aun así no lograba que mi mano se elevara con el viento.
Me costaba difuminar esa delgada línea, casi imperceptible, que dividía el papel, de mi brazo. A veces, y solo a veces, cuando se estaba poniendo el sol, después de haber estado escribiendo durante horas, mi mano se convertía en pluma y podía sentir a través de los rayos ámbar que se colaban por las persianas cómo mi trazo y el pincel se fundían como la acuarela y el agua, y bailaban juntos con el viento hasta el final de los tiempos.