El Magazín Cultural

Jorge Villamizar: "Un buen artista necesita valor para lanzarse a las cosas"

Jorge Villamizar, vocalista y co fundador de Bacilos, agrupación colombiana, se considera un inmigrante. Su temprano traslado a Ecuador y los cambios posteriores de su vida, los resume en este recuento que hace parte de la serie Historias de vida.

Isabel López Giraldo
22 de octubre de 2019 - 08:59 p. m.
Jorge Villamizar nació en Monteria, el 14 de octubre de 1970. / Cortesía
Jorge Villamizar nació en Monteria, el 14 de octubre de 1970. / Cortesía

Soy cantautor de origen colombiano.

Aunque nací en Montería en 1970, no me considero un costeño propiamente dicho. Soy hijo de bogotana, María Teresa Iregui y payanés, mi papá, Jorge Villamizar, que a su vez es mezcla de payanesa y santandereano, así pues, que provengo de una cultura andina con influencia multicultural.

Mi abuelo paterno, Marco Antonio Villamizar, nació en Pamplona y siendo de origen humilde hizo una carrera militar muy brillante, vivió la época de Rojas Pinilla y tuvo una visión un poco fascista de la política del siglo XX, la de un Estado paternalista. Fue un general conservador y representante de Colombia ante Naciones Unidas. Pasé muchas horas escuchándolo hablar con mi abuela, Maru Cajiao, en su casa en Bogotá y en una finca cafetera que tenían en Zazaima, lo que me dio una visión muy especial de la Colombia que ellos vivieron, sembrando en mi un cúmulo de inquietudes a nivel intelectual y un aprecio por la milicia, por la política y por la historia a través de su visión de país y de sus experiencias personales. Él murió a sus 97 años en el 2003 y mi abuela de 96 en el 2007.

Mi abuelo materno, Álvaro Iregui, muy bogotano, de familia culta, fan de Alfonso López Michelsen con quien asistió al colegio, fue químico, científico, músico y compositor de música clásica. Entre sus composiciones se encuentra “El Guerrillero” (tema que no le gustaba mucho a mi abuelo paterno). Se casó con mi abuela, Alicia Piñeros, de familia de poetas y músicos, lo que hizo que esta casa fuera el polo opuesto de la paterna que era tan militar. Con ellos viajé mucho por Colombia.

Mi papá fue ingeniero agrónomo, trabajó en el Incora en proyectos agropecuarios en los 60 y 70 razón por la cual nací en Montería.

Mis primeros años estuvieron marcados por una vida muy familiar, con quince tíos, cualquier número de primos y amigos del Helvetia. Pero pronto se conjugaron dos factores complejos, el cáncer que padeció mi mamá y una oportunidad laboral de mi papá fuera de Colombia. Tengo primos que son grandes músicos como María Olga Piñeros, decana de canto de la Universidad Javeriana, Amós Piñeros, violinista que tuvo banda de heavy metal con violín, y tantos otros. Ellos son más músicos que yo, siempre estuvieron cerca y se reunían a hacer coros tocando tambores. Viví todo eso y me fascinó.

Fue así como mi hermano (año y medio menor), mi papá y yo, viajamos a Quito, solos en principio pues mi mamá se quedó con mi hermanito (ocho años menor) para alcanzarnos luego. En ese momento se rompió el orden de un mundo conocido que funcionaba muy bien y originó un nuevo estilo y plan de vida.

Estábamos todos acostumbrados al verde de Bogotá y llegamos a una ciudad árida. Mi mayor recuerdo infantil está en las canchas de fútbol que en Quito no contaban con césped, eran una polvareda con piedras amarillas por la tierra volcánica. Ahí jugábamos con gente que no conocíamos. Este fue uno de los lenguajes de mi infancia.

Llegamos a un país en bonanza petrolera, conservador, muy tradicional, con un tejido y una fibra social más cerrada que la nuestra. La gran población indígena de Ecuador le da un carácter diferente a su país que la gente tiende a menospreciar, pero después de mi experiencia allá, entendí que son gente muy civilizada, con unas reglas de honor que los hace pacíficos y amables, respetan sus tradiciones con sus platos y bebidas especiales, y también sus valores: por encima de todo la vida humana y la naturaleza.

Ecuador es un país muy lindo, con muchas actividades posibles cerca de Quito. Recuerdo que, cuando mi padre tenía tiempo disponible, nos lo dedicaba visitando volcanes y nevados. Estas salidas y los amigos que hicimos nos permitieron una adaptación más amable.

Estando allá tuve que entender situaciones que en el país no eran evidentes, como la diferenciación racial y social tan compleja en un momento en que Ecuador, como Venezuela, eran países receptores de colombianos que los buscaban como refugio.

Estudiamos en un colegio de diplomáticos muy grande, muy americano (una mezcla entre Nueva Granada y Anglo). Allí nos sentimos completamente perdidos pues veníamos de uno muy personalizado, cálido, en el que además se hablaba francés.

Poco a poco fuimos adaptándonos, descubriendo el sistema y su funcionamiento. Tuvimos una empleada del servicio indígena que, por ejemplo, cocinaba sopa de quinua con maní y leche, y eso para dos niños colombianos, de ocho y diez años, resultaba muy extraño (pues la quinua en los años ochenta no se conocía en Colombia ni en ningún lado, quizás en algún laboratorio alemán).

Por fortuna mi mamá regresó sana después de sus tratamientos y puso orden a nuestra vida hogareña porque es una verdadera líder y comprometida con su hogar, tomó ciertas decisiones que imprimieron cambios como la del colegio pues nos pasó a uno más pequeño que era judío (los judíos de esa época eran nietos de sobrevivientes de la segunda guerra mundial).

Alguna vez, quizás a mis doce años, me encontré a un amigo judío en un partido de tenis que me invitó al estadio. Esa fue una experiencia nueva y muy diferente a la que había tenido en Colombia. Recuerdo que la cafetería era un cuarto muy grande con piso de cemento en el que se ubicaban los indígenas con sus comidas típicas, una especie de counter con llapingachos y empanadas. Íbamos los miércoles en la tarde a ver partidos sin trascendencia y a comer tanto como podíamos.

En el mundo no había ni la tercera parte de los carros que hay hoy en día en las calles, quizás excepto en Londres y en Nueva York, así que fuimos unos niños que caminaron las calles sin importar la hora y nadie nos hacía nada. Luego apareció mi primera bicicleta en la que iba a un parque que recuerdo muy grande en el Quito Norte.

Al comienzo y durante el verano, viajábamos a Colombia sin falta, pero poco a poco eso fue cambiando porque comenzaron a surgir planes locales, quizás también porque fuimos consolidando nuestros lazos de amistad. En un momento dado los amigos de mis hermanos y los míos conformaron un solo grupo. Ahí comenzaron los primeros amores. Así fue como los vínculos se fortalecieron mientras que mis amigos en Colombia se fueron volviendo más distantes, igual pasó con el idioma francés que olvidé totalmente.

Cuando mi tío abuelo Joaquín Piñeros (gran músico y diplomático) nos visitaba en Quito, tocaba el piano, la guitarra y cantaba con nosotros. Él me enseñó la belleza de la composición, me hizo caer en cuenta y entender la belleza de las letras de los clásicos de la música Latinoamericana (joropo, ranchera, tango, folclor argentino, bolero y vallenato). Ahí fue cuando supe que yo quería ser compositor, debía tener doce o trece años.

A mi mamá la Bogotá de su generación siempre la relacionó con su guitarra, daba conciertos en la cárcel y hacía obras sociales en el Caquetá alrededor de su guitarra. Así que tomó la decisión de dar clases y montó su escuela en la casa. Todos los días y por un par de años vinieron niños que se convirtieron en mis amigos. Un día mi mamá me preguntó: ¿Y tú cuándo vas a aprender? Me enseñó cuando yo tenía doce años, a mis catorce ya había montado una banda con mis compañeros de colegio y a mis quince fuimos teloneros de Soda Stereo.

A través de contactos y por palanca de nuestro amigo Diego Pérez, fan de la banda y amante de la radio y el periodismo desde chiquito (hacía pegas telefónicas a las emisoras), el empresario que trajo a Soda Stereo aceptó que abriéramos el show. Claro que tuvimos problemas de sonido, no contábamos ninguna experiencia ni con un equipo de trabajo que nos defendiera.

De mi grupo solo yo me hice músico. Uno se hizo abogado, otro banquero, director de cine, economista y Diego se volvió columnista, ha escrito libros y es uno de mis mejores amigos.

Recuerdo que con mis amigos íbamos a la playa en el balde de una camioneta que se tardaba ocho horas en llegar. Durante el viaje nos deteníamos en las fruterías. Experimentamos una sensación de paz y tranquilidad que no había en Colombia, que en esos momentos vivía su revolución capitalista -y no socialista como en el resto de países- que democratizó el acceso al capital a sangre y fuego con un Pablo Escobar haciendo de las suyas.

Nosotros en Ecuador podíamos caminar en la noche después de una fiesta donde el mayor riesgo era encontrarse con algún grupo de muchachos que incitaran a peleas. Pero no pasaba mucho, era un ambiente muy sano el que vivíamos donde las drogas no fueron protagonistas. Yo solo fumé una vez marihuana con el hijo de un narco conocido y hasta civilizado: no agarraban a bala a quien los mirara feo.

Pero tanta tranquilidad podía resultar aburrida. Recuerdo que cuando visitaba a mis primos en Colombia, era una sola fiesta con una gran cantidad de mujeres divinas lo que me hizo sentir el deseo de volver. Y lo hice.

Una vez en Bogotá me quedé seis meses en casa de mis abuelos (paternos y maternos pues saltaba de donde los unos para donde los otros) y no hice nada distinto a leer para prepararme para el ICFES en el que obtuve 390 sobre 400. Estuve a dos puntos de ganarme una beca de Ecopetrol. Pero realmente yo nunca fui tan entusiasta para el estudio, en cambio mis dos hermanos sí, pues se ganaron el Premio Nacional de Física y de Matemáticas estando en Ecuador y se graduaron luego de Cornell.

También recuerdo que yo quería ser arquitecto. Consideraba que la arquitectura me permitía desplegar toda mi creatividad, pero mi papá se oponía pues para él no era un destino viable y soñaba con que yo fuera ingeniero como él, abogado o médico.

Como mi abuelo había sido general y como yo tenía esa visión romántica de la milicia, decidí que la Escuela Naval era la mejor opción que podía tener a mis dieciocho años con una conciencia distinta. Eran la edad y el lugar perfecto para organizarme y ganar tiempo.

Entrar a la Marina fue una experiencia muy intensa, yo venía de Ecuador de una vida muy protegida y si bien el recibimiento en la Escuela fue caluroso y amable, la sorpresa vino al día siguiente cuando a las cinco de la mañana me desperté y escuché por primera vez los gritos de las órdenes militares y los insultos al recluta, ese en el que te has convertido. Esa mañana fui a la ducha envuelto en una toalla y con calzoncillos debajo e hice fila delante de cien tipos que no conocía. A la semana siguiente todos teníamos la toalla colgada al hombro, sin más ropa y lavándonos los dientes mientras avanzábamos.

Si quería vivir mi país, en la Escuela lo tuve entero ante la oportunidad de compartir con gente de todas las regiones, el único problema era que no había colombianas y yo quería enamorarme.

Como nací en Montería me asignaron al grupo de los costeños. Me costó trabajo adaptarme a su tono de voz, a la gritería constante y a su sentido del humor: parecía que se iban a matar todo el tiempo. Me hacían apagar mi música y se imponía la salsa y el merengue que era lo que escuchaban en la costa para ese momento, no tanto el vallenato.

Sufrí un shock extremo, me deprimí, mi cuerpo se cerró, tuve problemas digestivos, enfermedades constantes de todo tipo. Sentí familiaridad porque era mi país, la Colombia que yo tenía en mí, pero se me señalaba como ecuatoriano, como extranjero, yo era el distinto y me preguntaba: ¿dónde calo aquí?

Durante los tres primeros meses en la milicia te rompen la voluntad y el libre albedrío, y te lavan el cerebro para que entiendas cómo funciona. Es un ejercicio psicológico ancestral que mediante la presión y la agresión convierte los jóvenes a la obediencia. Y eso que la Naval es un hotel de lujo al lado de lo que vive un recluta normal prestando su servicio militar regular. Yo no tenía que ir a la guerra porque Colombia estaba en medio de una civil, lo que pasa es que los sapos no se dan cuenta de la temperatura del agua cuando están metidos dentro de ella.

Como mi abuelo estaba vivo yo debía responderle y hacerlo bien en su honor. Entonces decidí asumirlo y durante ese año retomé la lectura y me concentré en el estudio. Leí tantos libros, especialmente de Tom Clancy, de aventuras militares y navales, que me permitieron estar al día en la tecnología de punta. Esta disciplina me hizo muy buen estudiante, fue además mi único escape a la depresión y a esa sensación que me generaba el encierro, la de sentirme preso.

Ayudé a mis compañeros en matemáticas y cálculo, y no precisamente por altruista, pero fue así como me gané el respeto de todos, además, ayudar es una forma magnífica de estudiar lo que se reflejó en mis notas (9.9 sobre 10). Este resultado me dio una antigüedad, una posición dentro de mi batallón, de mi compañía, y un estatus militar.

 Mi abuelo en su estado senil pensó que me había ganado la medalla de Caldas, pero logré lo que pude. Si bien al inicio nos vimos influidos por el regionalismo, luego nos reconocimos como seres humanos más allá del acento y las costumbres. Al final logré adaptarme y entender a los costeños y esta experiencia me preparó para otra etapa muy importante de mi vida:  cuando compartí con músicos cubanos, puertorriqueños y dominicanos, los de la cultura caribeña, que se convirtieron en mis amigos.

 Recuerdo que los fines de semana podía salir de uniforme blanco, el de la conquista, pero yo no lo hacía, no quería hacerlo. Caminaba reflexionando, no me sentía cómodo siendo un militar, no estaba en mi piel salir y conquistar: me parecía una farsa. Preferí siempre irme directo a la casa de una amiga de mi mamá, comprar un litro de leche, un par de bananos y hacer batido con avena, que acompañado con huevos revueltos y un sanduche, me permitían dormir tres días seguidos.

 He sido extremadamente tímido con las mujeres, siempre lo fui, para mí ese vacile es muy raro. En Ecuador se vive a 33 rpm y en Colombia a 45. Aquí hay muchas mujeres guapas, lindas, por lo tanto, en el país la belleza no es intimidante, pero para mí sí. Recuerdo que una noche me encontré con la hermana de un amigo, muy linda ella, una libanesa-cartagenera que me echó los perros y yo pensé que me estaba tomando del pelo mal. Estaba tan cerrado que no la entendí.

En la Escuela empecé a escribir canciones con un aire interesante y cantaba con la guitarra pese a que había mejores músicos. Como interpretaba cosas sui generis me acerqué a otra gente. Por ejemplo, los temas argentinos con los cachacos (los andinos tenemos esa honda que cala muy bien con esa cultura).

Es curioso cómo en ocasiones tengo pesadillas en las que doy parte de retorno a la Escuela y que me obliga regresar. Siempre conté los días para irme, hice siempre la fila (el ejercicio que exige el batallón). La milicia es una institución ancestral, absolutamente necesaria, pero con la que yo no me identifiqué. Curiosamente me dio guayabo irme, ya me imaginaba al mando de una patrullera fluvial enfrentando a las guerrillas en Arauca. Pero no pasó, había cosas más divertidas que hacer.

El año 89 debe ser uno de los más terribles de la historia de Colombia. Bajo el gobierno de Barco habían matado a Luis Carlos Galán y Pablo Escobar estaba en pleno apogeo. Y para ese momento yo quería estudiar en Los Andes, una universidad magnífica, además bellísima, en la que habían estudiado mis tíos. Moría por estar en el país, por vivir la vida universitaria en Bogotá que es espectacular y muy enriquecida, pero para mis papás no era opción que me quedara en Colombia y me dijeron: “Escoge lo que sea, lo que quieras, donde quieras”.

Ellos, sin tener mucho dinero me dieron la oportunidad, así que elegí Londres. Llamé a un amigo que estudiaba allá en una universidad americana en Europa. Él me recomendó que aplicara a Richmond College, y fue ahí donde empecé a escribir, a crear mi concepto del arte, del que quería para mí.

Estando en Colombia hubiera sido contemporáneo de Juan Gabriel Turbay, de Andrés Cepeda y de mi primo Amós Piñeros. Todos ellos me hubieran conectado con ese mundo bogotano, pero me lo perdí. La vida me dio una vuelta y no logré entrar ahí.

Fueron dos años y medio disfrutando la mejor época de mi vida, hice amigos de todos lados y estudié Ciencia Política, algo que me apasionaba. Como necesitaba plata para complementar la mesada que me mandaban mis papás, me volví camarero de desayunos en el restaurante del hotel que quedaba al lado de la universidad, así pues, que me levantaba a las cinco de la mañana a ponerme corbatín. Y al mismo tiempo en ese hotel interpretaba mis canciones en la guitarra. Eso les encantó a españoles y a turcos, que armaban grupos y me rodeaban.

Algún día un amigo me invitó a Grecia, entonces empaqué mi guitarra. Hice una parada en Italia donde unos parientes, me subí a un ferri y cuando menos pensé estaba rodeado de rubias que me hicieron calle de honor, a mí, al hombre más genérico de América Latina. En ese viaje descubrí el sexo. Todas las mujeres me hicieron invitaciones y yo no podía creerlo, no lo entendía. Disfruté veinte días con una novia, viviendo sin preocuparme, sin culpas, despojado de las taras latinas. Este fue el paraíso.

Cuando regresé muy feliz a Londres, me di cuenta de que un amigo italiano me había robado. No tenía nada qué hacer, estaba lejos de casa, con mi guitarra, con mi back pack y el número de Diego escrito en un papelito. Pero su casa estaba llena, su hermano acababa de tener bebé, otro amigo también se hospedaba ahí, así que me dijo: “Te puedes quedar en mi casa, aunque muy incómodo, y obviamente no te puedo alimentar”.

Yo ya había agotado el recurso de pedirle a mis papás así que me fui a la calle con mi guitarra y comencé a tocar.

Pensé que esas dos semanas en Grecia habían sido lo más divertido de la vida, pero solo porque no sabía lo que venía. El resto del verano, mientras esperaba a que abrieran los dormitorios de la universidad, descubrí otra fantasía, la libertad real, era como un velero, no necesitaba gasolina, me podía mover, iba a sitios y se abrían puertas. Tenía una llave maestra increíble: mi guitarra y, además, llevaba la marca Colombia, una marca subversiva, exótica. Yo andaba con todos los hippies callejeros, iba a fiestas, la pasé muy bien, hice plata y me di cuenta de que podía vivir con eso. Al retomar la universidad ni loco iba a volver a ser camarero, pues con una hora de guitarra ganaba lo mismo que en una semana en el hotel. Compré mi equipo y comencé a tocar en un restaurante español que se llenaba a reventar. Al mismo tiempo llegó a mi vida mi primer amor, al que le compuse Tabaco y Chanel.

El siguiente verano no viajé, sino que me dediqué a tocar en restaurantes hospedándome en el apartamento de una amiga. Conocí otros músicos y empecé a conectarme con mi sonido. Yo quería ser más colombiano, pero no me salía, yo no era Silvestre Dongón cantando vallenatos, era un híbrido extraño de influencias.

Al cabo de dos años sentí que debía irme de Londres, que era una caja de cristal. Quería estar con los latinos y hacer música para mi gente y no para turistas, no quería ser un loro exótico sino un músico de verdad.

Soy un inmigrante que sueña con su lugar de retiro en su país y me he dedicado a materializarlo pese a haber hecho mi vida en otro lado, por eso construí mi casa en La Candelaria. Pero como mis padres en ese momento estaban comenzando un negocio de flores en Miami, me invitaron a que fuera a ayudarles y así lo hice.

Mi tutor de la universidad consideró un gran error el que no quisiera estudiar formalmente, pero yo tenía muy claro lo que quería. Supe que mi guitarra hablaba por mí y me ayudaba a contrarrestar mi timidez, como ya había escrito Tabaco y Chanel y sabía que era una canción importante, una canción de verdad, como ya me había probado a mí mismo y estaba escribiendo, no me asusté. Como me tomaría mucho tiempo validar Ciencia Política, entonces me sugirió estudiar Administración de Empresas y Marketing. Asistí a unas clases que no tenían que ver nada conmigo como finanzas, economía y contabilidad, me gradué y le cumplí a mis papás. En ese transcurso monté una banda gringa (traduciendo mis canciones), pero yo quería tocar música latina para latinos. Me siguió el baterista, José Javier Freire, el famoso JJ, un puertorriqueño con quien conformé Bacilos. Decidí vivir con músicos y no con los compañeros de universidad. Pasaron años madurando la idea, buscamos un bajista y otro guitarrista. Llegó André, brasileño, un poco menor a nosotros, no solo muy buen bajista que leía partituras sino muy guapo, por lo que arrastraba hordas de brasileñas.

Cuando una banda logra establecerse en una ciudad adquiere un carácter único. Esta es una época de la vida de un artista que no se compara con nada y que compite fuerte y con gran ventaja con el artista prefabricado, producido y lanzado a punta de imagen. Ese artista se pierde de algo muy bueno, de formarse en su estado natural, joven, muy libre, sin guiones y bohemio. Este logro en Miami, una ciudad que es de todos, tiene su mérito en especial cuando se obtiene con una banda de la que hacen parte un brasileño, un puertorriqueño y un colombiano, y con público de todas las nacionalidades.

Pero a uno no todo en la vida le sonríe y lo que parecía sería nuestra oportunidad de darnos a conocer, nos acabó por cuatro años. Por un tema generacional, los hijos de Ricardo Montaner venían a nuestros toques y él empezó a asistir también. En algún momento decidió crear un sello discográfico y me convenció, prometiéndome cualquier cantidad de cosas, de que firmara. Lo hice en contra de mis amigos y de los abogados. Cuando llegó la hora de cumplir, no lo hizo. Este fue un contrato muy leonino, en bolívares, firmado en Caracas y toda la relación laboral estaba llena de pequeñas idioteces corruptas que lo hacían imposible. Le pedí que nos diera un número a cambio de nuestra libertad, pero no quiso, coartándonos y limitándonos, cuando lo que teníamos era alas, juventud y deseos de hacer. En ese tiempo surgió Shakira, se consolidó Carlos Vives con La Provincia y la Gota Fría. Nosotros los tuvimos que ver desde la “cárcel” porque no podíamos hacer nada. En la misma situación estaban Servando y Florentino, Guaco y, por supuesto, nosotros, Bacilos. Éramos bandas importantes que pasamos años de titubeos. Él pudo dejarnos ir y reconocer el daño que nos estaba haciendo, pero con esto nos obligó a retirarnos de la música.

Fue ahí cuando conocí a mi esposa, Sandra, una paisa que me hizo ver que debería superar la situación y me animó a comenzar de nuevo. A mis padres les surgió la opción de abrir una librería en Ecuador y sus amigos, por ayudarme, me empezaron a comprar libros así que nos fuimos para Quito. Nació Mr. Books (hoy la librería más grande de Ecuador) de la que vivimos casi dos años al mismo tiempo que gestionábamos con abogados la salida del contrato con Montaner. Pero también, en ese entretanto, murió mi abuelo. Jamás olvido sus palabras cuando me dijo: “No te dejes desviar, tú tienes que ser músico porque si vas a ser pobre lo serás, si vas a ser rico pues también, la diferencia está en quien sabe administrar los recursos”. Su muerte me animó a hablar con la gente de mi editorial y pedirle que me ayudaran con la residencia americana.

Regresé a Miami y decidí que sería compositor dado que no podía ser artista. Inmediatamente Bacilos volvió a tocar en bares, ahora éramos mucho mejores y estábamos más maduros, y en medio de esto ocurrió un milagro: el manager de Ricardo logró liberarnos del contrato. Rápidamente firmamos con Warner que llegó a nosotros, pues éramos la noche latina más divertida en la vida de Miami y había que ir a ver a Bacilos. Nosotros no queríamos ir más lejos, no imaginábamos lo que venía, estábamos muy contentos con lo que hacíamos, éramos una banda local establecida y con éxito, convocábamos a trescientas o cuatrocientas personas cada noche.

No había nada como Bacilos en América Latina en ese momento. Tocábamos en el Marlin en South Beach, cuando fue a vernos Jorge Luis Piloto para firmarnos. Pero no solo fue él, sino todos los sellos discográficos, al final del día fuimos nosotros quienes escogimos con quién irnos.  Jorge Luis Piloto es una persona muy importante en mi historia porque con él compuse, años después, Yo no sé Mañana.

Cuando llegué a Miami de Londres, ya había grabado un demo en Ecuador de Tabaco y Chanel y Ricardo Edito, el mejor productor cubano de Miami de la época, la escuchó y le encantó. Me llamó a decirme: “Tú vas a ser una estrella y yo te voy a producir tu primer disco, solo necesito que vayas a una reunión a Sony para que te firmen”. Cuando llegué a Sony, Jorge Luis Piloto me recibió, pero al verme me dijo: “Tú no eres un artista, tienes pinta de parqueador de carros, eres demasiado pueblo y aquí hay que ser lindo”. En ese momento yo era otro Jorge, me molesté, pero no perdí el tiempo, me concentré en hacer mi banda con la que toqué en vivo por años, creé mi propio sonido. Nosotros hemos ido seleccionando lo que se adapta a Bacilos. Piloto y yo somos muy amigos y, en su momento, él tenía toda la razón y no lo culpo. Hasta la era del reggaetón, los artistas para internacionalizarse tenían que ser lindos y blancos. Si se iba a invertir plata en alguien debía cumplir con el prototipo, debía ser alguien más europeo.

 Mi experiencia de vida en Ecuador me enseñó y me dio el carácter para asumirlo, si bien yo no soy indígena tampoco soy sueco y dentro de la tara psicológica latinoamericana yo no cabía. Entendí que muchas veces las niñas no se fijan en los hombres por ser guapos sino por ser blancos. Claro que yo nunca puse de mi parte porque vi esa batalla perdida, no fui al gimnasio, nunca me preocupó cómo me vestía y además tomaba como loco. A mis treinta y dos años, en mi apogeo artístico, yo estaba vuelto nada. En el fondo pensaba que no tenía sentido cambiar porque no era el estándar de la belleza de esa industria y mis prioridades eran cómo pagar la renta, las cuentas y cómo escribir una gran canción. Nos amargamos un poco, fue frustrante y se nos metió el agua en el barco porque lo fundamental realmente estaba bien, no había porqué preocuparse. La verdadera situación adversa estaba relacionada con la ambición, con el deseo de entrar en competencia con los demás artistas. Es duro dejar la inocencia del que apenas comienza, la de los años de la banda en el bar. Eran épocas diferentes de la música latinoamericana. En la actualidad, los artistas urbanos son valorados mucho más por su talento y su producto que por su apariencia, están influidos de manera potente por la cultura popular puertorriqueña, que a su vez está influenciada por la afroamericana, por la cárcel, por el malandraje y por la calle.

Al momento de la firma del contrato y, por mucho tiempo, la Warner no sabía en qué género catalogarnos, no se sabía qué éramos, quizás unos latinos con sonido extraño en Estados Unidos. Al principio no hicieron nada, pues con artistas como Chayanne, Luis Miguel, Cristian Castro, Ricky Martin, Juanes o Shakira (que se acababa de pintar el pelo de rubio), nosotros éramos los raros. De repente, la música sola, sin ayuda, comenzó a funcionar. Primero ocurrió en España, luego en Chile y finalmente en Colombia, donde fue la explosión y el hecho de que yo fuese colombiano ayudó muchísimo. Así fue como el resto de los países se empezaron a referir a nosotros como los “Colombianos de Bacilos”. Nos dieron identidad y nos metieron en el círculo colombiano, lo que no es real del todo pues no veníamos de la calle de mi país, no teníamos una conexión con un grupo de seguidores locales, pero claramente sí es mi origen que conecta con una música muy nuestra.

Poco después firmamos con el manager de Sanz que nos invitó a cantar en su concierto en El Campín en Bogotá. A raíz de eso nos invitaron a hacer una gira por España. Todo esto que empezaba a ocurrir estuvo siempre fuera de nuestras expectativas, porque nosotros le apostamos siempre a ser una banda local. Varios productores hicieron parte de nuestro segundo disco. Por ahí pasó Juan Vicente Zambrano de Cali, pero quien finalmente hizo la producción fue Luis Fernando Ochoa, el famoso productor de Shakira. Mi Primer Millón lo produjo Sergio George, el más importante de la salsa. Tabaco y Chanel lo hicimos sin productor y Warner la relanzó.

En ese disco contamos con dos monstruos de la producción lo que nos convirtieron en artistas internacionales. Pero nosotros nos seguimos viendo subversivos, somos los que no cabemos en ninguna parte y cargamos con el lastre de la experiencia vivida con Ricardo Montaner, de la primera firma no lograda con Sony, de estar adelantados en el pop tropical. Carlos Vives estaba haciendo una música casi folclórica, sus canciones eran cantos tradicionales llevados al terreno de lo moderno, en cambio, Tabaco y Chanel es una canción que la pudo haber escrito un italiano, es música pop vestida de sombrero volteado y camisa blanca porque esa era un poco la idea de Bacilos. La prensa mexicana, argentina y colombiana, tampoco sabía qué éramos. Colombia estaba cambiando porque poco a poco se convirtió en una potencia musical, en un mercado muy importante, pero no en esa época. En el país entendieron nuestro proyecto y nuestra música porque, así como Tabaco y Chanel se oye en una emisora de música popular cuando vas en un taxi, Caraluna en una graduación en un algún colegio de Bogotá. Mis canciones tienen ese ADN que me pertenece. En México, al comienzo, nos veían como tropicales, el pueblo nos adoraba, pero la prensa no nos entendía. Nos dieron premios sin que encajáramos y nos pedían versiones más rockeras, más pop. Pero con los años la música se fue estableciendo solita y al comienzo resultamos muy exóticos. Fue una época increíble y para mí muy especial, fue conectar de nuevo, conocer las ciudades de mi patria y algo fundamental, sentir que mi abuela se sentía feliz y orgullosa.

Pasaron los años y el cuento se me subió a la cabeza, me puse muy necio, mi matrimonio se cayó, lo arruiné completamente. Después vino una época de mucho desorden mental, mucho desenfoque, acabé Bacilos e hice tres discos por mi cuenta. Traté de vivir en Colombia, compré una casa en La Candelaria, la restauré y a medio terminar intenté vivir en ella, pero resultaba fría e incómoda. No me ubiqué y no sabía qué hacer musicalmente, no sabía a qué palo arrimarme ni con quién trabajar. Me di cuenta de que yo musicalmente me había hecho en Miami y comprendía mejor un ambiente multinacional, las ideas de sonido y musicales. Allá tenía amigos colombianos como Andrés Castro y Luis Fer. Supe entonces que tenía que irme, de otra forma me iba a volver loco y estaba perdiendo el tiempo. Entonces vino el disco con Alex Ubago con Lena Burke. Y me hice padre, pues para ese momento nacía mi hijo con una venezolana libanesa. Poco después tuve otro con una americana. Este fue un golpe de realidad, ahí sí fue absolutamente claro para mí que debía poner orden en mi vida y acabar con la bohemia.

Mis hijos fueron fundamentales en mi decisión de volver a darle vida a Bacilos.

La seriedad que lo habitó en la adolescencia, la que lo hizo navegar en libros, se apartó por unos años…

 Así fue. Viví mi adolescencia en la época equivocada. Me desahogué en mal momento.

 ¿Cómo lo recibieron sus socios de Bacilos?

Ellos siempre estuvieron ahí. André estuvo esperando el regreso, aunque se había ido a vivir a Brasil para atender sus empresas familiares y Jota estaba en su casa en Miami y había vuelto a Telemundo. Ellos siempre estuvieron dispuestos pues nunca nos peleamos, nunca nos hicimos daño, no nos estafamos ni fuimos desleales. Pero nos sentíamos fatigados y con problemas estructurales. Tal vez, si yo hubiera estado un poco más estable, la historia sería distinta.

 ¿Cómo ha sido retomar?

Tuve diez años para hacer lo que quise, para experimentar, pero también para darme cuenta de que yo trabajo mejor en equipo, a mí me sirve tener socios, me gusta la compañía de la gente y la exigencia que generan las expectativas de todos. Encuentro que es necesario hacer acuerdos permanentes para cumplir metas. Cuando acabé con Bacilos también perdí a Sandra, que era mi paisa, mi polo tierra, la que me trazaba metas, objetivos, la que me hacía madrugar a trabajar. De repente ya no tuve eso. A mí me funciona el engranaje, no estoy seguro de ser un gestor autónomo.

¿Qué hizo musicalmente en ese entretanto?

Tres discos sin Bacilos. Compuse canciones para otra gente como Limón y Sal de Julieta Venegas y Yo No Sé Mañana de Luis Enrique. En Colombia hice el disco Jorge Villamizar con Richard Blair, Goyo de Chocquibtown, Chucho Merchan y Teto Ocampo. Armé un equipo de estrellas para hacer un disco muy exótico, muy extraño, de sonido muy raro y con canciones fantásticas. Aunque no se vendió mucho, pues el momento tampoco ayudó y fue mal recibido, pero yo lo quería hacer y creo que un buen artista necesita valor para lanzarse a las cosas.

Después hice otro con Alex, Jorge y Lena Burke, con el que nos ganamos un Grammy, otro con Sergio George que considero un lujo y fue el fin de una etapa con cierto tipo de producción musical. 

Preguntas basadas en canciones:

“¿Dime qué sientes” en este recorrido de vida?

Este auto análisis lo hago de vez en cuando y las emociones se mueven dependiendo de mi estado de ánimo. He aprendido a aceptarme como soy y a no castigarme tanto como antes, a aceptar mis errores y mis defectos, entonces siento tranquilidad, aunque un poco de soledad. Me emociona el que mis canciones y mi obra conecten con mi pueblo latinoamericano. Me ocurrió que cuando estaba caminando por Chiloé dos artesanos me regalan esta manilla. Se trata de un sitio mágico, súper extraño en el mundo, pero ahí está mi música.

La canción habla de búsquedas ¿Cuáles son sus búsquedas ahora? ¿Alguna imposible?

Mi búsqueda en este momento es interna, es de aceptación y de auto conocimiento. En mi rol de padre tengo que estar genuinamente bien para poder transmitirle energía positiva a mis hijos y para que el tiempo que comparta con ellos sea de calidad. Obviamente quiero que mi negocio funcione porque cuando las cosas económicamente están mal el estrés que se genera complica todo. Lo que más quiero en este momento es lograr un balance.

¿Qué será de usted mañana?

 Mañana voy a Miami a grabar durante tres días y luego a Ecuador a bautizar a mi hijo. El largo plazo depende del mundo. Me he dado cuenta de que con la edad viene la amargura (cuando no se acepta lo que fuiste). Cuando eres joven tienes la esperanza de que vas a cambiar, de que te vas a volver rico, de que vas a conquistar a quien quieres. Pero con la edad se es consciente de que muchas de esas cosas no van a pasar y uno se tiene que volver observador de un mundo del que no se está participando tanto.

 Por lo mismo espero seguir siendo una persona con sueños, planes y proyectos, con amor, con cariño y romance.

 ¿Qué lo hace bacilar?

 Me hace bacilar la noche, que me encanta. No salgo mucho, pero la disfruto.

 ¿Se ha dejado vencer alguna vez?

 Sí, seguramente. Me he alejado de relaciones que me hacían daño porque es claro que uno no puede cambiar a la gente.

 ¿Cuál es el precio más alto que ha pagado en la búsqueda de sus sueños?

La cotidianidad. Yo no existo para mucha gente. Todos los fines de semana estoy en un avión yendo a algún lado, entonces no puedo asistir cuando me invitan mis amigos a sus cumpleaños, o no puedo tomar la disciplina del yoga que me parece fantástica para envejecer, tampoco puedo estar en el partido de fútbol de mis hijos los sábados. Por estar viajando no pude retener a la mamá de mi hijo en Miami porque cómo le voy a pedir que viva en una ciudad donde yo no estoy casi nunca. Pero también el desarraigo. No tengo esa raíz porque soy y he sido un inmigrante.

 ¿Dónde están sus demonios y cómo se manifiestan?

Están dentro de mí y se manifiestan con la debilidad y con la pereza, quizás con la envidia.

 ¿Qué es muy especial para usted? ¿Algo que valore enormemente?

 Mi conexión con mis hijos, la que estoy descubriendo pues están en una edad donde el papá ya es más protagonista en sus vidas.

Al final se va convirtiendo en un animal, dice la canción. ¿En qué animal se ha ido convirtiendo? 

Es una canción que habla de envejecer y de perder las ganas de ser un individuo transformador de las cosas, que se resigna a que el mundo está acabado y él está sentado en una piedra. Esa es una verdad, es la cruel realidad, la de que cuando eres joven crees que vas a cambiar algo y cuando eres viejo te convences de que no vas a cambiar nada.

Quizás me he ido convirtiendo en un búho que tiene que vivir de su inteligencia por observador, por ser el símbolo de la sabiduría y esta es la ambición más grande que viene con los años. O tal vez un perro por su nobleza, es amigo sin ser fiera.

 ¿Qué incineraría en su fogata personal?

 Me da miedo responder eso. No sé. Quemaría a los demagogos.

 ¿Dónde están sus miedos?

 En gran parte están relacionados con los demagogos. Claros ejemplos los vemos en Cuba y en Venezuela. Es que vivir en un puerto como Miami te hace reflexionar sobre su situación y ahora los colombianos estamos viendo, por primera vez, refugiados de algún lado que no sean los nuestros. Además, vivo en Estados Unidos con Donald Trump, un país destruyéndose, y al frente un líder con más ego todavía. Esto me puede afectar a mí y a mis hijos.

 ¿Le queda grande el corazón?

Sí, cuando me enamoro toma control de todo y se sale de su espacio respectivo.

¿Qué tiene frente a su camino?

 Aceptar la vejez. Hay que digerirla poco a poco. Manejo mi dosis de conciencia en un trabajo espiritual.

 ¿Le cuesta sonreír?

Claro, con José Gaviria. Otra canción que hice cuando no estaba en Bacilos. Debería grabarla. No me cuesta, me río, pero me cuesta llorar. Mi hijo chiquito me dice: “Llorar es tan rico”.

 ¿Qué le arranca lágrimas?

 El sufrimiento animal me llega muy profundamente y me hace llorar, y las películas que veo cuando voy en los aviones.

 ¿Qué le genera sospecha?

El exceso de optimismo: la herramienta de trabajo del demagogo, y el uso del odio y la venganza, sentimientos de los que también se sirven para sus objetivos.

¿Cree en finales felices?

Sí…

No parece muy convencido.

Es que en ocasiones pienso que el final no existe, no hay un final feliz porque después de este pasa algo. El final es la muerte, pero ante cada cosa sigue la vida. Si la felicidad es que te quedas con la novia que te gusta, pues cuidado, porque resulta que después descubres que es celosa, que ronca o cualquier cantidad de cosas. No se sabe.

 ¿Qué es la felicidad y dónde se halla la suya?

La felicidad de la que habla esa canción es producida por las endorfinas del amor, es casi narcótica y te vuelve optimista, te hace querer crear un espacio donde esa sensación sobreviva. Depende del tipo de amor del que se trate: puede ser muy positivo y tú entonces creas un mundo donde pueda durar lo máximo.

Felicidad es no enredarte la vida, sonreír y no pensar demasiado en los problemas. Es un estado.

 ¿Qué caminos quisiera volver a recorrer y cuáles por nada del mundo?

Siempre uno quisiera volverse a enamorar porque el camino del amor es fantástico. Los malos finales de las relaciones complejas son una cosa brutal, la depresión que genera el desamor es absurda. Esa sensación de tener el corazón roto es algo que perturba, aunque en mi negocio, irónicamente, puede ser rentable, pero es algo que no provoca.

 Claro que hace parte de la industria del entretenimiento, pero ¿para usted es un negocio o un estilo de vida?

Sí es un trabajo, es un negocio, una industria con colegas, con horarios, con esas exigencias.

 ¿Dónde está su libertad?

Puedo estar en un escenario o estar sentado en un avión, eso me genera una sensación extraña de libertad, siento algo especial.

 ¿Se siente preparado para afrontar dificultades que lo obliguen a levantarse nuevamente de las cenizas?

 Guerras Perdidas es una canción que habla de la infidelidad, de la sensación de enamoramiento de alguien que estuvo en una relación, pero que haga lo que haga, perdió.  De que algo se va a romper y ese alguien tendrá que pagar de una manera u otra.

 ¿Y su capacidad de resiliencia?

Sí, surjo fuerte. Aquí sigo como mi música, pues no soy un niño y en esta industria no hay mucha gente de mi edad. Seguimos subiéndonos al escenario y haciendo un show sólido en contra de los presagios de tantos que nos han dado por muertos.

Es claro que no hay finales definitivos, no sabemos si la muerte es uno de ellos, pero ¿de qué color es su final?

 Morado, porque no es ni azul ni negro.

 ¿De qué color es?

 Me gusta el rojo, el negro, el azul. Son mis favoritos.

¿Es la vida un segundo?

 La canción habla de cómo en un segundo todo cambia, todos los planes cambian. Yo no siento que mi vida haya sido un segundo, pero sí va muy rápido, es impresionante, entre más tiempo pasa más rápido va.

¿Del cielo a dónde?

 A la decepción.

Por Isabel López Giraldo

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar