El Magazín Cultural

La Cirujana (Cuentos de sábado en la tarde)

Les presentamos un cuento escrito por Valeria Báez, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, integrante del semillero de creación "CrossmediaLab".

Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo
23 de mayo de 2020 - 10:09 p. m.
Cortesía
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La niña de… La mujercita de… La guerrillera de… Esa siempre he sido yo. Empecé por ser la niña de la señora María, mi mamá, porque a la gente sí que le cuesta aceptar que uno no es propiedad de nadie, ni siquiera de la mamá. Pasé a ser la mujercita de Belisario, o así me llamaba su jefe de prensa, porque mujer no era, con 14 años, nadie lo es. A él sí que le gustaban las peladitas, yo conocí a tres más que violó, o que “consentía”, como lo llamaba él. Y terminé por ser la guerrillera, ahora comandante del frente 47. 

Dos días después de mi cumpleaños conocí a Belisario, que estaba de edil por aquel año, los políticos siempre llegaban al pueblo solo en esa época, prometían colegios, parques y comedores comunitarios, ganaban y no se les volvía a ver. Belisario, aunque no hizo mucho, entregó una docena de mercados y una que otra ancheta; era querido por la gente por ser de la misma tierra y raíces de quienes iba a gobernar. Me conoció en una de las reuniones a las que doña María siempre me llevaba, iba a quejarse del tierrero que era la calle sin pavimentar frente a la casa. Belisario se quedó mirándome los pechitos y las piernitas que el vestido poco me cubrían, y al terminar la reunión, le dijo a mi mamá que si me dejaba unirme al grupo de jóvenes del pueblo para ayudar a entregar los mercados. Allá en la casita que hacía de oficina de la Junta de Acción Local, él me llevó a un cuarto donde había una cajonera grande de madera y se quedó mirándome fijamente. Yo podría reconocer esos ojos en cualquier lado. –Venga, muñequita- me dijo mientras se daba palmaditas en las piernas, me quedé quieta y se me aguaron los ojos pero no me permití llorar; Belisario se levantó enojado y cerró la puerta de un golpe, le echó seguro, me tomó del brazo con fuerza y me sentó en sus piernas. Me consentía el cabello, me daba besitos en el hombro y metió su mano bajo mi vestido. Yo sentía como su cuerpo bajo el mío cambiaba.

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Dos días después le conté a doña María lo que me había hecho, pero ni cuidado me puso por lo fascinada que estaba con el mercado que le había llegado a la casa, eso sí, más grande que los que les daban a las otras familias; fue un pago por lo que había pasado. 

Nosotros vivíamos en la región de Urabá, la casa estaba rodeada de rastrojos altos, el resto era pasto y árboles, puro monte, éramos el parche de la zona. Había empezado a oír de la Unión Proletaria Revolucionaria porque escuché decir a la profesora que estaban reclutando niños, no lo entendí hasta el día que llegaron a la puerta de la casucha donde vivíamos y doña María nos gritó que nos escondiéramos. Sebastián, mi hermano, me arrastró hasta debajo de la cama, y allá, cagados del susto, escuchamos cómo mi mamá lloraba y ellos entraban tumbando todo. Llegaron a nosotros y a mí me sacaron agarrada de las mechas. -Escoja- le dijeron a mi mamá mientras nos señalaban con el fusil, pero ella se quedó ahí quieta llorando. Sebastián dió un paso al frente, -yo voy, mamá- dijo bien seriecito, y ella cayó de rodillas, -mijo, yo lo necesito aquí-. El tipo que estaba al lado de ella me rodeó y me punzó con el fusil en la espalda para hacerme caminar a la puerta -perfecto, la seño ya eligió- mi hermano empezó a gritar y mi mamá lloraba más y más fuerte mientras les apuntaban para que se callaran. A mí se me revolvía el estómago, estaba a punto de vomitar, pero no podía hablar, respirar o llorar, solo veía todo desde lejos, como si no estuviera ahí. 

Caminamos toda la tarde, llegamos a una parte planita del monte donde había unas cien personas con el uniforme camuflado, me dejaron ahí con unos flacuchos que me doblaban la estatura pero que sudaban de los nervios, yo era la única niñita. Intenté dormir esa noche pero no pude, había muchos murmullos, las hojas y los palos sonaban y no sabía en qué momento podía salir una culebra de tanta hierba; a mi lado estaba la tienda que hacía de enfermería improvisada cuando llegaban los combatientes heridos o pasaba algo con algún animal. Muerta del susto, con frío, cansada y desesperada, seguía despierta, y si en algo de mí atisbaba el sueño, su voz lo espantó por completo. Era Miche, que me ordenó levantarme y entrar a la tienda. Allí se puso encima mío, me tiró a la camilla y me bajó los pantalones de un tirón. Yo, que me estaba llenando de impotencia, empecé a gritar, esto no me podía pasar de nuevo. Me removía de una lado a otro pero todo su peso estaba sobre mí, tenía su mano pesada en mi pecho, casi ni se esforzaba en mantenerme debajo de él; después de resistirme todo lo que podía, me resigné, Miche me estaba aplastando y me dejaba sin aire, así que dejé de moverme, volteé la cara para evitar ver lo asqueroso que era y escuché cuando empezó a desabrocharse la correa. Esperando que empezara lo más pronto para que terminara, pero vi a mi lado una mesa con gasas, alcohol y una tijeras largas. No lo pensé mucho, como pude las tomé y las bajé por mi cuerpo para cortar lo que primero encontrara entre el malparido y yo. Sonó un gemido y luego sentí toda la pelvis mojada, él se botó al suelo y yo estaba llena de sangre, acto seguido, Miche empezó a gritar y todos llegaron a la tienda, me bajaron de la camilla y lo subieron a él, a mí me sacaron de allí mientras seguía con las tijeras en mi mano. 

Me dejaron tres días sin comer, encerrada en una cerca de púas, prefería mil veces estar ahí que volver a esa tienda, a esa noche. Al cuarto día, recién amaneció, me dejaron salir y me llevaron donde Raúl, el comandante del frente. -¡Con que con unas tijeras!- me dijo a modo de saludo y yo me quedé en silencio. Su mirada no se separaba de mi rostro, pero no tenía el morbo de Belisario o de Miche, él me miraba con curiosidad, asombro y pesar. Me bautizó ‘La Cirujana’, ni siquiera tuvo que pensarlo demasiado; quedé así esa mañana y de por vida. Miche murió a los doce días por una infección, las tijeras las habían utilizado esa tarde en un aborto y nadie las había limpiado, por lo que fue imposible que la herida sanara. 

El frente 47 se trasladó al Oriente Antioqueño por orden de Raúl, había flancos que no estaban cubiertos y era necesario resguardar. Después de mi nombramiento quise cambiar las cosas, poco me interesaba atacar civiles o policías, aunque nunca me importó seguir órdenes, mi idea era cortar de raíz lo que que está mal en este país, en este mundo. 

 

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Tenían claras las misiones: secuestrar a los alcaldes de Granada, Concordá, San Francisco y San Luis, carros bomba en lugares que frecuentaban los gobernadores, echar abajo las torres de energía con dinamita y hacer cagar del susto a todo político que fuera en contra de nuestros ideales. Todo lo cumplieron, todo salió tal cual lo pedí, pero me falta algo, falta alguien. En Granada, el alcalde había renunciado por nuestra peticiones, y mientras se cumplian los nueve meses que hacían falta para elecciones, debía llegar el reemplazo que asumiría por ese tiempo el cargo. Me sorprendí cuando escuché en el radio viejo el nombre de Belisario, después su voz; no entendí lo que dijo, y en este momento intento recordar o descifrar sus palabras, solo escuché su voz, su tono, su pausada forma de hablar que me llevó de nuevo a esa oficina, a esa cajonera. Aquí, vestida de civil dentro del carro y con una pistola en la mano, espero que Noriel traiga a nuestro nuevo alcalde encargado. La impaciencia me consume, pensé en este momento muchas veces. Se abre la puerta del carro y entra un hombre tembloroso, con un lindo traje y una capucha en la cabeza, tres segundo después el carro empieza a andar. Le quito lo que nos impide mirarnos a los ojos, ahí están, esos ojos que podría reconocer en cualquier lugar. Me subo a sus piernas y me siento en ellas mirándolo a la cara, nuestros cuerpos en frente y pongo la pistola en su barbilla. Él tiembla, balbucea, pero se detiene por un instante y se queda mirándome. ¡Por fin me reconoce! Abre sus ojos de manera descomunal y comienza a temblar con más fuerza, ni siquiera puede hablar el imbécil; poso mis labios sobre los suyos, quiero que sienta una última vez lo que tanto le gustó hacer tiempo atrás conmigo y empiezo a saltar en sus piernas, pero Belisario empieza a llorar. Realmente no soporto el lloriqueo y me es fácil tirar del gatillo, es placentero, me da paz, pero esa paz dura poco. El vidrio trasero del carro estalla y siento un punzón fuerte en el hombro, uno, el estómago me tira con fuerza hacia atrás, dos, debajo del pecho un estallido, tres. 

Ahí, tirada en el hueco del asiento trasero del carro, escucho a Noriel dar órdenes a Lucho, que está de copiloto y con el fusil en alto preparado para disparar. Miro el jean que tengo puesto, está lleno de sangre, la camiseta la siento empapada y solo puedo pensar una cosa. Lo último que vieron esos ojos fue a ‘La Cirujana’. 

Por Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo

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