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Hoy en el “Pequeño glosario de antintelectualismo”: serialización 2.0

Décima entrega del debate propuesto desde el Departamento de Literatura de la Universidad Nacional sobre tendencias de pensamiento y que hoy incluye una entrada sobre el modelo de serialización que ha cobrado cada vez mayor relevancia en el siglo XXI.

Hernán M. Sanabria * / Especial para El Espectador
19 de octubre de 2020 - 09:35 p. m.
La era digital obliga: bajo el dominio de la serialización, la academia está condenada, como las generaciones de computadoras, a una obsolescencia programada. Si hay un estudio 2.0, pronto debe emerger una versión 3.0; si esta se estanca, hay que acudir a una 4.0.
La era digital obliga: bajo el dominio de la serialización, la academia está condenada, como las generaciones de computadoras, a una obsolescencia programada. Si hay un estudio 2.0, pronto debe emerger una versión 3.0; si esta se estanca, hay que acudir a una 4.0.
Foto: Picasa 2.0

En un texto de 1999, la arquitecta informática Darcy Dinucci estableció los fundamentos de la entonces emergente web 2.0: “será entendida no como pantallazos de texto y gráficas, sino como un mecanismo de transporte, el éter en el cual la interactividad ocurre”. Su profecía se cumplió en menos de dos décadas y celulares, televisores, relojes y hornos microondas instalaron a sus usuarios en ese espacio de comunicación desmaterializado. A su vez, estos vaticinios hicieron aparecer la etiqueta web 1.0 para denominar la forma anterior de la internet, y de paso convertir todos los programas basados en ella en material obsoleto, arqueológico, en una capa sepultada de una era geológica antigua.

El guiño de Dinucci fue la punta de lanza de un modelo de serialización que ha cobrado cada vez mayor relevancia a lo largo del siglo XXI. Con las etiquetas 2.0, 2G y similares, la industria contemporánea anuncia el progreso de los productos que lanza al mercado, a la vez que fomenta la mejora continua de modelos con propiedades superiores que se reflejan en dígitos más elevados. La serialización acostumbra al consumidor a aceptar que una nevera 2.0 es mejor a una 1.0 y que un celular 4G es menos avanzado que uno 5G. Estos números son tan poderosos que llegan a ser engañosos, al punto de servir para publicitar mejoras técnicas cuando en realidad se trata de formas burocráticas; tal es el caso enigmático de las “generaciones” de las concesiones viales colombianas, que se categorizan entre 1G y 4G, aunque lo único que las distingue son las formas de los contratos entre el Estado y las empresas privadas que las construyen y se lucran de ellas.

La retórica de la serialización es tan fuerte que hasta la academia llega a adoptarla como forma de mostrar currículos actualizados, sincronizados con el ritmo del mundo cambiante de hoy. Se agrega un 2.0 a los estudios, investigaciones y clases, posiblemente para evidenciar una sintonía entre las áreas académicas y las posibilidades de la internet: allí aparecen libros sobre Literatura 2.0 (“a partir de innovaciones en las que se combinan desde los referentes canónicos hasta la experimentación y la ciberliteratura, integrando (sic) la convencionalidad del texto literario con otras modalidades propias de la literatura 2.0”), revistas sobre Historia 2.0 (“un espacio en el cual poder poner a debate (sic) sus trabajos de investigación histórica, con pares académicos de cualquier parte del mundo”) y programas universitarios de Liderazgo 2.0 (“para desarrollar las habilidades de liderazgo y en negocios de la nueva generación de los visionarios profesionales de la industria”). Empero, la adición de ese número sugiere un enfrentamiento entre viejas y nuevas maneras de investigar o enseñar, entre prácticas académicas y pedagógicas 1.0 y 2.0; y al mismo tiempo plantea, sin necesidad de argumentar por qué, que las versiones más actuales son siempre mejores que las anteriores.

Por ejemplo, en una nota titulada “El peculiar éxito de los estudios culturales 2.0”, Eleanor Courtemanche sostiene que en la década de 1990 los estudios culturales eran “la mejor herramienta multifunción: era provocadora, interdisciplinaria, y podía criticarlo absolutamente todo, incluidas las condiciones de su propia producción en la universidad”. Afortunadamente, agrega, en años recientes los estudios culturales escaparon de su marco institucional original y florecieron fuera de la academia, en el seno de la web y la cultura pop. Courtemanche, profesora de literatura victoriana y pensamiento económico de la Universidad de Illinois, afirma que “los estudios culturales 1.0 comenzaban con lecturas matizadas de Benjamin y Foucault”, lugares comunes de académicos de antaño, todavía dedicados a la reflexión autónoma. Hoy por hoy, en cambio, gracias a la internet, cualquiera se puede servir de las herramientas críticas sin necesidad de invertir en “investigaciones y entrenamientos costosos”.

A manera de ejemplo, nombra el test Bechdel, una lista de chequeo que cualquier entusiasta puede utilizar para evaluar qué tan feminista es una narración (¿hay más de un personaje femenino?; ¿llevan nombre propio?; ¿tienen discusiones que no sean sobre hombres?). Según Courtemanche, la actual “omnipresencia de los estudios culturales 2.0” es una muestra irrefutable del “efecto transformador en la sociedad” que han tenido las investigaciones en humanidades. La superioridad de los estudios culturales 2.0 ya no se verifica en la coherencia del pensamiento, sino en sus efectos pragmáticos: no es casual, por eso, que las nuevas versiones de la academia insistan en que de lo que se trata es de poner a los sujetos en el lado correcto de la historia, que es el de la moda, la tecnología, la hiperconectividad y el lenguaje incluyente (véase).

Bajo el dominio de la serialización, la academia está condenada, como las generaciones de computadoras, a una obsolescencia programada. Si hay un estudio 2.0, pronto debe emerger una versión 3.0; si esta se estanca, hay que acudir a una 4.0. Indudablemente, esta expectativa de mejora continua y de innovación define, sin necesidad de definirlo realmente, lo que se entiende por mejores y peores maneras de adentrarse en una disciplina: las versiones anteriores se entienden como pasos necesarios para llegar al presente y a la vez como variantes que deben ser sustituidas y olvidadas cuanto antes.

A su vez, esta serialización somete a la universidad a un examen de conciencia permanente: ella parece obligada a disculparse por no estar al día, por no aceptar los continuos cambios de paradigma (véase), por no actualizarse lo suficientemente rápido para responder a las demandas del cambiante mundo de la producción, el mercado y el empleo. Esta sensación se traslada a otras instancias: la gobernanza corporativa 2.0, promovida por el profesor Guhan Subramanian de la universidad de Harvard (véase), “proporciona un paquete de soluciones para ciertos problemas candentes en el gobierno corporativo de hoy”; a su vez, el cuerpo 2.0, abordado por la investigadora austriaca Karin Harrasser, propone que “las intervenciones en y alrededor del cuerpo no se conciben ya como compensaciones que equilibran un déficit, sino como optimizaciones y mejoras deseables”. En esos casos, las disciplinas han sido sujetas a esta esclavizante búsqueda perpetua que, más que descubrimiento y satisfacción, tienen el tufo del fracaso porque siempre estarán varios pasos más atrás de una realidad en perpetuo cambio.

La serialización se suele presentar a sí misma como una forma de describir objetivamente el avance inevitable del mundo, y por eso se impone como una necesidad a la que todo debe someterse. En una nota, el canal de noticias India Today explica sin ambages “Por qué la industria 4.0 no puede existir sin la universidad 2.0”: se debe cerrar el creciente abismo entre las demandas del sistema de producción y lo que las universidades ofrecen hoy. Para lograrlo, las universidades tienen una doble responsabilidad: “Primero, sus estudiantes deben tener las habilidades duras y blandas para estar listos para el trabajo. Segundo, deben tener la actitud necesaria para convertirse en aprendices continuos”.

La “industria 4.0” de este artículo, la de la Cuarta Revolución Industrial y su imparable inteligencia artificial, requiere de nuevas formas de contratación: no reclama una clase trabajadora (véase) mejor preparada y más reflexiva, sino más dispuesta a adaptarse a lo que el mercado pida. Al mostrarse dos o tres escalones por encima de la vetusta universidad moderna, las demandas del mercado parecen más vivas, dinámicas, razonables y desarrolladas que el sistema educativo, anquilosado y estático. En estas condiciones, es la universidad la que se ha quedado atrás y no el mercado el que ha dado un paso más hacia la deshumanización; es la universidad la que debe considerar cómo cerrar la brecha entre lo que ella hace y lo que el mercado exige.

De este modo, la serialización de la academia, a la larga, no es más que una forma de someterse a las cambiantes demandas del mundo: serializar es la base retórica que justifica el quiebre total de la autonomía del pensamiento, que es la base indispensable del verdadero progreso. En el octavo círculo del Infierno de Dante se encuentran los fraudulentos; en una de sus fosas, los adivinos son condenados a caminar con el rostro vuelto sobre la espalda, con su mentón sobre su nuca. No pueden ver hacia adelante y sufren de tal manera que “el llanto de los ojos / les baña las nalgas por la raja”. La actividad educativa e intelectual es forzada por la serialización, por la imposibilidad de andar de otro modo. Como las lágrimas de los adivinos dantescos, los lamentos de la academia sometida a estas presiones terminan por disolverse entre sus excrementos. Sin necesidad de llamas ni demonios infernales, el pensamiento se condena a sí mismo a transitar por una senda única, ciega a las posibilidades que vería con claridad si tuviera su cabeza bien puesta.

* Magíster en Educación y literato de la Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del Semillero de investigación en Antintelectualismo académico (hernanmsanabria@gmail.com).

Por Hernán M. Sanabria * / Especial para El Espectador

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