El Magazín Cultural
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La Esquina Delirante LX (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía, mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez y la incertidumbre parecen haberse apoderado de nuestra cotidianidad, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica.

Autores varios
18 de enero de 2021 - 09:12 p. m.
Puede enviar sus textos de máximo 200 palabras a laesquinadelirante@gmail.com.
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Foto: Angélica Villalba Cárdenas

De la prudencia

Supero los cincuenta y vivo solo. Ella andaba en la treintena; senos turgentes y piernas torneadas. Las fotos de la página no le hacían justicia. Recién la recogí. Elogió mi carro. “Es nuevo”, dije con inmodestia. Conduje a mi apartamento. Ella no objetó. Se habían aflojado mis piernas y transpiraba mi frente. Era nuestra primera cita. La luz roja me detuvo. Varias personas se acercaron con sus ventas de semáforo. Cauteloso cerré las ventanillas. “Con esa gente nunca se sabe, solo buscan robarte” hablé con convicción. Puse el aire acondicionado. Ella, sonriente, pasó su fina palma soslayando mi frente; luego, adivinándome sediento, extrajo una botella del bolso y me ofreció algo de beber. “No recuerdo más, señor inspector”.      

Reynaldo Bernal Cárdenas

Otra oportunidad

Los días pasaban lentos y pesados. Eugenio no quería irse de este mundo sin antes vivir plenamente los últimos momentos con Margarita, su esposa. A sus sesenta años, le pedía a la vida otra oportunidad. Después de haber sobrevivido a un asalto creyendo que ese sería el fin. Pero ahora su hígado le pasó factura. Los tragos de licor desmesurados ahogaron sus órganos, y esta vez no salió bien librado. Lloraba en la habitación del hospital. Con una mascarilla tapaba su cara, ocultando sus lágrimas, pero también se protegía del Covid 19. El hospital estaba al tope de contagiados. Tenía miedo. El médico dio su diagnóstico. Eugenio tenía que entrar en un riesgoso y extenuante tratamiento. No lo curaría, pero aminoraría la gravedad. Por las noches pensaba en Margarita. En el tiempo que no compartieron. En los días en que la indiferencia imperaba. En las noches echadas a la basura por discusiones. En los gritos e insultos que despertaban a los vecinos y alarmaban a los perros. Durante semanas el doloroso tratamiento agotó las fuerzas del hombre, y una mañana no despertó. Ahora llama a Margarita en su impotencia, lanzando gritos que ella nunca escuchará. 

Manuel de León

Por la mañana

La señorita Elvira prepara el desayuno. Se sirve y come un omelet con café tibio que ha dejado al borde de la mesa. Afuera, el calor agobiante de aquel entorno hostil pero sereno, lleno todo de aves y de cumbres lejanas que jamás verá con nadie. Su tarea es tan sencilla que parece broma el estar condenada a repetirla día tras día, y nada cambia. Salvo por un inconveniente que había tenido, y por el que ahora podría sentirse en completa libertad y pasearse entretenida por su casa solo para ella. Una vez termina aquel omelet deja el plato, reposa unos minutos y sale. El jardín luce con esas formas despreocupadas de cuando ha sido abandonado por la familia; como si de estos no hubiera quedado rastro. Va y arregla las matas y las soba y acaricia. Les dice: mis niñas, qué ha pasado, qué les han hecho, por qué sucedió: llega a ella de pronto un pensamiento recurrente, el cual no puede evadir. Elvira, la dulce señora de rutina calurosa se encuentra en una soledad tan inmensa que le hace confesar gritando, mirando al cielo, como si le rindiese cuentas a un dios: Los maté, dios mío, los maté.

Andrés Castañeda

Le sugerimos leer Confesiones de un equipo

Terrier y salchicha

El terrier y el salchicha comienzan su coreografía odorífera en círculos y entrelazan sus respectivos lazos. Armando y Anita se miran de reojo y sonríen, sin saber bien qué hacer. Se agachan a la vez y a la vez intentan desenredar a sus mascotas. Sus manos se tocan, piel seca y suave, piel húmeda, suave también; risitas nerviosas, comentarios desatinados, rubor en las mejillas. Una última mirada, frentera esta vez, y una tímida despedida. Terrier y salchicha intentan olerse una vez más, lánguidamente, casi que con tristeza. El doloroso retorno a las rutinas de cada quién.

Sangre de Lagarto

Un epitafio para el señor

Nunca olvidaré lo que has hecho por mí, amigo.  Sabías lo que era importante para mí, y sin preguntármelo, me lo diste, y ese fue tu último gesto en vida. Todavía recuerdo lo que llovía ayer y el viento que nos agredía como si fuera un monstruo que descendiera de las montañas. Y tú, generoso amigo, de repente te quitaste tu sombrero ampuloso y hermoso y dejaste al descubierto tu pequeño e imberbe cuerpo afilado, enseñando tus manos de sierra. Te quedaste desnudo y con los dedos, cortantes como cuchillos, y ya nadie se acercaba, y fue un día maravilloso en que todos guardaban la distancia de seguridad. Por un día no tuve que ir saltando de mina en mina para poner a salvo mi vida. Cogí el paraguas desmembrado y lo metí en la caja y me despedí de él lleno de gratitud y admiración.

Celia Ortiz Lombraña

Sabores

Miré a mi padre y tenía las mejillas tan coloradas como en aquellas fiestas de los tiempos felices. Un trago, solo uno más. ¿Qué marca es este whisky? preguntó entre los dientes y con palabras enredadas, mientras su boca cataba lentamente el sabor amargo de la bebida. No le contesté. Fui incapaz de decirle que el Alzheimer transformaba el agua en alcohol.

Angélica Villalba Cárdenas

Por Autores varios

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