El Magazín Cultural

Historia pagana en navidad

Despojos navideños inundan las calles de un frío amanecer decembrino. Un antiguo dios solar, casi olvidado, deambula sin rumbo por las calles adornadas de una ciudad. Es un fantasma divino, una deidad de otro tiempo que observa el mundo con la mirada lacónica de un rey al que han usurpado su dignidad y trono.

Cuento: Susana Castellanos de Zubiría / ilustración: Chócolo
19 de diciembre de 2009 - 09:56 p. m.

El mítico dios padece la maldición de su ahora decadente renacer, condenado a volver a la vida en este mundo, igual que siempre, cada 25 de diciembre, el día consagrado en su honor desde aquella remota batalla en el inicio de los tiempos contra la bestia de la oscuridad. Ahora retorna cada vez que alguien ha tenido la mala fortuna de recordarlo o invocarlo ese año. Desgraciado por tener que salir de la bruma de los tiempos, forzado a enfrentar que de su antiguo tránsito a la muerte y glorioso renacer no queda más que alguna casual recordación por cierto académico curioso o, peor aún, por un pretencioso conocedor de los orígenes de las fiestas decembrinas...

¿Es un dios o una sombra divina?

Nada queda ya de la fuerza del fervor con que miles de legionarios romanos lo adoraban: ¡Mitra es mi único guardián!, gritaban con frenesí los soldados al verlo aparecer, tras su simbólica muerte, renaciente como el Sol Invicto: Natalis Solis Invicti, susurró el viejo dios recordando alabanzas ensordecedoras.

El secreto de su gloriosa vitalidad solar se escondía en la intensidad de la pasión con la que sus adeptos le imploraban, lo exaltaban, lo adoraban.

¿Qué queda de esa gloria?

Como un anciano medio loco que por las calles culpa a todos de su desdicha el viejo dios desencantado continuó rezongando con desprecio:

La naturaleza del corazón humano es traicionera, endeble como el barro del que está hecho. Y sus lealtades efímeras como sus empalagosas festividades.

—¡Ralea de Constantino!, le vociferó a un transeúnte que prefirió cambiar de acera. ¡Él es el culpable! —continuó mascullando—. El advenedizo que me debía todas sus glorias selló mi desprestigio cuando permitió la existencia de los seguidores del usurpador a cambio de apoyo, como si mi poder no fuera suficiente. Le otorgó al líder de los proscritos los triunfos que le di y le rindió honor en mis días sagrados.

El espectro divino acusaba al emperador romano de su desgracia. Los más de 1.700 años desde la afrenta no calmaban su ira. El paso de los siglos no borraba su rencor:

— Fue su madre, Helena, quien le convenció de traicionarme —prosiguió el viejo dios—. Ella tuvo más fuerza que todos los triunfos que le otorgué a ese advenedizo campesino con ínfulas imperiales.

Los resecos ojos del anciano parecieron tener por un instante el otrora fulminante brillo de su mirada.

Sumido entre sus pensamientos, esquivando los barrenderos que recogían residuos de los festejos navideños, el lacónico dios se detuvo sin saber por qué ante una figura enorme, similar a muchas otras que adornaban las calles. Algo lo impulsó a observarla hasta sentir que la sonrisa que esbozaba estaba dirigida a él.

—Odín —preguntó el viejo Mitra—, ¿esto es lo que queda del grandioso dios de las tierras de hielo y fuego? Ese ridículo traje rojo y blanco que aprisiona una enorme panza desmejora tu porte autoritario, guerrero.

El venerable dios siguió observando. ¿Y qué pasó con tu barba verdadera?

Tu truco de guiñar el ojo es bueno, nadie reconocería que eres tuerto. Recuerdo que perdiste un ojo, hace mucho tiempo, cuando buscabas la sabiduría. Pero tu risa es tonta e indigna. ¿Y ese arbusto adornado es lo que queda de tu árbol sagrado donde te honraban con sacrificios?

Es lamentable —suspiró el anciano—, pero quizás, al igual que yo, no tuviste opción y permaneces a la fuerza en este mundo voluble.

Mitra sigue caminando cabizbajo. En lo más recóndito de su divino corazón sabe que su padecimiento es el resultado de una venganza.

Tiamat, la diosa serpiente, la gran madre de la oscuridad y del caos, jamás se resignó a su derrota.

Antes del inicio de los tiempos, Marduk, abuelo de Mitra, imponente deidad guerrera, despedazó el cuerpo escamoso de la diosa en una sangrienta batalla que lo entronizó como rey del universo. Moribunda, la diosa maldijo la estirpe de dioses guerreros:

“Yo soy la Madre, mi poder proviene de la noche, soy la fuerza de la naturaleza y la raíz de la vida. Sin mí, ni tú ni ninguno de esos soberbios y combativos dioses hubieran existido. Tú vives porque yo así lo he querido. Eres fuerte porque yo te imaginé y deseé de ese modo. Tu fuerza, aunque arrolladora en apariencia, es efímera. Te mantienen vivo las alabanzas; sin ellas no existen ni tú ni tus descendientes de estirpe guerrera”.

Con soberbia Marduk observó cómo estallaban las entrañas del dragón hembra mientras sus seguidoras, aterradas, bebían su sangre tibia, asegurándose de que de este modo el poder de la gran diosa perviviría en ellas para siempre.

El culto a la gran diosa madre fue prohibido y proscrito, pero continuó en secreto.

La superioridad divina varonil se constató cuando él, Mitra, degolló con sus invencibles brazos al aterrador Toro de la Oscuridad, descendiente directo de la temible Tiamat, victoria que lo convirtió como dios invicto, personificación del sol.

Eran épocas de triunfos celestiales y glorias alabadas en los cuatro confines de la tierra.

De pronto una visión estremece el cuerpo del viejo dios. Un particular temor a enloquecer remueve sus fibras divinas cuando creyó ver los temibles destellos de los ojos de la diosa Madre agonizante en manos del glorioso Marduk en la mirada de una maternal imagen femenina de inmaculado rostro, madre de un niño recién nacido que indefenso busca protección en sus brazos...

El anciano dios palidece, pues cree ver un atisbo de sonrisa que proviene de la escultura, que parece reconocerle.

Con inquietud detalla la familiar escena, pero esto sólo logra incrementar su espanto al constatar que la antigua bestia indomable, terror de los dioses, el Toro de la Oscuridad degollado por sus fuertes brazos, está ahí, transformado en un manso buey que descansa al lado de la mujer de dulce rostro y enigmática sonrisa…

Susana Castellanos

Esta escritora nació en Bogotá, lugar donde cursó la carrera de Literatura en la Universidad Javeriana. Sus tres publicaciones, Mitos y leyendas del mundo, Mujeres perversas de la historia y Diosas, brujas y vampiresas, son resultado de varios trabajos de investigación que ha desarrollado en su carrera como docente en el Nueva Granada.

En sus obras, esta literata se adentra en los relatos históricos de la maldad que parece habitar en el mundo femenino.

Chócolo

Artista de la ironía y el sarcasmo, este caricaturista nacido en Medellín retrata cada semana la realidad nacional en las páginas de Opinión de El Espectador. Expuso su obra este año en el Salón Regional de Artistas zona Occidente. Este año, también  tuvo otra serie de exposiciones individuales entre las que se destaca “La pasión de Chócolo”, un compilado de algunas de sus más recordadas caricaturas publicadas.

* Texto inédito especial para El Espectador.

Por Cuento: Susana Castellanos de Zubiría / ilustración: Chócolo

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