El Magazín Cultural

La cordura de Ricardo Silva Romero

Entrevista con el escritor, sobre la reciente publicación de la antología de 200 de sus columnas: “Historia de la locura”

Mariangela Urbina Castilla
03 de septiembre de 2019 - 03:46 p. m.
Cortesía
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Diez años después de haber empezado a escribir semanalmente para el diario El Tiempo, Silva Romero publica una antología que lleva un prólogo de 132 páginas: un libro en sí mismo. Su columna, que llamó “Marcha  Fúnebre”, queda ahora recogida aquí, con mucha más sensatez de lo que promete su título, en lo que él llamó “Historia de la locura”. 

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¿Qué es “Historia de la locura”?

Historia de la locura en Colombia cuenta la historia de cómo fui del activismo a la independencia: no es que sea sobre mí el libro sino sobre lo que yo creo que puede hacer uno cuando un país se demora tanto en cambiar, y es cambiar uno. Cuenta estos diez años de Uribe a Santos, de Santos a Duque. Pero también ese arco dramático: el descubrimiento de cuál es mi propia posición ante este absurdo. El prólogo le da contexto, historia de Colombia, al relato de las columnas, pero también ata los cabos de lo que he estado escribiendo en las novelas sobre el país. No es un libro cínico. No empasta textos viejos. Sino que los explica con un libro nuevo y los recrea como una suma. 

¿Cómo escribe uno 10 años de locura en Colombia sin perder la cabeza?

Si no me ha enloquecido la escritura de esa columna que está cumpliendo diez años, a pesar de que todo observador modifica la realidad y es modificado por ella, es justamente porque contemplo la posibilidad de estar loco, porque para mí la escritura es sobre todo una terapia, porque he escrito y escrito semana tras semana como aferrándome a una rutina que me ha ido librando de la vehemencia inútil y de la violencia de los supuestos intelectuales, y me ha ido acercando más a la compasión. No sobra para la sanidad tener la suerte de no vivir las veinticuatro horas a bordo de mi mismo: tener gente que lo define a uno antes de que uno se vuelva la versión oficial de uno mismo.

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Dice usted en el prólogo que su esposa, la editora Carolina López, su mamá, Marcela Romero y su amigo Daniel Samper Ospina siempre lo leen. ¿También ayuda eso con la “cordura”?

Sí, para no perder la cabeza me sirven ellos tres. Uno está loco cuando está solo y escribir es estar solo durante largos períodos. Y, como cuando me meto en una novela, yo me he dado cuenta de que le sirve mucho a la contención de mi locura  -hasta el punto de que me basta y me sobra- tener lectores que están pendientes del texto desde el principio. Entonces Daniel, Carolina y mi mamá están al tanto de lo que estoy haciendo, y me dicen antes y después si me salió lo que quería, y me corrigen sin piedad lo que salió.

¿Por qué tan obsesionado con la sensatez cuando se trata de Colombia? Se lo pregunto porque sus columnas tienen esa fama, que se han construído a sí mismas: sensatas, ecuánimes, siempre en su justa medida. 

Me alegra esa fama porque a nuestra vocación -de fanáticos religiosos- a aplastar al opositor, que nos ha dado los sicarios que se dan la bendición y las bandas de matones que se permiten a sí mismos masacrar por el bien de la patria, hoy habría que sumarle el pensamiento de manada de las redes sociales. Yo creo que uno no debe servirle a la violencia, no debe animarla y azuzarla, sino que debe darle paso a la canalización de la violencia. Es claro que si un presidente pide que se acabe la guachafita, como Duque, sin querer da una orden de letalidad a un montón de psicópatas más o menos funcionales que han hecho de la violencia una costumbre y un oficio como cualquiera. Así que, aunque de vez en cuando alguien me acuse de polarizador o de mamerto o lo que sea, prefiero esa fama de sensato, de independiente, porque además ha sido lo común aquí: que los liberales terminen metidos en cacerías de brujas como vengándose de las derechas. Yo no soy de centro ni nada de eso, pero sí soy liberal según el diccionario. Y siempre estoy de parte de lo humano. Y perseguir gente y aniquilar prestigios y vengarme de los que me han atacado y estigmatizar y lapidar a los que han querido lapidarme me parece caer en la trampa.

Yo estoy dudando, luego de leer el prólogo de su libro, de que este país esté “loco”. Es un país violento, sin duda. La palabra locura se usa mucho para estigmatizar a los pacientes psiquiátricos, quienes, de hecho, descubrieron lo que muchos no descubren: que necesitan ayuda, como si les doliera una pierna, y van al médico. ¿O cómo es que es la locura colombiana, la que usted ha estudiado estos 10 años?

El título del libro es, sobre todo, un juego con el título del libro de Humberto Rosselli: Historia de la psiquiatría en Colombia. Yo creo lo mismo: que el menos loco es el que considera la posibilidad de estar loco y pide ayuda. Creo que los verdaderos locos, que son los megalómanos y los sociópatas que abundan entre los gobernantes y los gobernados, andan sueltos y es difícil que se reconozcan como locos. Es claro que en un país machista,  reconocer un problema de salud mental o de plano una enfermedad mental -solo notarla- suele pensarse como un fracaso o como una desventaja (aún hoy la gente siente vergüenza de ir al psiquiatra). Y me parece que en el fondo de todo, como sospecho en el prólogo, está el catolicismo que aquí no fue religión sino sustituto de todo: de la ciencia, de la política, del pensamiento, de la moral, de todo. Creo que el país no fue educado sino evangelizado. Y que en el centro de nuestra forma de ser quedó la necesidad de que solo exista una verdad y la vocación a graduar de bárbaros a quienes no se plieguen a ella (empezando, por supuesto, por las mujeres). Creo que esa es locura de Colombia: la violencia que no es un tabú sino una consecuencia, una inevitabilidad, una manía que solo reconocemos en los otros. Creo, volviendo a tu idea de que los pacientes psiquiátricos sí le ponen la cara a su salud mental, que la locura de Colombia es locura precisamente por su incapacidad de reconocerla: su incapacidad de ser sin prevalecer, de debatir sin aniquilar, de temer sin atar mal los cabos como lo hacen los paranoicos. Yo sí creo que esto es locura pero justamente porque estoy de acuerdo contigo: porque es una sociedad que no se reconoce como una sociedad enferma, que no ha conseguido la sanidad que consigue aquel que se narra a sí mismo porque -ese dato está en el prólogo- es uno de los países del mundo más ignorantes sobre sí mismo. En resumen, se trata de un trastorno normalizado y de un país que ha eludido la terapia

¿Qué es lo más divertido y lo más agotador de escribir una columna semana tras semana?

Lo más divertido es escribir. Yo de verdad disfruto cada frase y cada párrafo y cada giro de cada texto como si estuviera conociendo un sitio nuevo. Me gusta lo que me voy encontrando por el camino. Me gusta encontrar modos de decir lo que pienso de tal manera que el cómo dé dimensiones y transforme al qué. Me pasa cuando escribo una novela y me pasa igual cuando escribo una columna: que escribir es tejer y reinterpretar y hacer sonar las palabras, y eso me alivia y me alegra. Lo más agotador es el ritmo: dos columnas por semana usualmente sobre Colombia, que se repite y se repite y se repite como un infierno o como un rito trágico. Hay semanas que no puedo creer que me toque escribir sobre lo mismo. Hay mañanas que me cuestan mucho porque me siento atrapado en un trabajo delirante como si me hubieran encargado observar a una tortuga avanzar hasta el día de su muerte. Creo que me salva la escritura esas mañanas: el placer de que quede bien. Que, dicho sea de paso, también juega a favor de la sensatez: si un texto queda bien puede servirles incluso a quienes no estén de acuerdo con uno.

¿Y su favorita de esas 200?

Las que no son de políticos. La que hice sobre mi papá, por ejemplo.

¿Y qué le dijeron esta vez en la casa, las que siempre lo leen, cuando publicó esa columna?

Esa columna la escribí porque no tenía nada más en la cabeza esa semana. Como tenía que hacer una columna, me pareció que iba a ser relevante porque el amor de un hijo por un padre siempre lo es -relevante- para todos. La escribí al día siguiente del funeral. Acababa de publicar Historia oficial del amor, una novela justamente sobre mi familia, y debió parecerles lo mínimo. Pero, a diferencia de todas las otras columnas, que comentan sistemáticamente, con esta no dijeron nada.

Por Mariangela Urbina Castilla

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