El Magazín Cultural

Hopper, un retrato sobre un retratista existencialista

Supongamos que un hombre sale de su casa. Tiene el rostro severo que da la introspección. Supongamos que habla sólo lo estrictamente lo necesario. Y lo necesario es, a veces, una sola palabra. Supongamos que el hombre camina, agradablemente, en una mañana de frío.

Carlos Andrés Jaramillo
13 de enero de 2018 - 09:27 p. m.
Room in New York, una de las obras emblemáticas de Edward Hopper. / Cortesía
Room in New York, una de las obras emblemáticas de Edward Hopper. / Cortesía

 

“Otros se dieron vuelta

en mitad de los sueños”

 

(Jorge Cadavid)

I

Los árboles están perdiendo sus hojas, las fachadas parecen más solas que nunca. Le alegra la soledad de la calle. Le alegra no encontrase con los vecinos. Nunca ha visto un perro deambulando por el vecindario, pero sí algunos gatos dormidos en los porches de las casas. Lo lamenta. Los perros son agradables. Casi nunca están tristes si salen a la calle. Supongamos que tal hombre espía la luz, pero sin motivo. Que la sigue con el rabillo del ojo por donde quiera que pasa. Supongamos que algo de ella le agrada sin saber por qué. Supongamos que, tras una esquina, ve a un hombre solo sentado en una silla de jardín delante de un prado o que, en lo alto de azotea, ha divisado una silla vacía. Y supongamos que sufre una conmoción. ¿Qué ha pasado? Supongamos que es un hombre que ha vivido hasta anularse, que en algún momento dejó de pensar. Supongamos que ese hombre está vacío y reconoce esa falta de contenido en los demás. 

Ese hombre que pasea, sea quien sea, esté donde esté, será siempre Edward Hopper.

II

Supongamos que una mujer ha llegado a casa después del trabajo. Supongamos no tiene amigos. Supongamos que sube las escalas hasta llegar al cuarto piso. Es media tarde todavía y los sonidos del mundo se han acallado. Cualquiera diría que es domingo. Supongamos que ha soportado una larga temporada de tristeza. No importa por qué. Supongamos que no tiene deseos de escuchar música, de usar el teléfono o mirar el televisor. Supongamos que ha renunciado a preparar el almuerzo. Supongamos que se desnuda mecánicamente con el deseo de recogerse en la cama. Supongamos que, en lugar de dormir, permanece sentada, hurtada es la palabra. Atrapada en una contemplación vacía, en un limbo inmaterial, que ni siquiera es una forma de pensamiento, ni sensación. Anulada.

Esa mujer, sea quien sea, es una pintura de Edward Hopper.

III

Supongamos que es una tarde soleada, pero fría, como corresponde a finales del otoño, en Washington Square. Hay pocas personas caminando en la calle. En el aire se extiende un rumor sordo, que algunos llaman Silencio. Supongamos que la luz cae a esa hora, casi de manera horizontal, contra la fachada del edificio Miller. Aceptemos que la luz no necesita pedir permiso para entrar. Supongamos que tras alguna ventana hay cuarto solitario. Una mesa revuelta de papeles, alguna fotografía que ya nadie verá. Supongamos que es la casa de un muerto. Aceptemos que nada necesita de nosotros para ocurrir. Que la luz entra, late, despojada de cualquier sentido. Supongamos que tal vez hay ciertos lugares, tal vez hay ciertos objetos en el catálogo de lo visible, transformados por la presencia de la luz. No es este el caso, ya que nadie mira esta luz.

Esa luz, esté donde esté, recuerda nuestra propia nada.

IV

—Se equivoca quien vea en el tema de la soledad un propósito. Lo que pinto, no depende de mí. La soledad, una vez hecha consiente, empieza a verse en todas partes. Hubiera querido pintar, como Hammershøi o Vermeer, sencillos interiores bañados por la luz melancólica de algún atardecer del Norte, pero, en cambio, no dejé de reconocer la nada de nuestra vida.

También se equivoca si ve en la luz un sentido metafísico. Soy inmune a la metafísica. ¿Se ha demorado a contemplar la luz, una mañana cualquiera, en Washington Square? Bien, sabrá que no difiere en nada de la de mis cuadros. Le estoy revelando un secreto. Sólo quise pintarla, tal y como la veía en la vida real. Aunque estoy dispuesto a reconocer, sin demasiado aspaviento, que la luz es un objeto extraño, que inhibe el pensamiento hasta averiarlo, que es el elemento en el que se diluye la conciencia. Decir eso no es metafísica. Constato un hecho. Pero piense, nuevamente, que no es el único objeto capaz de lograrlo.

La opresión que dice sentir en mis cuadros, viene de la falta de necesidad de la escena, no de la luz. Los personajes no hacen nada, no se dirigen a ninguna parte y, aunque no lo reconozca, hacemos parte de una sociedad altamente industrializada. Imagine que hace un alto. Quiere pensar y se da cuenta de que no hay nada en su interior de lo que pueda ocuparse. La soledad está completa. 

¿En qué piensan mis personajes? En nada. Se encuentran como yo, muy cansados para pensar. Han recorrido y refutado todas las teorías filosóficas sin saberlo. Se hallan en ese momento en que la mente entorpecida está en blanco, abatida por su nulidad y solamente se mira los pies. No importa si tienen historia. Tampoco piensan en la muerte. Sólo piensan quienes creen en la profundidad, quienes no han desembocado en la nada. Y la nada es una superficie. Yo sólo acumulo los días. Me hallo delante de la nimiedad de la vida, sin la apacible actitud de los budistas.

¿Ha leído Bartleby? Es increíble lo que hizo Herman Melville hace ya casi un siglo. Piense en que, a través de su ventana, había un muro iluminado por el sol a ciertas horas del día. Sólo eso. No se puede pensar delante de un muro, no se puede amar tampoco. El muro no es ni siquiera un reflejo. Y, sin embargo, no se cansaba de mirar —

v

Supongamos que un hombre interroga a Edward Hopper. Supongamos que Hopper contesta con algo más que un gruñido.

...

 

Por Carlos Andrés Jaramillo

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