Corazones oxidados
La rodeará por la cadera, situará su pelvis sobre el hombro, descenderán en el suelo de la cabaña. Disfrutarán del reflejo metálico de la cuchilla de bronce clavada sobre la mesa, y contemplarán los pectorales húmedos del leñador. Entonces, sus lenguas reptarán en la piel ajena. Las velas de vainilla, el jazmín, las gotas de belladona, el masaje con aceites, el lecho, en medio del círculo de sal, dará resultados. Él empezará a olvidar a su novia. Seguirán besos negros en una habitación donde, como un aquelarre, las sombras danzarán a su alrededor y un hacha será encantada para que una racha de accidentes le acontezca al hombre, a quien semanas después le pondrán prótesis en las piernas y en la cadera. Entre más pierda movimiento, se queje del dolor y de rigidez articular, la bruja aumentará las medidas de fisioterapia, el aceite en sus articulaciones y también su deseo por él. La mujer descubrirá que el rígido y oxidado leñador también perdió el deseo. Lo encontrará lamentándose en el camino; “¡Úngeme con tu aceite!”, rogará el leñador a la bruja, quien partirá lejos de él con sus encantos y un frasco de aceite en sus manos.
Karla Barajas
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Primer encuentro
El llamado del padre es perentorio. La madre, las cinco nenas, los seis hermanos y el chico de la casa deben apresurarse para llegar oportunos a la misa, antes de los rituales iniciales del introito. Ese asistir a misa cada día y cada madrugada es distinción secular de esta familia ultraconservadora y muy piadosa. Todos salen aprisa, cruzando las vías solitarias para llegar al templo. Solo el chico se atrasa, soñoliento, en el trayecto de las solitarias callejuelas. Algo ocurre, extraño y misterioso: una mujer, joven y mustia, se acerca en contravía del muchacho. No lo ha mirado siquiera. Solo chocan muy suave y en silencio. No hay búsqueda, intención ni expectativa. Apenas si se escuchan las agudas y sonoras campanadas dando inicio a la misa de las cinco. El padre ha regresado con inquietud buscando a su retoño. Pudo entrever, vagamente, el perfil de dos cuerpos engarzados tras la sombra ruinosa de un vehículo. Desechó que fuese la aparición celestial siempre esperada, porque advirtió un afanoso ritual vigoroso y humano, mientras las manos del chico, desentrañando el reto de unas ropas revueltas y andrajosas, frenéticas acunaban un sexo tibio, en medio del intenso frío de esa madrugada.
Rafael Chavarro Medina
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Preciso y cercano
Su sola proximidad me excitaba. Me invadía un calor en los huesos, que todo él se me visualizaba con una precisión a todo color. Allí estaba su boca, esa que me atormentaba, esa línea húmeda que tanto anhelaba recorrer. La sola sugerencia de él mordiendo su labio inferior, hacía que todo desapareciera. Nunca sabía con exactitud cómo comunicar mi deseo y no me atreví a confesar nada. Me extrañaba que no se diera cuenta, que no adivinara nada en mis ojos; que no sintiera la misma oleada que yo, que no percibiera el palpitante sonido de mi apremiante erotismo, susurrándole desde mi sexo y su humedad mortal. Pero llegó el día en que él sintió mi música interior. Lo noté cuando su respiración cambió y su beso fue su saliva; su aliento, calor; destello de locura, y toda su lengua fue un huracán en la mía. No había de otra, él tenía que sofocarme. De sus besos, pasé a los míos. Me fui directo a su sexo, luego a sus orejas. Sentí su hostil montura. Estaba maravillada con el instante que tanto había esperado. La total alegría. Al fin recibida, al fin poseída, al fin tomada. Cada segundo contaba, cada suspiro, cada gemido. Mi vientre estalló. Su instrumento me sacudió por dentro. Y caí de placer. Ahora lo narro con la mayor exactitud que me puede dar la memoria. Lo que quise hacer interminable, terminó. Me dijo que debía irse.
Ludvika Tabriz
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Libidinosa cuarentena
Había soñado sus labios por mucho tiempo, deseaba verlos húmedos, derramando sobre mí, la lava de su intimidad. El maldito encierro, más político que médico, había cancelado por meses mi empresa de seducción. Sin embargo, repasaba su figura en Instagram, aplicaba el zoom hasta ver sus poros, esa piel tersa, canela, flamígera… Yo aquietaba secretamente mi libido, sometiendo indignamente mi imaginación. Luego del gozo, emergía la maldita sensación de culpa. Los diarios anunciaban el paulatino regreso a la normalidad, para ese entonces había adquirido nuevos hábitos y desechado algunos vicios. A ella, ni la pandemia la había sustraído del pensamiento en mis noches solitarias.
Fui a visitarla inmediatamente, perfumé mis intimidades, sentía que algo podía pasar entre ella y yo, luego de esta abstinencia por decreto. Me abrió sospechosamente la puerta, no pude descifrar qué sintió al verme, el tapabocas lo impidió. Accedió a cada una de mis pretensiones, a la tanga negra, al camisón blanco y a otros fetiches más. Estaba más sedienta y deseosa que yo, quizá no lo hizo por mí sino por ella, cualquier pendejo que hubiese llamado a su puerta, habría lamido la cereza, bastaba rozarla para que se bajara el tapabocas.
César Escobar
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Orgía de labios
Compartir la cama contigo, de vez en cuando, fue algo común desde niñas. Ocurría cuando mi padre, su hermana (tu madre) y sus respectivos cónyuges se iban ‘de rumba’ los viernes, y nos dejaban al cuidado de la vieja Juana, que también había sido aya de mi padre, y a la que la edad y el cansancio hacían caer dormida frente al televisor. Podíamos escuchar sus suaves ronquidos desde mi dormitorio. Cuando ya nos hacíamos ‘mayorcitas’, según comentaban nuestros progenitores, esos ronquidos eran la señal. Entonces comparábamos bajo las sábanas y mantas nuestros incipientes senos, y esos finos vellos creciendo entre nuestras piernas, y nuestros dedos y nuestras bocas exploraban territorios que intuíamos triplemente prohibidos y, por lo tanto, fogosamente atractivos.
C. Sourdis
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