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Kat Joy (Cuentos de sábado en la tarde)

El sueño hipervigilante y quisquilloso del confinamiento se quebró con lo que parecían arañazos de uñas en un vidrio, un chirrido capaz de tumbar dientes, de tiza con tablero, ultrasónico.

Ignacio Zuleta Ll
20 de junio de 2020 - 10:03 p. m.
Kat Joy (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Archivo particular

 ¿El enemigo? David se incorporó del sudoroso duermevela con su usual jadeo sibilante y con los rayos de la luna vio que el reloj marcaba las 4:42 en esa madrugada de la peste. Repasó medio sonámbulo si había cerrado todas las ventanas del apartamento y la entrada de ese balcón simbólico, mezquino, en el que a duras penas cabía la matera mediana con un cactus de aire mustio y un capullo. El voladizo en ese piso quinto cumpliría su papel llegado el día; tenía vista a los cipreses que custodiaban los  mausoleos grises del cementerio colindante y a lo lejos, en la transparencia de un aire sin partículas, a las chimeneas industriales extinguidas y hoy —si aún significara algo esa palabra— transformadas en unos minaretes incautados por buitres avizores.

Los rasguños cesaron por un rato. David se alivió, se sacó de la boca la placa de proteger la dentadura del rechinar nocturno, que usaba sin convicción alguna por un hábito; y cuando estaba empacando hacia un lado las plumas de la almohada entre la funda percudida, para tratar de darle la altura favorita, recordó que el tragaluz encima de la puerta principal consistía en dos paneles de vidrios corredizos imposibles de clausurar debidamente. Aguzó de nuevo el sentido del oído exacerbado por el silencio de las calles sin motores, su corazón hipocondríaco haciendo más estruendo que la nevera vieja, y “allá” efectivamente la fricción en los vidrios continuaba. Sacó de su nochero las gotas de ketamina que quedaban, rezago de cuando caparon a Zizek y se dosificó los remanentes . 

David era un treintón pragmático, más o menos valiente, así que decidió no especular si sería un animal de los que ahora merodeaban por las calles o un famélico asaltador de apartamentos condenado a la pena de muerte paulatina por esas fascinantes leyes del mercado. Mientras no fuera la peste que acechaba…

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Revisó que sus propias uñas —que llevaban ya cuatro meses de cultivo más los centímetros de cuando tocaba guitarra en las tabernas— estuvieran afiladas en la punta, aguzadas a diario con la lima de cristal esmerilado, para ensartar los piojos de su nido de greñas y su barba de milenial náufrago. Las uñas de la mano dominante habían crecido más que las de la holgazana mano izquierda. Aprobó la curvatura y las aristas de queratina muerta ¡Estaba armado!

La idea de las garras se la había inspirado su difunto gato. Muerto Zizek de lo que pareció una congoja fulminante, cuando lo cocinaba para que no se descompusiera a la intemperie hasta poderle dar apropiada sepultura, algunas uñas quedaron descubiertas. Le parecían un muy buen mecanismo defensivo. Había también tratado de sacarle las tripas con el mayor esmero de quirófano para reemplazar la del Mi grave de la sexta rota, pero no sabía el arte y —con la red que sostenía el universo ahora colapsada— no podía investigar en wikihow ni preguntarle a un lutier o a un carnicero por teléfono. En todo caso el olor de mortecino y de las heces embutidas en la tripa pronto lo disuadieron de seguir adelante en el empeño edificante. Pero tenía comida —no la liebre cocida que estaba embalsamando en una bolsa negra de basura para conservarla en criogenia funeraria en la hielera— sino el amoroso legado de dos bultos de Kat Joy Premium con una lista prometedora de nutrientes. Al escuchar de nuevo los chirridos, con el miedo iluminado por el aperitivo de las gotas, se planteaba la jugada: “si el intruso forcejea por entrar, yo también me defiendo con las garras”.El ruidillo, ahora claramente identificado en los paneles de vidrio de la entrada, subía de intensidad.

Antes de dirigirse hacia la puerta hizo un desvío por el “área” de la ropa, en donde había una alberca cubierta por la loza corrugada de refregar los trapos y revisó la cantidad de agua: a lo más cuatro litros de un líquido con mohos y con algas de un verde alucinante; por reflejo abrió el grifo: estaba seco. Tomó una totumada, bebió dos o tres tragos y echó el resto a la poza. Miró por la ventanuca alta, estrecha, y vio ondear en el tercer bloque de las torres, en lo que parecía una distancia kilométrica, las cortinas de flores estampadas de aquella enfermerita de sus sueños casi recuperada de la gripa con la que alguna vez había pensado inmunizarse dándole un beso febril, desesperado. Lo habían disuadido su asma inmemorial y la sensatez profesional de Rita. Habría sido un beso suicida o asesino, como suelen ser los besos de pandemia. Debía ir a la puerta sin más cavilaciones. Se rascó la cabeza con la punta de garfio de las uñas y se entretuvo estallando un par de liendres, cuya explosión sonora tenía el mismo poder de sedación que reventar burbujas en el plástico de embalar objetos delicados. ¡Ánimo… a la puerta!

Haciendo un pequeño moño alto con sus rastas, David se colocó las gafas submarinas y el protector facial de plástico de Fanta litro-y-medio cortado a la medida. Se acercó hasta la puerta; silencio sepulcral. Con la luz de una bombilla sempiterna encendida en el rellano, que por la mirilla de ojo de pescado brillaba como un sol rechoncho con rayos de medusa, comprobó que no hubiera figuras sospechosas. Descorrió los visillos de gaza ya marchita que cubrían el tragaluz sobre la puerta; uno de ellos con la mugre acumulada se había pegado al vidrio, el panel corredizo se abrió cinco centímetros… y cayó adentro, al suelo, un murciélago sonriente, colmillos disparejos, los espolones rotos, exánime del forcejeo entablado contra el vidrio. Cayó después David en un vahido, desmayado.

El dolor de la careta casi rompiéndole la piel de las orejas, la sangre de las uñas incrustadas en la palma de la mano —y la luz de la mañana en su sitio habitual del corredor-reloj-de-sol que ya marcaba las siete o siete y quince—despertaron a Fabrizio sin ninguna ilusión de que todo hubiera sido pesadilla. Miró su realidad alrededor: su cuerpo adolorido por el golpe, el murciélago muerto, la tibia luz del sol entrando del oriente, el nudo en las entrañas… y pájaros, muchos cantos de pájaros afuera. Se levantó con la lentitud de un sistema nervioso agotado de exaltarse; estuvo tentado de pinchar el murciélago muerto con las uñas pero optó por recogerlo y envolverlo con el vetusto tapete de lana de la entrada, meterlo entre una bolsa negra de basura y colocarla en el armario repleto con los deshechos de estos meses. Se sorprendió al observar que los lixiviados de cuando separaba las basuras en secas y mojadas, no habían aún inflado las bolsas con sus gases. Alguna cosa buena tenía el maldito plástico.

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Algo se había enderezado en el cerebro de David al haberse encontrado cara a cara con los pelos, orejas y colmillos de la metáfora encarnada de la peste y al haberla sepultado en el armario. Tenía hambre. Hirvió agua en el reverbero de alcohol (para algo habían servido las enormes cantidades de alcohol que había comprado al comienzo de la etapa) y se sentó, a la mesa, con su ración de Kat Joy con ingredientes naturales mientras leía las maravillas que ofrecía el paquete: salmón, espinacas, pollo, minerales y muchas vitaminas de astronauta De sobremesa sacó del congelador un tesoro guardado dizque para ocasiones especiales (y bueno, amanecía): una pulpa de mango filipino, la última comida para humanos en su casa, y aprovechó para sacar la bolsa de Zizek del frigorífico. Terminado el banquete se dirigió al balcón; quería lanzar el gato al cementerio. 

Dio un paso hacia el voladizo con la bolsa del difunto en una mano y se detuvo. Un sonido de líquido cayendo lo obligó a regresar al lavadero: en el área de ropas la llave abierta comenzaba a toser gotas de vida. David recogió en el cuenco de las manos las lágrimas del grifo en un arrobamiento celular, olió el agua como un animal en el desierto, tomó un buche sagrado y se limpió las legañas de los ojos. Regresó con ojos limpios al balcón. El capullo de la flor del cactus áspero había eclosionado en una flor abierta de una hermosura más allá de toda ketamina y un colibrí zumbón y ligerísimo estaba engolosinado con su néctar. El pájaro lo miró, voló en reversa, se detuvo en el aire al frente de sus ojos y le cantó un arrullo. Lanzó los restos de Zizek al cementerio, buscó las llaves que no había usado en meses, se puso los zapatos y salió en dirección al tercer bloque de las torres guiado por las cortinas de flores estampadas. 

Ignacio Zuleta Ll.

Cali, en el año de la peste.

Por Ignacio Zuleta Ll

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Milkas(57666)26 de octubre de 2020 - 08:25 a. m.
Algo estrambotico tanto en temática como en el lenguage pero legible y bien llevado en su asunto.
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