El Magazín Cultural

Hermann Hesse, sólo para locos

El escritor alemán, nacido en 1877 en Calw, premio Nobel de Literatura en 1946 y fallecido en agosto de 1962, influyó como pocos en la generación de los 60, que 50 años atrás comenzaba a transformar al mundo. Este mes se celebra en su ciudad natal y en el museo construido allí el nacimiento del autor de El lobo estepario, Demian y Sidharta, entre otras obras.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
28 de agosto de 2018 - 05:01 p. m.
Hermann Hesse, autor de El lobo estepario, El Juego de los abalorios, Sidharta y Demian, entre otras obras.  / Cortesía
Hermann Hesse, autor de El lobo estepario, El Juego de los abalorios, Sidharta y Demian, entre otras obras. / Cortesía

Ya antes, muchos años antes de que el absurdo lo tocara en el hombro, lo condenara por enamorar y corromper a una menor y lo llevara a prisión, Hermann Hesse había conocido el lado oscuro de los humanos, primero en la escuela, con las reiteradas mentiras de los profesores, y luego, cuando lo señalaron y denunciaron como apátrida después de haber escrito una especie de manifiesto contra la guerra de 1914 en la que Alemania se había enfrascado. Por aquel entonces ya era una celebridad, un escritor aplaudido con una obra publicada, Peter Camenzind, e incluso había quienes lo llamaban poeta, como él se lo había propuesto en plena adolescencia con un dolor casi que incurable, pues el mundo podía amar a los poetas, decía, pero jamás aceptaba el camino que debía recorrer el poeta. No había escuelas ni experiencias que lo llevaran a la poesía, aunque fuera un honor tocar sus bordes.

A los 13 años Hesse sintió miles de abismos entre su deseo y la realidad. Todo era incierto. Nada de lo que alguna vez había tenido valor seguía en pie, porque los profesores le habían mentido, porque los adultos lo habían ridiculizado, porque las eminencias adoraban a los héroes, pero no consentían que hubiera alguno en proceso de serlo. Él rompió con todo y con todos. Lo desterraron de la escuela, lo enviaron a un seminario teológico, lo expulsaron de allí y luego de otra escuela, lo mandaron unos días a prisión, lo castigaron. Terminó como vendedor en una tienda de abarrotes. Luego fue ayudante de talleres y aprendiz de relojero. Deambuló, se emborrachó, escribió, intentó colgarse de una soga, hasta que se encontró en la casa de su padre con la enorme biblioteca de su abuelo. Allí, entre la poesía y la filosofía alemanas de los siglos XVIII y XIX, entre Nietzsche, Schopenhauer, Novalis, Höllderling, Goethe y cientos más se sumergió durante cuatro años.

Cuando salió de su encierro trabajó como librero y se enamoró de los nuevos libros, en sus palabras, de los novísimos libros, pero se cansó del sinsentido, de lo moderno por lo moderno, de las modas por las modas, de las irreverencias sin fondo, y volvió a lo viejo, y escribió sobre lo nuevo y su relación con lo viejo y ahondó en los inmortales y se llenó de obsesiones que luego, muy luego, fue plasmando en Demian, en El lobo estepario, en Siddharta y en El juego de los abalorios, porque sus obsesiones eran él en lo más profundo de su ser, y él era sus obsesiones, fue sus obsesiones. Entonces llegaron el éxito, un matrimonio esquizofrénico, su declaración en contra de la guerra que los círculos nacionalistas tomaron como contra Alemania y su huida a Suiza. En Berna vivió la guerra, pero desde la diplomacia. Fue espiado, observado e interrogado. Fue sospechoso y sin embargo, como él mismo lo confesaría, “Todo se me escapó”.

Terminada la guerra comprendió. “La guerra, la sed de sangre del mundo, toda su frivolidad, todo su brutal afán de placer, toda su cobardía renacieron en mi alma. Era un caos al que me asomaba con la esperanza, a veces ardiente, a veces apagada, de encontrar tras él la Naturaleza, la Inocencia”. Sus amigos, sus antiguos amigos, lo abandonaron. Le recriminaron su amargura, porque hubo un tiempo, decían y se decían, en el que Hesse era simpático, y su poesía y sus textos, hermosos, armónicos. Todo enterrado, todo pretérito. Después de la guerra Hesse fue otro. Se retiró del mundo, de la poesía, de la historia y la filosofía, de sus inmortales. Bebió. Fumó. Maldijo y se maldijo y se extravió por callejuelas y bares oscuros y mortales, como lo haría Harry Haller en El lobo estepario 10 años más tarde. Entre delirio y delirio descubrió la pintura. “Pintar es maravilloso, le hace a uno más alegre, más comprensivo”, decía. Con la pintura, gracias a la pintura, volvió a escribir.

En 1920 publicó Demian, el recorrido por la vida de un muchacho llamado Emil Sinclair, quien deambulaba entre el calor de su casa, la seguridad de Dios y la tranquilidad de la escuela, y la calle, la noche, los pecados, lo desconocido. “Quien quiera nacer tiene que romper un mundo”, solía decirle Demian a Sinclair, que temblaba ante las sentencias de su amigo y sufría con la sola idea de matar a Dios. Tres años más tarde surgió Siddharta, el retorno de Hesse al mundo espiritual de la India que conoció en 1901, poco después de cumplir veinticuatro años. En 1927 se bautizó como Harry Haller y se metió en un libro que tituló El lobo estepario, un ermitaño citadino que buscaba entre los inmortales su razón de ser, hasta que por cualquier callejón, cualquier transeúnte le entregó una tarjeta con una invitación que era “Sólo para locos”. Él la tomó y aceptó la cita. Era para un Teatro Mágico que debía cambiar, y cambió, su percepción de la vida.

Hermann Hesse ingresó por las puertas de su Teatro Mágico y se quedó allí, después de estudiar largos años de música y de comprender que jamás podría componer la ópera que quería, una pieza que juntara la magia, la música y el drama. Ya Mozart había creado La flauta mágica. Entonces se quedó con su magia. “Nada me causaba tanto placer, aunque, he de confesarlo, muchas veces traspasaba el tierno jardín de la magia blanca, y la viva llama que ardía en mi ser me llevaba alguna que otra vez al otro lado, al de la magia negra”. Se quedó con su magia y fue condenado por su magia. Una mujer lo acusó de seducción indebida por medio de artes ocultas. Hesse fue sentenciado y fue a dar a prisión. Pidió unos pinceles y acuarelas y pintó. Pintó su vida y todo aquello que lo había hecho feliz. Pintó ríos, montañas, nubes, flores, el mar y un tren que iba hacia la montaña.

Un día, viernes o martes, sus guardianes fueron a buscarlo para un interrogatorio más. Se sintió asqueado, manoseado, despreciado, y decidió ponerle el punto final a aquella historia. “Si no se me permitía, sin ser molestado, seguir con mi inocente arte, no había por qué emplear otro menos cándido, al que en otro tiempo había dedicado tanta atención. Sin la magia el mundo no podía soportarse”. Recordó una fórmula china y aguantó la respiración un minuto para despercudirse de La Realidad, que siempre fue lo único que jamás pudo aceptar. Entonces se encogió, dijo. Uno, cinco, diez, cincuenta centímetros y un metro y otros tantos centímetros, saltó, se metió en su cuadro, se subió al tren y desapareció.

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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