Desde ahí, ella ve el barranco negro y esas raíces fangosas de los árboles que la asustaron cuando llegaron al pueblo. Son oscuras y se enredan unas con otras. Parecen serpientes sin cabeza, ahogadas en el río. Una escena escalofriante, el recuerdo de una pesadilla y su miedo al agua. Por unos minutos y sin saber por qué, no puede apartar su vista del abismo.
De pronto, en la arena descubre un tarro de galletas, o mejor, un tambor. Escucha unos pasos, entonces se abraza a su instrumento. A lo lejos, ve a un niño acercarse, no lo reconoce, pero su instinto la alerta. Es un enemigo. Lo mira con desdén y el extraño le grita:
— ¡Dame ese tambor, es mío!
Le sugerimos leer el poema “La colina que escalamos”, de Amanda Gorman
La niña no se deja y le muestra sus dientes.
— ¡Es mío, sólo mío, nadie me lo va a quitar!
Los dos pelean cara a cara, cuerpo a cuerpo arrastrándose entre el barro. Él respira hondo, la aparta, la mira meticulosamente, da tres pasos atrás para impulsarse y la empuja.
¡La niña cae al barranco!
Los padres corren, los abuelos gritan, los primitos se asustan. Ellos no ven a la niña en lo profundo de las raíces del árbol que la abrazan y anuncian una terrible sentencia: “Es mía, sólo mía, nadie me la va a quitar”.