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La ilusión del paraíso

La película ganadora de la Palma de Oro en Cannes, 'El árbol de la vida', dirigida por el enigmático Terrence Malick, se estrena este viernes en Colombia. Brad Pitt, Sean Penn y Jessica Chastain son parte del elenco protagónico.

Hugo Chaparro Valderrama
05 de enero de 2012 - 09:00 p. m.

Terrence Malick tiene la decencia del artista situado al margen de la grosera frivolidad de la fama. Evoca al granjero protagonizado por Sam Shepard en su segundo largometraje, Days of heaven (1978), aislado del mundo que representa una amenaza para su soledad. Durante la ceremonia de premiación del Festival de Cannes 2011, la Palma de Oro otorgada a su último largometraje, El árbol de la vida, la recibieron en su nombre los productores del filme. Ya era un hecho la polémica. Los caprichos del público estaban divididos entre el abucheo y los aplausos. ¿No ha sido siempre así cuando se presenta una obra que estremece las bases de la tradición y se convierte en expresión de la vanguardia?

La historia que se narra en El árbol de la vida es una suma de experiencias conocidas, que podrían resumirse como el nacimiento, el crecimiento, la plenitud y la muerte de un ser humano enfrentado a los dilemas familiares que representan un padre tiránico, una madre amorosa y el descubrimiento del mundo en compañía de sus hermanos. A la biografía de los personajes —sencillos, provincianos, religiosos—, Malick agrega el viaje imaginario de los siglos, plasmado en la pantalla con intenciones poéticas para describir el sentido de la vida relacionada con los orígenes del universo; como una consecuencia del tiempo, la naturaleza —el agua, los árboles, el aire— y de su continuidad —hay una línea directa que vincula a los dinosaurios con el hombre y su presente—. Es entonces cuando surge la pregunta sobre el Gran Misterio: ¿Dios existe o es apenas una fantasía que conforta la precariedad del ser humano? El misticismo de los personajes —entre la autohumillación ante el poder celestial y la esperanza en su misericordia— no les ofrece una respuesta distinta a la ilusión de soñar con esa fuerza que los guía o los hace fracasar en el transcurso de sus vidas.

La aventura de la existencia contada de nuevo con un matiz que distingue a Malick de sus antecesores: no sólo por la forma del relato —cada escena es la revelación de un instante que moldea la vida de los protagonistas y se presenta con el ritmo de un montaje en el que las visiones de la memoria aparecen con rapidez a la luz de los recuerdos—, sino también por la manera de filmar lo ya narrado, cerrando los planos sobre los personajes y sus rostros, en los que se contempla el paisaje de las emociones que conducen sus destinos; acercándonos a su intimidad como si fuéramos Dios observando el escenario donde actúan sus creaciones.

Las repeticiones temáticas pueden ser inevitables. Lo formal es inesperado. El árbol de la vida consigue variaciones que sólo pertenecen a Malick. La relación del suburbio en Texas donde crece la familia y la ciudad donde el muchacho de antaño es en el futuro un adulto distanciado de su pueblo, establece un cambio de color y arquitectura entre el pasado y el presente resuelto en términos visuales por su director de fotografía —el mexicano Emmanuel Lubezki— y por el trabajo en la edición de un equipo que consiguió el ritmo necesario para transmitir la intensidad del relato.

Y al final de todo, supuestamente, el paraíso… Una playa con todos los fantasmas reunidos. El nivel de intensidad religiosa de Malick es tan esencial como el de otro místico del cine, Carl Dreyer. Las preguntas que se hizo el director danés en Ordet (1955), acerca de la muerte, la fe y la resurrección, son las mismas que se hace Malick cincuenta años después de avances tecnológicos y experimentos formales, sin que la razón del misterio se haya transformado tanto como la necesidad de presentarlo con imágenes novedosas. Un misterio tan intrincado e irresoluble que ni siquiera el cine con su capacidad de invención lo alcanza a descifrar. Aún así, el ojo del espectador registra el cambio. Su inteligencia sobre el laberinto de lo sobrenatural decidirá al respecto. Sobre la gracia en la que insiste Malick al inicio de la película; una gracia que puede ser escurridiza en ciertos fragmentos de la biografía humana, pero no del todo imposible en otros momentos que celebren la existencia.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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