Mi educación literaria se ha hecho en las bibliotecas públicas, porque en mi casa no tenían un solo libro, mi madre era analfabeta. Nada apuntaba a que yo pudiera tener la trayectoria que he tenido. Escribí una novela a los 25, y luego nada más hasta que, pasados los 50 años, perdí mi trabajo de periodista en el Diário de Noticias y decidí que era el momento de consagrarme a la escritura. Cuando me preguntan por qué pasé tantos años sin escribir, respondo sinceramente que no tenía nada que decir.
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“La Declaración de los Derechos Humanos no se cumple, es papel mojado. A pesar de eso, no existe un movimiento internacional capaz de oponerse a los intereses poco claros de nuestros gobiernos. No creo en eso de dejar el peso del cambio a los jóvenes, educados como están en un hedonismo irresponsable. El trabajo de hoy debemos empezarlo hoy. Hay que pensar en los derechos humanos, exigir que se cumplan, lo dije hace diez años en Estocolmo, en mi discurso del Nobel, muy criticado porque me dijeron que aquel no era el lugar, pero le confesaré que, al volver a mi asiento, la misma reina de Suecia me susurró: ‘Alguien tenía que decirlo’”.
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Saramago conoció al médico que atendió a Pessoa al final de su vida, “y me contó que, cuando la familia lo acompañaba a su habitación, le decía: ‘Entre, entre, doctor, aquí está ese inútil’. A la familia no le gusta que se diga, pero así fue. Como no era banquero ni capitalista, era un inútil”, dice antes de chasquear y negar reprobatoriamente con la cabeza. Frente a la tumba del poeta, en el monasterio manuelino de los Jerónimos, Saramago vuelve a leer esa oda, da unos golpecitos a la lápida, como si le pudiera contestar alguien, mantiene una cariñosa conversación con los restos del poeta y nos dice, con cierta solemnidad: “¡Aquí está Pessoa, señores!”