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“Tengo claro que la felicidad es un estilo de vida”: Mark Rausch

Mark Rausch hace un recorrido por su herencia y formación en la cocina para la serie Historias de Vida, creada y producida por Isabel López Giraldo para El Espectador.

Isabel López Giraldo
07 de julio de 2020 - 05:43 p. m.
Mark Rausch, chef y pastelero, tratar de plasmar sus raíces judías y colombianas en sus preparaciones. Aquí, su historia de vida.
Mark Rausch, chef y pastelero, tratar de plasmar sus raíces judías y colombianas en sus preparaciones. Aquí, su historia de vida.
Foto: Archivo Particular

El 14 de septiembre, hace catorce años, fundamos Criterión. Acompañado de esto, han surgido nuevos tipos de negocios como R Energía Gastronómica, en Andino (Bogotá) y El Tesoro (Medellín); Bistronomy By Rausch, en la Calle 70 con sexta y en Usaquén, y franquicias en alianza con el grupo GHL: Marea By Rausch, en el Centro de Convenciones de Cartagena; El Gobernador, en el Centro Histórico de esta misma ciudad y Kitchen By Rausch, en Barranquilla; la operación de alimentos y bebidas del Hotel Sheraton en San José de Costa Rica, con su restaurante Ivory Bistro Bar y, hace poco, en el primer trimestre de 2016, abrimos en Pereira Kitchen By Rausch, en el Sonesta.

Tenemos nuestra planta de producción, que es la base de nuestros negocios, también nuestra línea institucional que le vende a Juan Valdez, Starbucks, Frisby, El Corral, Avianca, Nacional de Chocolates, entre muchos otros. En MasterChef Jorge es jurado principal y a mí me invitan a pruebas de pastelería. Hemos tenido programas de televisión en El Gourmet y en Cocineros al límite, en Utilísima. Contamos con cuatro libros en conjunto con Jorge. El más reciente es “Nacional de Chocolates”, que se lanzó hace poco. Con él, niños y jóvenes que quieran incursionar en la gastronomía pueden aprender recetas con técnica: unas más fáciles y otras un poco más complejas. Alrededor de todo esto está Jorge, que es el chef ejecutivo; Ilán, mi hermano menor, que es el gerente, y yo que soy el chef pastelero y panadero.

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Nací en Bogotá, soy virgo y, por lo mismo, me defino como un apasionado en todo lo que hago, además de determinante y guerrero. Soy una persona sencilla, humilde y generosa. Nací en cuna judía por padre y madre. Mis abuelos paternos llegaron al país escapando de la Segunda Guerra Mundial, con origen austríaco. Ellos son peleteros de profesión. París fue invadida por los alemanes y mi abuela vivía ahí. Ella estaba embarazada e iba a dar a luz cuando la fueron a buscar a su edificio. La señora que cuidaba no dijo dónde la podían encontrar. Por su parte, mi abuelo se encontraba en la legión extranjera, en África. Con su niño en brazos, mi abuela salió por Suiza, donde se encontró con mi abuelo. Allí tomaron un barco hacia Suramérica. Primero pararon en Cuba y permanecieron ahí seis meses en un campo de refugio. Después decidieron seguir su camino sin destino definido para llegar a Colombia: entraron por Barranquilla hasta llegar a Bogotá. Ellos pertenecían a una familia muy acaudalada de Viena, que en su gran mayoría sufrió el destino de los campos de concentración. Montaron su negocio de peletería, pero en el año 48, cuando ocurrió el Bogotazo y, posteriormente, los saqueos, todos los que robaron su mercancía salieron a lucirla a la calle. Por lo mismo, los compradores ya no querían usar más abrigos de piel y esto les acabó el negocio.

Mis abuelos paternos decidieron montar una fábrica de confección que llamaron Twiggy, pues mi abuela era una gran diseñadora que, en su momento, fue muy reconocida en Colombia. Ella tuvo que resurgir un sin número de veces, lo que la hizo ser una luchadora.

En 1993, mi bisabuelo materno vino al país en busca de oro y lo que encontró fue una enfermedad pulmonar. Es importante recordar que en esa época tomaba meses que llegara la correspondencia desde Colombia a su destino final. Ellos tenían una panadería en un barrio de clase media baja de Varsovia y cuando mi bisabuela recibió la noticia de la enfermedad ella la vendió. Cuando llegó al país encontró a mi bisabuelo recuperado, pues una familia colombiana lo acogió y atendió. Mis bisabuelos se tuvieron que quedar aquí ante la situación económica. Por la necesidad, mi bisabuela, con una gran visión, observó cómo usaban un horno de leña en el que hacían unos panes planos, que hoy conocemos como arepas. Ella pidió el horno en préstamo y comenzó a trabajarlo para reconocer un valor de alquiler. Fue así como creó su panadería, que aún hoy existe. La Imperial, así se llama, está ubicada en el barrio Las Cruces. Fue una de las primeras que existió en el país. Con este emprendimiento, mis bisabuelos sacaron adelante a sus hijos. Hoy en día, la casa pertenece a mi tío abuelo y se la arrienda a uno de los empleados que se quedó con la panadería y le paga con panes el arriendo.

Puedo decirle que esta historia la conocí cuando ya había estudiado cocina, pero con certeza le aseguro que esta es mi raíz. Ser panadero y pastelero es mi esencia. Las celebraciones judías me influyeron muchísimo, como el Shabat que comienza el viernes en la tarde y termina el sábado. Consiste en reunirse en familia alrededor de la mesa. Durante esta celebración se sirven banquetes en los que se comparten entradas, ensaladas, encurtidos, pescado, albóndigas, salsas exquisitas, carnes, estofados, pollo al horno, pan trenza, pasta fresca, sopas, postres y demás. Las preparaciones de todas estas delicias se las turnaban entre mi mamá y mi abuela, pero yo quería hacer parte, colaborar y socializar con ellas en la cocina. Esto comenzó a ocurrir desde mis dos años y medio de edad. Recuerdo que alguna vez le pedí a la empleada que me ayudara a hacer la torta de chocolate emblemática de mi mamá. Ella sacó el libro de recetas y como yo no sabía leer, ella me iba diciendo los ingredientes y las cantidades, mientras yo mezclaba y preparaba. Esa fue la primera torta hecha por mí con la ayuda de un adulto, por supuesto.

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Siempre supe lo que quería para mi vida y tenía relación con la cocina. Cuando me estaba graduando del colegio nos preguntaron cómo nos veíamos en un futuro y mi respuesta fue que quería ser el gerente general de Kraft, en Colombia. Así pues, estudié administración hotelera en la Universidad Externado y al graduarme hice prácticas con Harry Sasson durante ocho meses. Estando ahí empecé a buscar la forma de cumplir mi sueño de estudiar cocina en el exterior.

Como primera opción tenía el The Culinary Institute of América de Nueva York, pero también consideré otras opciones. En ese momento, mi hermano Ilán me habló de una escuela en Vancouver, Canadá. Como yo no conocía, desestimé la opción, pero le pregunté a Kenny Iaci, el chef mentor de Harry Sasson en Vancouver que vino para ayudarle en un evento, si conocía la escuela recomendada por Ilán. Él me dijo que en tres meses debía regresar a Bogotá y que una vez conociera de lo que le estaba hablando me podría dar referencias. Exactamente así ocurrió. En conclusión, la recomendó por tratarse de una escuela nueva, linda, moderna y con equipos de altísima tecnología en la que aplica la regla de que todos los chefs profesores tienen que tener experiencia Michelin, lo que me pareció muy atractivo, sobre todo porque Kenny me ofreció trabajo informal si yo me iba para allá. La decisión estaba clara.

En ese momento yo estaba tomando clases para perfeccionar mi inglés con María Victoria Londoño. A ella le comenté mi decisión de viajar a Vancouver, apoyado en el ofrecimiento de trabajo que me habían hecho y ella, obrando en ese momento como la brillante estrella que siempre guía mi camino, reaccionó diciéndome, con toda contundencia, que yo no me iba de ilegal a ninguna parte. Recuerdo que me sorprendió mucho su respuesta y por lo mismo le contesté: “¡¿Usted quién es para decirme qué debo hacer?!” Luego ella me explicó que hacía tres meses se había jubilado de la Embajada de Canadá como secretaria de Inmigración y que por lo mismo me iba a ayudar a tramitar todos los papeles como correspondía. Viajé primero a Israel a visitar a Jorge cuando regresé la visa ya estaba lista.

En Canadá viví siete años y medio: uno lo viví en la escuela. Quiero contarle que a mi llegada yo era muy nervioso y estresado. Dos características que llegaron a afectarme en los exámenes y nunca alcanzaba a terminarlos. Un día se me acercó el dueño de la escuela, que era discípulo de Alain Ducasse, me guió y aconsejó de un modo tan simple y sencillo, pero con gran importancia. Él reconoció que mis productos eran los de mejor sabor, pero mis nervios me ganaban para perder control sobre el tiempo. El segundo trimestre del curso fue pastelería y allí encontré a mi mentor, Jean Pierre Sánchez, a quien quiero y agradezco muchísimo. Él me enseñó metodología, procesos, técnica y detalles. En el primer examen de pastelería terminé 45 minutos antes que todos y mi producto era diez veces mejor. Esto hizo que cogiera confianza.

La escuela era de lunes a viernes de 7 de la mañana a 3 de la tarde. Buscando adquirir experiencia, busqué y encontré trabajo de martes a sábado de 5 de la tarde a 11 de la noche. Allí picaba seis cajas de cebolla diarias, hacía julianas de otras tantas de pimentones. Mis manos se ampollaron y terminaron siempre reventadas. Pasados tres meses, el dueño de la escuela me recomendó no seguir trabajando y que me enfocara solo en el estudio, dado que tiempo para trabajar lo tendría el resto de mi vida.

Cuando comencé a trabajar lo hice siempre en restaurantes y de manera intensiva. Por ejemplo, mi amigo Kenny alguna vez me pidió que le ayudara a reemplazar el turno del sub-chef para el restaurante de la Corte Suprema, lo que me exigió dedicar 16 horas al día por varios meses. Esto da una noción de la exigencia en la cocina.

Un día al revisar la cartelera de programación de los turnos de trabajo, vi que yo tenía que hacer aseo profundo de toda la cocina con los stewars (lava platos) y el sub chef me puso a limpiar las líneas de las baldosas con cepillo de mano, lo que me produjo un dolor insoportable de espalda. No puedo negarle que esto me enojó, pero lo superé, lo hice por mí. Aprendí con esta experiencia una lección muy importante en la que mi padre siempre hizo énfasis: uno tiene que aprender a hacer las cosas para poder exigir, entender cómo son las cosas haciéndolas. A mis 16 años, en las vacaciones de diciembre, justo el 31, fui a trabajar a la bodega de mi papá y él me dijo, al presentarme a un empleado, que yo tenía que ayudarle a hacer inventarios. Yo le reclamé: le dije que si yo era el hijo del dueño yo debía ser jefe. Frente a esto, el me contestó: “Para ser un buen jefe, primero hay que aprender a ser un buen empleado”.

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Otra de mis experiencias lindas tiene que ver con la visita que me hizo mi mamá, en compañía de mis abuelos, a un restaurante que tenía capacidad para 400 comensales y una noche superó los 600. En este punto yo ya había sido ascendido para manejar el horno de leña. El sub-chef, que era un francés mala clase, esa noche me dejó absolutamente solo. Eran tantos los pedidos que las comandas no me cabían en la comandera y me tocó empezar a ubicarlas sobre mesones. A causa de su actitud, él no era muy querido por su equipo de colaboradores, incluso un niño de 18 años no lo aguantó y renunció por teléfono. Su hermano mayor visitó el restaurante, preguntó con nombre propio por él y le dio una lección con toda la fuerza de su puño.

Kenny abrió un restaurante italiano en el que fui su sub chef, pero antes abrimos un Irish Pub donde el chef era un irresponsable que lo único que le gustaba era la rumba y la cerveza. Aquí un caso: un jueves le dio la noche libre a toda la gente clave para el trabajo. Los dejó salir a todos al mismo tiempo, desde el encargado de lavar los platos como al de prepararlos, así que me quedé solo manejando una cocina que atendía a 200 personas. Ese día el restaurante estaba a tope, no le cabía un alfiler y me tocó a mí solo sacar adelante toda la situación. Cuando ya había pasado el embolate, el sub chef llegó al restaurante y fue tal mi frustración que solo pude insultarlo.

Luego trabajé en un café italiano que tenía panadería. Esta fue una experiencia de transición, pues pude reflexionar sobre mi oficio. En mi búsqueda por ser mejor que los demás me pregunté cuál era nuestra debilidad como cocineros y encontré respuestas. Una de las falencias era la panadería y la pastelería pues, por lo general, todos los buenos chefs contratan a su panadero y a su pastelero. Así pues, llamé a Jean Pierre, quien ya no enseñaba en la escuela sino que era el chef corporativo de una cadena muy grande de hoteles en Canadá llamada Delta, y le pedí trabajo. Él consideró que, con mi nivel de ingresos del momento y con mi experiencia, no iba a querer lo que podía ofrecerme. Así pues, tuve que esperar y al cabo de tres meses me llamó para decirme que me tenía una apertura, pero que sería el de menor rango del equipo, me ganaría el mínimo y tendría unas condiciones muy básicas. Me costó muchísimo trabajo entrar al hotel y no tuve empatía con los dueños en las entrevistas. Jean Pierre me hizo observaciones sobre las respuestas que di y también hizo recomendaciones para que, finalmente, me ofrecieran el trabajo que me dio experiencia en pastelería.

Las experiencias que tuve hicieron la diferencia en este espacio de formación y de aprendizaje. Por ejemplo, en una ocasión Jean Pierre dijo que iba a hacer una escultura de chocolate para un evento importante. Él preguntó que a quién le interesaba quedarse a colaborar, pero sin recibir remuneración. Imaginará que todos dieron la espalda y salieron, excepto yo que me ofrecí a ayudarle. A la pregunta “chef, ¿en qué le ayudo?”, recibí como respuesta “haga silencio y páseme este utensilio y aquel”. No me importó porque lo observaba y eso ya era escuela. Reforcé mis conocimientos en panadería cuando nadie quería reemplazar al panadero en propiedad, que era francés, y, aunque nunca tuve el encargo, me entrenaron durante dos meses.

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He de contarle que las charlas motivacionales: las recibía en el cuarto frío donde se me encerraba para recibir un airado discurso semanal de perdedor, de mi incapacidad de logro, de la crítica. Toda esta pesadilla hacía que me apoyara en mi papá, quien siempre ha sido el mayor y más indiscutible mentor en mi vida. Él, por teléfono, me llenaba de fortaleza, me invitaba a la paciencia y me rodeaba emocionalmente.

Un día cualquiera llamó mi abuela a tratar de convencerme de que considerara la alternativa de cambiar de profesión, pues estaba indignada por las condiciones y circunstancias que afrontábamos mi hermano Jorge y yo (a él lo habían hecho trabajar con influenza en Londres). Con infinito amor le dije a mi abuelita: “esto es lo que yo sé hacer, es lo que amo y no estoy en condiciones de montar un negocio”. Su respuesta fue que nos ayudaba con recursos. Colgué el teléfono, llamé a Jorge y así consideramos diferentes opciones: que si Londres, que si Vancouver. Finalmente, decidimos Colombia porque es nuestra casa. Los recursos que aportaron mi abuela y mi mamá, nos ayudaron, aunque no fueron suficientes. Nos endeudamos hasta las uñas con los bancos. Después de un año, en el 2004, abrimos Criterión. El primer día entraron 10 personas, al siguiente un par más, hasta que unos días después el restaurante estaba full y era un éxito en la ciudad. A los seis meses, D´Artagnan, crítico gastronómico que ya falleció, consideró a este el mejor restaurante y a nuestros panes como los mejores de Colombia. Desde ahí, nuestro éxito ha sido cada vez mayor. Este año, por ejemplo, y por tercero consecutivo, estamos en la lista de los “Latin America´s 50 Best Restaurants”. Obtuvimos el primer puesto en Colombia y el 18 en Latinoamérica. Todos estos logros son el resultado de ese gran esfuerzo, entrega y dedicación.

He evolucionado como pastelero. Al principio era muy francés, pero he venido trabajando más nuestra materia prima, así como las recetas de nuestras raíces. Para darle ejemplos: el merengón de guanábana y frambuesa con reducción de balsámico y texturas de cuajada. Estoy diseñando un salpicón, también revisando los postres austríacos y polacos, y complementando con recetas propias de mi origen judío.

Hace cinco años me casé con una barranquillera judía, Tammy Rozenboim, una grandiosa mujer que me ha ayudado a crecer como persona. Tenemos un hijo espectacular de dos años y medio, que es mi vida.

Ahora comienzo a ampliar mis propósitos. Ya hemos logrado hacer empresa con grandes perspectivas y estamos haciendo país. Sin embargo, para mí el tema es mucho más profundo y trascendente como ser humano, pues no es la riqueza económica la que me llena hoy en día. Mi necesidad es enfocarme en proyectos de responsabilidad social y ecológica. Así pues, adelanto un proyecto de estas características en Caquetá con campesinos que fabrican quesos y que han sido víctimas de la violencia de esta región por tantas décadas. También trabajo de la mano con los ganaderos enseñándoles a ser auto sostenibles y a evitar la tala de árboles, concientizándolos de la necesidad de sembrar bosques.

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También me propuse tener los empleados más felices y mejor preparados del país. Nuestro lema es “En búsqueda de la grandeza a través de la felicidad”, pues este es un estilo de vida. Cuando eres feliz, eres más completo, rindes más y el beneficio se extiende a la familia. La grandeza la concebimos desde la perspectiva económica hasta la espiritual. Tenemos muchas iniciativas que buscan este logro y no queremos que como propietarios perdamos el contacto directo con nuestra gente. Buscamos mecanismos para que no sea una empresa impersonal. Por lo mismo, construí el espacio el “Tiempo de juego” en el que un par de veces a la semana me tomo un café con un empleado diferente y charlamos de muchos temas, excepto de trabajo. Ahí los conozco mucho más.

Estoy conectado con Biodanza, lo que se da de manera integral y que se complementa con couching. A ella llegué a través de Liliana Restrepo y Alfredo Hoyos, los dueños de Frisby, a quienes proveo desde hace siete años por la franquicia de Cinnabon. También trabajamos con Mario Chamorro, uno de los precursores de los temas de la felicidad en el mundo y quien logró que la ONU instaurara el día internacional de la felicidad. Él logró que prendieran el Empyre State, en Nueva York, y aquí la Torre Colpatria con este tema.

Trato de cumplir de la mejor forma mis deberes ciudadanos, dono tiempo y recursos. Todo esto me hace sentir en equilibrio, muy integral, con mucha dinámica y ganas de seguir trabajando, lleno de motivaciones y, ante todo, muy feliz. En mi vida todo fluye mucho mejor.

Toda esta conciencia sumada a la sensibilidad propia de los virgo, que somos artísticos y creativos, aporta de manera importante a mi construcción como ser humano. Tengo claro que la felicidad no es un estado de ánimo, sino un estilo de vida. Hay momentos que nos obligan a exigirnos, son pruebas en la vida y, cada reto, por difícil que sea, me da más fuerza para continuar.

Considero que enseñar es la mejor forma de aprender y es el camino a través del cual quiero influir positivamente en la vida de muchas personas.

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Por Isabel López Giraldo

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