El Magazín Cultural

La culpa no es del muerto

Con la muerte de Andrés Caicedo comenzó a tejerse su figura de inmortal en la literatura colombiana. Hoy es un autor de culto para las generaciones jóvenes.

Jaír Villano
17 de marzo de 2017 - 03:00 a. m.
La culpa no es del muerto
Foto: Photographer:Gustavo Martinez

Creo que fue Gabo el que acertó al decir que uno escribe para los amigos. A fin de cuentas, los amigos son los primeros lectores, los primeros críticos, los primeros editores.

Los hay de toda clase: honestos, “ese final es flojo”; dubitativos, “¿estás seguro de que lo vas a dejar así?”; sugestivos, “aguántala un tiempo, mínimo seis meses, luego le das una relectura pausada y juiciosa”; entusiastas, “vas por lo alto, viejo, sos un genio (¿vamos por una pola?)”; quisquillosos, “entiendo que hay que darle ritmo, pero estás abusando del polisíndeton”.

Y los hay famosos, al estilo Luis Ospina y Sandro Romero Rey, que hicieron del joven más genio (y eso que Varguitas escribió La ciudad y los perros a los 24, y ni hablar de Rimbaud) un producto que les ha dado para libros, documentales, artículos en los magazines o, en últimas, que les ha dado de comer. (Muy de buenas: ¿quién no quisiera ese tipo de amigos?).

Se cumplen cuarenta años del suicidio de Caicedo y, como era de esperarse, los homenajes ocuparon las páginas de los espacios culturales. En las librerías de la calle 45 (la de Pacho, para ser más preciso), se preguntaba por los cuentos completos, por ¡Que viva la música!, por Angelitos empantanados, por El libro negro. Lo cual me pareció diciente y agradable, pues no se percataron de que Pacho tenía una edición especial de El llano en llamas y un volumen atípico de La broma infinita. (Dime lo que lees y te diré quién eres. Bueno, allá ellos).

Los ditirambos sobre la obra caicediana saltan a la vista. Que fue el precursor de la novela urbana en Colombia; que logró hacer de Cali un núcleo espacial; que supo capturar la instantánea de los setenta (y aquí estoy de acuerdo cuando Caicedo escribe que odia a Cali. El hombre sabía que Europa y Norteamérica eran los grandes epicentros de la revolución callejera (las chicas eran copionas y no existía el VIH. Yo también la hubiera odiado)); que era cinéfilo, dramaturgo, algo de melómano, enamorado; que le dio un beso a Matraca (pero no era gay); que hizo un personaje mujer como si fuera mujer (ah, bueno); que fue un incomprendido. Epítome: Unos pocos buenos amigos, Mi cuerpo es una celda, Memorias de una cinefilia. Cómo será de rentable que no ha salido de la cartelera de Tonalá Todo comenzó por el fin.

Y así haya argumentos que refuten mucho de lo dicho atrás, un insignificante ejemplo: Bomba Camará se difundió antes que ¡Que viva la música! La culpa no es de Caicedo. Como todo autor, quiso hacer de sus experiencias una obra. Que le faltó, sí; que prometía, sí, hombre: de no quitarse la vida habría leído lo mejor de Vargas Llosa (La fiesta del chivo y La guerra del fin del mundo), conocido a Foster Wallace (cinéfilo drogo, como él) y gozado las series de Netflix. (Ay, Andrés, si te hubieras aguantada un poquito…).

Pero la culpa, la culpa, insisto, no es de él. Y para ser sinceros, el boom editorial que se ha creado en torno a su obra es consecuente con el mercado. Porque si no hay muerto malo, no hay artista malo muerto. Por no salir del patio, lo hizo la esposa de Bolaño y su editor, Echavarría; lo hicieron los editores de Fuentes. Una obra inédita de un escritor con algo de reconocimiento es algo de dinero. Y en tiempos de crisis hay que aprovechar el papayazo. Hace unos días, en Vice se publicó un artículo cuyo nombre era llamativo: “Lo sentimos: somos la generación que se mamó de Andrés Caicedo”. El editor Mario Jursich se fue lanza en ristre contra el pobre redactor del mismo. “Me gustan los enfoques iconoclastas”, empezaba Jursich, pero el texto al final me decepcionó.

Vale, no era un gran texto. Era más lo llamativo. Pero no hay que ser iconoclasta para expresar el disgusto que algunos sentimos con la parafernalia caicediana que, como es harto sabido, ha ensombrecido a toda una serie de escritores en el Valle del Cauca. Y catapultado a la ciudad como un desierto cultural con un único referente. No exagero. Por ahí dicen que claro que hay exponentes, que García Ángel, que doña Melba, que hasta Noriega. Pero la verdad es que no, no, no. Cali es un desierto. Les consta a los redactores de El País y La Gaceta (¿son los mismos?), quienes cada que pueden nos recuerdan lo rentable que es el mito. (Mucho like, mucho retuit, mucha foto de Rosario).

Yo también me divertí con las aventuras de Miguel Ángel, con el miserable Ricardito, con El atravesado, con Maternidad. Pero los buenos libros no son los que más se venden sino los que se revitalizan con cada relectura. Y Andrés no es de releer, ni de culto, es puro divertimento. Hombre: dejen en paz al muerto.

Por Jaír Villano

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